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UNA MUJER LLAMADA ASSUMPTA 1
ОглавлениеSanta Lucía, Norte de México, 1995.
El cementerio del poblado cerró sus puertas después de presenciar una marcha de personas afligidas con vestiduras negras. Los murmullos, sollozos y gritos ahogados hacían del funeral una escena que oscilaba entre la tristeza y la angustia. Cuando uno se acercaba lo suficiente al portón de la entrada, se podía leer en un letrero improvisado “Si entra, favor de cerrar cuando se vaya”. El camposanto, pequeño en terreno pero con innumerables recuerdos enterrados, acababa de iniciar el hospedaje de un inquilino más. Las tumbas de tierra eran golpeadas por las ráfagas de aire que producían algunos remolinillos y las nubes blanquecinas presagiaban la aparición de viento desenfrenado durante el día. Muchas de las flores depositadas en jarrones de barro dispuestas a los pies de las tumbas, estaban marchitas, excepto las del último sepulcro, allá en el fondo tras la pequeña capilla de cantera. Esas estaban recién cortadas, en grandes arreglos y coronas deslumbrantes que atiborraban el espacio dedicado al señor Manuel Vargas, quien había sido sepultado en las primeras horas de la mañana. La tumba se veía colorida, llena de vida, escondiendo tres metros bajo tierra un saco de piel con huesos y carne muerta.
Las calles angostas de Santa Lucía estaban desiertas con el aire desatado en todas direcciones, por lo que las ramas de los árboles cantaban al unísono. Frente a la iglesia, la única en el pueblo, había un sendero largo en donde el área era agreste, con piedras ubicadas casi en cada centímetro del lugar. Caminar descalzo funcionaba aún mejor que con zapatos normales. Al fondo del camino, estaba la entrada al río Nazas, que se extendía por gran parte de la ciudad del Norte; comunicaba los ejidos de San Miguel de Allende, San José de Gracia y Santa Lucía. Al final del verano y principios de otoño, el caudal era feroz, alimentado por los riachuelos que bajaban de las zonas montañosas de la región. Los lugareños pescaban algunas variedades de bagres, carpas y lobinas. En ocasiones veían la aparición de tortugas de río, ranas y otros bichos, como pseudoescorpiones y chinches de agua, los cuales evitaban a toda costa. Al final del sendero, justo doblando a la derecha, se encontraba la casa de los Rodríguez. Quizá haya sido por la quietud del momento; la casa de color blanco, con una sola ventana y una puerta de madera, lucía lúgubre y silenciosa.