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Fuera de su hogar miró el cielo azul, ajustó su chaqueta negra, de esas de cuero con lana en el interior; colocó un par de guantes en sus manos frías notando la presencia de vaho al respirar. Afuera la temperatura continuaba bajando. Probablemente, Oakley estaba a unos cinco o seis grados bajo cero. Tanteó el terreno: había nieve, diminutos charcos congelados y la acera estaba resbalosa. Algún idiota había decidido echar agua sobre el asfalto para jugar una broma pesada; estaría tras un arbusto riendo de los desdichados que no reparaban en el área resbaladiza, tal como ocurría cuando Frank miraba un muñeco de nieve de enormes proporciones, situado en el jardín del vecino. La señora Abbot, una mujer de cincuenta y tres años, fue una de esas víctimas. Un grito repentino atrajo la atención de Aaron: Theresa Abbot yacía en el piso, con un bote de leche derramado en uno de los costados y una hogaza tras su cabeza. Un grupo de adolescentes corrió hacia la calle contigua, riendo a carcajadas, vitoreando y felicitándose unos a otros. Frank apresuró el paso con cuidado, tomó del brazo a la desafortunada mujer, ayudándole a incorporarse despacio y con suavidad.

―¿Se encuentra bien?

Frank imaginó una fractura; la caída había sido aparatosa y ninguno de los chicos se detuvo para ver si ella se encontraba en buenas condiciones.

―¡Oh sí, Frank! No te preocupes. Fue sólo un mal paso. Ocurre con frecuencia cuando se caen las estrellas del cielo. Fue una hermosa nevada…

―Fueron esos chicos. Creo que vi al hijo de Hoggart. Iré a hablar con John.

―No es necesario. Son chicos… ¡Oh vamos, estoy bien! ―La señora Abbot hizo un ademán, restando importancia a lo sucedido, pero era evidente que su pierna derecha estaba lastimada―. Sólo necesito recuperar el aliento. No debí salir, Aaron, pero tenía muchas ganas de un vaso de leche tibia, soy una tonta. ¡Qué frío! ―Se estremeció―. Tú tampoco deberías salir…

Frank la condujo hasta el cofre del auto de su esposo. Ambos se recargaron por un momento hasta que la señora Abbot pudiera continuar la marcha rumbo a la entrada de su casa. Faltaban algunos metros, apretó una de sus piernas.

―Oh, Dios —dijo la señora Abbot, haciendo una mueca de dolor.

―¿Ocurre algo?

―Esta rodilla… La edad cobra facturas, costosas facturas, y este frío me lo recuerda… Neddie siempre lo decía: “La vida cobra por aquello que hiciste y que no hiciste”. Frank la observó con nostalgia y preparó una pregunta por varios segundos:

―¿Cómo está el viejo Ned?

Theresa suspiró hondo y sus ojos se humedecieron. Frank había tocado un tema sensible; se recriminó por ello, pero ya era demasiado tarde.

―Oh, tiene días buenos y días malos. Hoy es un día mayormente bueno… pero la semana pasada, ¡Jesucristo!, tuvo un ataque de tos espantoso. La flema era demasiada. Tuve que golpear su espalda para que la flema lo dejara respirar… ―Calló—. No debí darle lácteos; los lácteos no le permiten tragar… los malditos lácteos y esa tos... ―Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas mientras observaba el cielo y cerraba los puños con furia y dolor―. Eran las cuatro de la mañana. Estaba molesta, muy molesta y le grité. ―Theresa dejó escapar un leve gimoteo―. Le grité que dejara de hacerlo. Soy una estúpida. ―Varios gimoteos más lograron salir por entre sus dedos―. Pobre Ned… Doy gracias al cielo que haya dormido plácidamente durante la tormenta. ―Frank no pudo hablar; tenía un nudo en la garganta―. Quita esa cara, hijo… ―Él sonrió―. Ned estará bien.

La realidad es que Ned nunca estaría bien. Theresa lo sabía al igual que Frank, pero él no quiso importunar con una réplica absurda las palabras animosas de su querida y más antigua vecina.

La médium

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