Читать книгу La médium - F. J. Cepeda - Страница 17
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ОглавлениеEl grupo de muchachos se desintegró; Rosita se fue directo a casa y los amigos de Claudia se despidieron con efusividad. Esa tarde no habría paseos o caminatas por el arroyo. No habría lobinas, ni grandes vacas pastando. Todos decidieron que era hora de ir a casa. Claudia sintió una opresión en el pecho. Hubiese deseado continuar con todo aquello, pero algo en su interior le dijo que era hora de irse.
Continuaba marchando a casa, la tierra caliente amenazaba con traspasar las sandalias negras que había elegido esa mañana. De haber sabido que estarían a casi treinta y cinco grados, habría llevado algo más fresco.
―Lo hecho, hecho está —se dijo mientras contemplaba algunos bellos abedules y huizaches por la orilla del río.
Cuando veía uno de esos huizaches, sentía que el calor aumentaba. Las ramas toscas siempre le dieron la impresión de proporcionar una sombra limitada, como si el árbol fuera un Scrooge de la naturaleza, tacaño con la dulce sombra. Pero no era así; los huizaches eran buenos y frescos, según su madre; siempre dudó de ello. El aire ya no refrescaba tanto como una hora antes. Ahora se sentía una tibieza que abochornaba al cuerpo.
―Odio traer el culo sudado —dijo en voz baja y sonrió; sin duda su padre la hubiera reprendido al momento.
El sonido de sus propios pasos la estaba hipnotizando. Poco a poco llegaba a un pequeño puente que tenía que cruzar para llegar a su casa. Ya divisaba aquel sauce gigante, de tronco grueso y de ramas colgantes. Le tenía recelo. Cuando era niña, había tenido la idea de que las ramas del árbol entrarían por la ventana de su habitación y la sacarían por la fuerza hasta dejarla colgada en la punta más alta del sauce. Se estremeció y apresuró el paso.
Al poco tiempo descubrió, para su mala suerte, que ya no hacía viento, ni fresco ni tibio.
―Maldita sea.
Unos pasos más adelante, notó que no solo el viento se había ido: la corriente del rio Tunal estaba muda. No había viento, ni el sonido del agua chocando contra las rocas o la orilla. Tampoco había voces. Todo estaba en silencio y tuvo la espantosa idea de que estaba perdiendo el oído. De inmediato chasqueó los dedos cerca del pabellón auricular. Sintió alivio. Ahí estaba el “¡chas!”.
―Pero ¿y el viento? ¿Dónde está el sonido del viento al chocar con las ramas? ¿Y el agua? ¡Qué demonios! ¡Tengo hambre!
La calle estaba en silencio. Las casitas, una tan alejada de la otra, calladas. No había gente por ahí. Solo sus pasos, su respiración y su estómago que gruñía, ¡vaya que gruñía! Pero gruñía en serio. Se detuvo por un segundo. Si los gruñidos era lo único que escuchaba, podría jurar que su estómago estaba justo tras ella. Miró por el hombro y lo que gruñía no era su estómago. “Una bestia negra”, fue lo primero que pensó; una bestia de pelaje negro y espeso… demasiado grande para ser un perro y muy pequeña para ser un lobo. Gruñía y mostraba los dientes. Los colmillos, afilados a primera vista, se veían enormes. Cerca de sus manos pudo sentir su aliento, cálido como el mismo viento de hace rato. Los ojos amarillos, casi dorados, resplandecían con la luz del sol. Las garras del animal se tensaban en la tierra y Claudia quedó petrificada.
“Es un perro, un enorme perro”, tuvo tiempo de pensar, pero un ladrido la despertó del aturdimiento y otro más la hizo estremecer. Podría tener rabia, podría morderla y contagiarla de rabia, ya lo había visto en un documental de la escuela. Una palabra con “h”, “hidrofobia” era, y otra que comenzaba con “f”, pero no recordaba, y de igual forma terminaba en “fobia”. Los sujetos enfermos que habían filmado tenían los ojos en blanco y despedían espuma por la boca con espasmos musculares involuntarios. ¡Qué horror! Quiso correr, pero la bestia gruñó. El animal tenía la espalda curva con el pelo erizado y los ojos bien abiertos. Despedía un olor a alcantarilla, húmedo y mohoso. No tenía duda de que era callejero. Tal vez abandonado de cachorro y ahora busca con quien desquitar su furia. Era un pensamiento positivo; sin embargo, desapareció cuando el “perro lobo” tiró una mordida. Aprisionó con sus mandíbulas la mochila de Claudia. Ella gimoteó. Sus piernas se hicieron flácidas; su cara, sumida en pucheros, y sus ojos, a punto de explotar en llanto. Miró de reojo el puente. Si tan solo corriera hasta ahí, podía entrar al río y tener tiempo de escapar. ¿Escapar? ¿Desde cuándo tenía que escapar de una fiera durante el camino a casa? No soportó más, soltó un grito agudo y comenzó a llorar. Con un último respiro, sujetó con fuerza la mochila y la arrancó de las fauces del perro lobo.