Читать книгу La médium - F. J. Cepeda - Страница 12

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Dejó que sus pies lo guiaran adonde ellos quisieran. Avanzó un par de calles antes de doblar a la derecha, continuó por la avenida Maple y llegó a los jardines del centro. La escena invernal no difería mucho de la que se encontró al salir de su hogar: pinos con nieve en la copa, aceras congeladas, charcos cristalizados. Los jardines del centro pertenecían a un paso peatonal que se extendía desde la pequeña plaza cerca de la escuela primaria de la zona hasta el parque Blackraven. Había bancas a lo largo del sendero. Los árboles, como guardianes eternos, yacían inmóviles a lo largo del camino: pinos, abedules y sauces llorones; jardineras en los costados, y el final del corredor terminaba con una pequeña fuente en forma de arpa dorada, con las cuerdas de cemento gris y la base montada en flores de nochebuena.

Frank comenzó a relajarse. Sacó de su chaqueta un paquete rojo con letras doradas; tomó un cigarrillo, lo encendió con cautela y decidió sentarse en una de las bancas de metal cobrizo; se recargó a sus anchas, extendió las piernas y cuando exhaló el monóxido de carbono, dejó escapar un grito a bajo volumen, un grito de aburrimiento o de decepción. Al mismo tiempo, en la última casa de la cuadra, allá cerca de una gran plaza vacía frente a las oficinas del gobernador, un par de policías charlaban con una joven rubia, quien, tranquilamente, respondía a lo que parecía ser un interrogatorio.

Con pasos lentos, Frank se acercó al vecindario. Era uno de esos lugares que se veían tranquilos. Imaginó a las familias reunidas en la sala de estar bebiendo chocolate caliente, contando lo bien que la pasaron en navidad con los regalos, felicitando a mamá por la cena navideña servida la noche del veinticuatro de diciembre; charlando entre la programación matinal de la televisión o viendo películas propias de la temporada. De eso trataban las vacaciones: pasar el tiempo en familia, disfrutar el todo y la nada, porque todo comunica, el ruido y el silencio; de eso se trataba: de pasar el día en casa, con la calidez del hogar, no haciendo lo que él hacía, caminar entre el hielo y ventiscas congelantes… No, eso no.

Frank recordó el sabor del ron en navidad, esos tragos que unas horas antes le brindaron tranquilidad. Recordó la cena de navidad familiar amena, donde a sus padres nunca parecía importarles que hubiese más comida de la necesaria. Era una noche especial, era la noche para dar rienda suelta a lo que Freud denominaba la oralidad en su más primitiva representación, la comida. Para el padre del psicoanálisis, el amor se representaba con la comida. Siendo así, Frank decidió que su madre tenía mucho amor para repartir. Entre vítores, whisky, postres y otros platillos, Frank bebía ron; le sentaba de maravilla después de tan “monstruosa” comida. Se preguntó si se estaba haciendo adicto al ron (no al alcohol, como esos mugrosos alcohólicos que no tienen a donde llegar); se preguntó si tenía una obsesión por ese sabor agridulce que parecía curar heridas, desinfectar el alma y darle placer al dormir. Luego, como un tajo, apareció la idea del alcoholismo. Le provocaba repulsión pensar en ello. ¿Cómo podría ser alcohólico? No tomaba todos los días, ni lo hacía a cada segundo; únicamente cuando se requería, cuando la inspiración no llegaba. Definitivamente, no tenía problemas con el alcohol; eso era para los “sin hogar”. Él era un escritor, un artista y, por ende, requería ser bohemio; sin embargo, allá en lo más profundo de sus entrañas, enterrado en la conciencia, sabía que era alcohólico y que toda esa mierda que inventaba en su cabeza sólo era para justificar su extraño amor por la bebida.

Frente a él estaba una casa de colores sobrios, en una mezcla entre el blanco aperlado de la fachada y el color chocolate que resaltaba de la puerta principal y de los ventanales; la teja era de un color rojizo que estaba opacado por la nieve. Frank tuvo en su mente las casas como las de su abuela materna, de una sola planta no muy grande ni pequeña, con la puerta de madera antigua, sin jardines en la entrada.

Miró una cochera. La casa abarcaba una buena parte de la esquina de la manzana, por lo que la ubicación estaba en la intersección entre dos calles que rodeaban una de las iglesias más antiguas de la ciudad y cruzaban de forma graciosa los jardines del centro. Frank comenzó con una inspección exploratoria, caminó despacio y, con sigilo, se acercó a la puerta. La casa por sí misma le había llamado la atención. Esa escena le indicó que encontraría un hilo de algo más grande. Observó que la casa estaba distribuida de tal forma que la entrada principal estaba frente al corredor y uno de los ventanales tenía vista hacia la plaza. Mientras expulsaba de sus pulmones humaredas grises, debatía consigo mismo si llamar al pórtico o quedarse quieto. “Doscientos diecisiete”, exclamó entre susurros.

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