Читать книгу La médium - F. J. Cepeda - Страница 18

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―Pude morir de rabia.

Con una mordida hubiera bastado, una mordida en la pierna, una herida ominosa que chorrease de sangre color satín. Pero Dios era bueno y no permitió que ocurriera. Respiró con alivio al darse cuenta de que la bestia se había ido; se fue tan rápido como había aparecido. Cerró los ojos por un momento y, al abrirlos, ya no estaba. Sí, Dios había sido bueno y se llevó al monstruo, lo desapareció. La mochila rota era testigo del ataque de la bestia: los orificios eran prueba fehaciente de que un par de colmillos filosos estuvieron a punto de destrozarla. Pero ya estaba en casa, con los ojos hinchados y aun con el corazón a mil por hora. Un vaso con agua y un trozo de pan blanco era suficiente para el susto, según su madre. Su padre, el señor Rodríguez, dijo que era imposible que hubiera lobos en la zona. Pudo haber sido un perro grande, pero ¿un lobo? Era poco probable. Tampoco era un coyote: los coyotes no son así, no actúan así, no son grandes. Se llevó la mano a mentón, rumiando ideas entre rayos de sol que se colaban por la ventana. El miedo de Claudia desapareció. Lo veía tan sabio, tan fuerte. Freud estaría orgulloso de su teoría, pero, al final de cuentas, ¿no se trata de vivir la vida? Él era su padre, lo amaba, lo respetaba y sabía que nunca estaría desprotegida. Sonrió y la angustia se fue. Ojalá la hubiese protegido de lo que se avecinaba.

La tarde terminó entre risas. Su padre bebió tres cervezas al atardecer. Siempre bebía una y a veces dos, pero tres era un récord. Realmente hacía calor. La noche llegó con las telenovelas y los programas humorísticos propios de la cultura mexicana. Los tres se desternillaban de risa y las carcajadas eran tan sonoras que a tres casas se lograban escuchar. Cuánto ingenio contenido en la caja de metal: hombres haciéndose pasar por niños, maquilando comedia de la pobreza.

“Ser pobre está bien, pero no siempre está bien ―concluyó Claudia―. No siempre está bien. Es horrible no poder comprar comida. ¿Por qué se ríe la gente de la desgracia ajena?”

Apartó esa idea de la cabeza y volvió mirar la televisión.

Ser pobre no estaba bien del todo. Ella lo sabía, sobre todo cuando las sequías azotaban la zona por meses. No había dinero. Y sin dinero no había comida. Y sin comida no se podía vivir. Miró a su padre y a su madre, los miró con muchísimo amor y agradeció en ese instante a Dios o a la vida o a quien fuera responsable de su existencia, por tenerlos con ella. Vivos. A veces con abundancia en casa y otras veces con el cinturón apretado. Volvió a ignorar esos pensamientos y la táctica funcionó, aunque la ola de pensamientos la hicieron encallar en el recuerdo de aquel feroz perro lobo. Ahora lo recordaba más grande ¿Podría ser que no lo había visto bien? Sí, era enorme, más que enorme, temible. La ventana parecía un ojo amenazante. Ya había anochecido y la negrura no dejaba visualizar nada allí afuera. La bestia podría estar afuera. A veces veía entre ojos, intentaba distinguir siluetas, pero solo eran árboles; eran árboles, sin duda, y esa otra sombra tenue podría ser un hombre. Era una sombra alta que la estaba mirando. Sacudió la cabeza para tirar las telarañas del miedo. ¿Cómo podría haber alguien ahí cerca de la ventana mirándola? Pero podría…

Se levantó despacio; miró a sus padres atrapados entre risas y frases graciosas. Roberto Gómez Bolaños daba su mejor interpretación cómica. Pero eso a ella no le interesaba en el momento. Se detuvo frente al ventanal. El panorama le permitía ver hasta el río y, más allá, unos matorrales. A veces lograba ver los caballos del señor Jacinto que pastaban con tranquilidad. Pero a esa hora de la noche no había nada de eso, solo negrura, el resplandor de la luna en el agua tranquila y la sombra. ¿Cómo podía distinguir una sombra entre la oscuridad infinita? Aguzó la vista, pero no había nada. Y no hubo nada hasta días después.

Claudia, en ocasiones, parecía estar ausente, tenía grandes ojeras que evidenciaban una mala noche. Sus padres creyeron que los diecisiete años estaban causándole problemas comunes que los chicos sufrían a esa edad. Comía con poco interés y veía fijamente en dirección a su cuarto que se localizaba frente a ella. Claudia preguntó sin energía si algo malo estaba pasando con ella, pero cuando mencionó al tío Juan, su madre realmente comenzó a preocuparse.

—¡No quiero terminar como el tío Juan!

—¡Me estás asustando hija!

“Me estás asustando”: esa frase golpea la sensatez de cualquiera. “Me estás asustando” era como un reclamo, como si su madre dijese: “Por tu culpa me estoy sintiendo mal. Por favor, trata de estar bien; no te enfermes ni tengas problemas de adolescente. Hija, por favor, no me asustes”.

El tío Juan Rodríguez había sido diagnosticado con esquizofrenia paranoide. Tenía episodios de alucinaciones visuales, auditivas y, en ocasiones, sensoriales. Cuando Claudia visitaba a su tío, quien vivía en la ciudad del Norte, no soportaba ver el estado en el que se encontraba. A veces llegaban y el tío Juan estaba escondido bajo la cama, asegurando que varios hombres uniformados al estilo del ejército entrarían en cualquier momento para llevárselo. En otras ocasiones, gritaba con terror y argumentaba que un dragón no lo dejaba dormir por las noches. Claudia sentía escalofríos cuando veía los ojos desorbitados de su querido tío, sudando y hablando cosas sin el más mínimo sentido; entonces le nacía un miedo horrible, temía terminar así, temía perder la cabeza y encontrarla en el país de las maravillas, en medio de la reina roja, de naipes bailarines y de un gato parlante.

El tío Juan había decidido dejar de sufrir. En un ataque de ansiedad, repleto de alucinaciones y voces que le indicaban lo que tenía qué hacer si deseaba que se callaran, se arrojó de un puente peatonal; el camión con el número 66 recibió el cuerpo de Juan Rodríguez.

Claudia había reflexionado profundamente y el miedo, lejos de aminorarse, se extendió como una nube gris en su conciencia.

La médium

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