Читать книгу La médium - F. J. Cepeda - Страница 15
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ОглавлениеLas sandalias se atenazaban a la tierra, y los riachuelos que se habían formado un día antes por la lluvia tempestuosa, desaparecían momentáneamente cuando los pasos apresurados de Claudia Rodríguez dejaban una huella entre los charcos. El viento acariciaba sus mejillas sonrojadas. El esfuerzo por apresurar la caminata había hecho que la sangre circulara hasta su cabeza. Los rayos del sol se estrellaban contra una sonrisa blanca y resplandeciente. Las vacaciones habían llegado y la preparatoria era cosa del pasado, al menos por un par de meses. Claudia Rodríguez ya quería llegar a casa, poner la mesa y probar el estofado de su madre; a veces había otras suculentas comidas hechas, como pollo en mole rojo o patatas y queso. Ya olía el verano, ya olía las lluvias de temporada, ya olía las vacaciones y el trabajo de campo. La tierra mojada, los surcos de la siembra y las matas enormes de maíz y frijol esperando ser cosechadas. Las siembras de noviembre estaban por finiquitar su ciclo de vida y el padre de la chiquilla de diecisiete años esperaba con ansia el mes de junio. Los amigos de Claudia ayudaban a su padre: a cada uno le otorgaba un kilo de frijol o maíz e incluía unos cuantos pesos y una sincera palmada en la espalda de cada uno. A veces iban tres y otras veces hasta cinco chicos; todos cursaban el mismo grado que Claudia. Al terminar las labores de cosecha, la señora Marcela repartía limonada, fresca y gris verdosa, en tarros de cerámica.
Eran buenos días y Claudia ya deseaba estar ahí, deseaba contemplar los atardeceres con sus amigos mientras hacían planes para pasear. A veces al salir de la escuela se quedaban en la placita del centro, comiendo nieve o a veces bebiendo un vasito de aguamiel hervida. Era lo más cerca que podía estar del pulque y eso le hacía reír. Algunas semanas atrás decidieron ir a nadar al río; la sensación de las piedras entre los dedos era satisfactoria y la corriente del agua tibia, placentera. Las tortugas de agua dulce paseaban lentas entre los arbustos y los pececillos lanzaban bocanadas cada vez que Claudia los espantaba con alguna piedra. Todos regresaban a casa cansados pero contentos, porque así es la juventud. Es finita, pero al mismo tiempo interminable. Tanto por vivir, tanto por hacer… Cerraba los ojos cada vez que recordaba esos momentos. ¡Cómo deseaba que nunca terminara la adolescencia! ¡Cómo deseaba congelar el tiempo y pertenecer a la eternidad! Cada paso era un recuerdo y cada recuerdo era un tesoro que albergaría en su corazón. Como esa tarde en el colegio, cuando Rosita, la niña del otro quinto grado, había llevado un curioso chisme. Eran tres palitos segmentados, unidos por algún tipo de cinta adhesiva. Rosita aseguraba que podía hablar con los espíritus del más allá, pero las risas, burlas e incredulidad de todos los presentes, hicieron que Rosita guardara su versión personal de la Ouija. Claudia ya había visto aquello: los palitos de los extremos se movían solos en apariencia, pero siempre supo que quien los sujetaba era el responsable de deslizarlos con suavidad dependiendo de la pregunta. Uno preguntaba y los espíritus chocarreros contestaban por medio del artefacto.
―¿Eres mi abuelita?
Hacia adentro era un rotundo no y hacia afuera un esperado sí.
El bullicio de los chiquillos despertaba cuando el supuesto espíritu había dicho que sí. Claudia había sentido pena por Rosita y la animó para que jugara con ella. Se sentía realmente estúpida, era un juego propio de niños de primaria y tal vez secundaria, pero ahí estaba ella, jugando a los espíritus con una Rosita feliz e incrédula por aquel “sí” del fantasma.
―¡Bah! ¡Mientes! ¡Los estás moviendo tú! ―dijo uno de los compañeros que con regularidad ayudaba a la labor del campo con el padre de Claudia.
―¡De verdad que no! ―chilló Rosita y abrió los ojos con indignación, aunque en el fondo ella sabía que era cierto.
—Bueno… esta es difícil…
Claudia se preparó para hacer una pregunta.
Dentro del salón de clases, esperaban escuchar la campana que indicaba el fin del ciclo escolar. Todos en círculo, riendo y gritando, respirando las hormonas que todos despedían, la adolescencia estaba dejando su huella. Las amistades se forjan, los primeros amores lastiman y las experiencias se quedan grabadas a esa edad y en los lugares clave de las vivencias. Así se sentía Claudia, feliz, tremendamente feliz porque, aunque sabía que en un año ya no estaría con ninguno de ellos, tenía la certeza de que ese momento, por absurdo que pareciera, por estúpido que fuera creer que todos podían hablar con fantasmas, era único e irrepetible y que lo recordaría por el resto de su vida. Todos juntos, todos riendo, todos siendo… todos.
—¿Eres el diablo? ―preguntó finalmente Claudia.
Un estruendoso “¡uuuuuh!” se escuchó al unísono y Rosita se ruborizó. Vaya pregunta. Por un momento, todos fueron niños de nuevo, entre vítores y risas. Claudia perdía el aliento y lo perdió aún más cuando la respuesta la desternilló de risa por segunda ocasión: los palitos dijeron que sí.