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Frank se sacudió de manera repentina, miró al frente y la pantalla de la computadora brillaba con fuerza; lo encegueció en principio y luego descubrió que le estaba mostrando la imagen de un video musical de Outfield. Por más que intentó recordar cómo había terminado en YouTube escuchando Your Love, no lo logró. Miró la botella de ron vacía y entonces imaginó la razón.

Volvió a estremecerse cuando escuchó un par de golpes en la puerta principal. El estudio estaba situado al fondo, pasando por el cuarto de baño de invitados, frente a una de las recámaras que usaba como bodega; había sido destinada para los huéspedes, pero, como nunca tuvo a quién hospedar, decidió usarla como almacén. Abrió los ojos desobedientes y cansados por segunda ocasión, estiró los brazos y sintió una punzada en la espalda baja; había dormido recargado en el escritorio. Arqueó las cejas e hizo un gesto de visible frustración. Sintió un dolor de cabeza; estaba sufriendo los síntomas de una resaca, pero no era cualquiera; en realidad, era una “resaca literaria”.

El “toc, toc, toc” comenzaba a exasperarlo. Sintió escalofrío y por inercia se sirvió un trago de whisky para calmar los nervios. Frank nunca consideró tener problemas con el alcohol o al menos jamás lo hizo consciente. Las largas noches de bohemia solitaria se acompañaban con letras, terror, vino, cerveza, cigarrillos… a veces con dolor o tristeza; la mayoría de las veces con grandes montañas de ideas que caían como una avalancha de lodo y nieve; sin embargo, en horas anteriores únicamente hubo montañas de antipatía.

El pomo de la puerta estaba frío y brillaba opaco a causa del tiempo. Frank abrió despacio y una ventisca helada hizo que se encogiera de hombros. Entre la cantidad de nieve acumulada en su pórtico, el paisaje de los suburbios con niños que hacían muñecos de nieve, jugando con trineos improvisados, y las orillas de las aceras que representaban ríos de leche congelada, el rostro sonriente de Enrique Hoffman, con su aliento agrio perceptible, fue una situación que sorprendió a Frank. Su agente lo visitaba con regularidad por las tardes después de la comida. Gustaba de acompañar a Frank con una copa de vino tinto mientras releían algunos asuntos sobre contratos, ampliaciones, cláusulas, ganancias e inversiones. Las doce del mediodía no es una hora para hablar de negocios; era algo tácito, no establecido en un contrato firmado, pero sí de manera lógica. Frank lo sentía así.

―¡Por Dios, Aaron! ¡Linda cara! ¿Noche de juerga? ―dijo Hoffman soltando una carcajada seca.

―Juerga de uno, Hoffman. Es temprano para hablar sobre trabajo. Planeaba continuar con la fiesta. ―La voz de Frank estaba apagada y ronca.

Hoffman pudo escuchar algo de flema a causa del alcohol. Entró después de que Frank hiciera un gesto con la cabeza, indicándole que podía pasar.

―¡Está helando afuera! ―Su agente depositó el abrigo color caqui y su bufanda negra con rayas amarillas en el perchero cerca de una mesita con un florero vacío―. ¡Vaya nevada! Doy gracias a Dios que haya terminado.

―Anda, ¿quieres una copa?

―Es temprano, Frank, muy temprano… ―Ambos caminaron rumbo a la sala de estar. Hoffman sostuvo una hoja de papel en la mano; en un principio, Frank no reparó en ello―. Quizá té… ―propuso Hoffman, y Frank sonrió.

―Sabes que no bebo cosas que me hagan daño ―dijo Frank y, tras una mirada exploratoria, notó la hoja que ondeaba entre cada ademán que Hoffman hacía al hablar―. ¿Qué es eso?

―¿Esto? El día de ayer me comentaste algo sobre un bloqueo intelectual…

―Lo recuerdo, Hoffman.

―Sí, lo recuerdas, ¿eh?

Hoffman sacó un pañuelo del bolsillo frontal de su camisa, se limpió la nariz y enseguida extendió la otra mano para entregarle el trozo de papel: “Mujer asegura que un hombre invisible quiso raptar a su hijo de seis meses de edad”.

Frank leyó con duda el encabezado del artículo impreso. Parecía haber salido de una página de internet sensacionalista, pero The Daily News no acostumbraba publicar ese tipo de notas, situación que atrapó su atención de inmediato. Frank se tomó su tiempo, comenzó a leer cada palabra, se levantó del sillón y se dirigió a uno de los muebles que yacía en un costado. Abrió una de las puertas, tomó un vaso de vidrio, eligió de entre una larga fila de botellas de licor y se sirvió un poco de brandy sin dejar de leer el artículo. Dio un sorbo ligero, volvió a instalarse en el sofá y leyó por segunda ocasión el contenido del documento.

― No comprendo, Hoffman… ¿Cómo ayudaría esto a reavivar mi inspiración perdida entre la mierda del alcoholismo?

―¡Oh, vamos, Frank! Muchas historias se basan en hechos reales… Podrías investigar un poco más. ¡Tú me entiendes, hermano!

El dedo índice derecho del agente penetraba el entrecejo del escritor.

―La situación es que dudo que esto sea un caso real, Hoffman… De hecho, ninguna de mis historias está basada en hechos reales. Mis investigaciones se limitan a viajar para conocer el ambiente, la cultura, la sensación del clima de ciertos lugares, entre otras circunstancias. Lo demás viene de la imaginación.

Lluvia en San José… ―lo interrumpió Hoffman de forma repentina.

―¿Qué hay con Lluvia en San José?

―Está basada en hechos reales, ¿no? Tu amigo Cucho, ese que conociste en un restaurante de comida mexicana, fue quien te relató esa mierda.

―Se llama Lucho, y esa “mierda” se vendió bastante bien, Hoffman… La historia original es una versión de la realidad. No tenemos la certeza de que haya acontecido.

Frank continuaba examinando el papel, como si quisiera encontrar algún error, pero no lo logró.

―¡Ese es el punto! ¡Vender! ¡Vamos, Frank! Inténtalo.

Hoffman estaba desesperado; era un “maldito cerdo avaricioso”.

―¿Qué ocurre, Hoffman? ¿Las regalías no son suficientes?

Frank lo fulminó con una mirada certera.

―¡Aaron! ¡No me vengas con eso! ¡Mi trabajo es asegurar que tu trabajo se venda! ―dijo Hoffman, mientras Frank terminaba de beber el brandy―. ¡Por Dios! ¡Es la última entrega del contrato! De lo contrario, ¡no se renovará!

Hoffman tenía problemas para respirar cuando hablaba sin detenerse; se sonrojaba al punto del color de una manzana y se agitaba, justo como estaba pasando en ese momento.

Frank se inclinó para dejar el vaso en la mesita del centro y colocó en un lado el artículo impreso. Hubo silencio prolongado y Hoffman arqueó las cejas, se levantó con dificultad y caminó hacia la salida tomando su abrigo y bufanda.

―¡Muy bien! ¡No me culpes cuando estés en la ruina!

Abrió la puerta y salió sin despedirse.

―Hoffman, mañana vendrás por una copa de vino tinto, maldito gordo avaricioso. ―susurró Frank sonriendo al escuchar la puerta cerrarse―. Cerdo, cerdo avaricioso.

Volvió a leer el encabezado: “Mujer asegura que un hombre invisible quiso raptar a su hijo de seis meses de edad”; suspiró profundamente, se recargó en el sillón, cerró los ojos y, en menos de un santiamén, terminó perdido entre sueños y pesadillas.

La médium

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