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Los miedos nocturnos de Claudia comenzaron a intensificarse. Había perdido el apetito y las historias que contaba parecían unas asquerosas mentiras, como las llamaba Roberto, su padre. El término de “asquerosas mentiras” lo exclamaba con algún tono de broma fallido. Claudia no sonreía y su rostro evidenciaba que algo pasaba, algo malo.

Las cosas cambiaron en el hogar de los Rodríguez. Claudia recibió una reprimenda cuando encontraron un puñado de mierda en medio del comedor, como un mensaje grotesco y burlón: “Siéntense a la mesa; es hora de comer”. Marcela había vomitado en el baño y su hija negó rotundamente haberlo hecho. El terrible hedor tardó unos días en desaparecer. Obligaron a Claudia a limpiar el desorden sin prestar atención a los reclamos y sollozos de su hija.

En ocasiones, Claudia pedía con llanto y nerviosismo que le permitieran dormir con ellos durante una o dos noches; aceptaban una o dos noches, pero a la tercera la enviaban a su recámara de nuevo.

Después de visitar al médico del poblado, quien la canalizó al hospital psiquiátrico de la ciudad, la casa de los Rodríguez se llenó de cajitas de antipsicóticos y algunos antidepresivos. Las medicinas o pastillas mágicas tenían un sabor específico: sabían a amarga desesperanza. El antipsicótico no funcionaba con regularidad, Claudia no dormía noches enteras y los antidepresivos parecían adormecerla por momentos, sin mayores resultados. En ocasiones, buscaba bajo la cama, aseguraba escuchar arañazos y golpes secos durante la madrugada. Perdía peso sin razón aparente y la casa siempre tenía un color lúgubre. En el ambiente, un hedor mezclado entre estiércol y aromatizante inundaba la casa, lo cual no tenía lógica.

“Había algo extraño bajo la cama.”

La combinación entre el ansiolítico y el antidepresivo ayudaron a que la almohada abrazara sus sueños, al menos momentáneamente. Claudia había pensado en lo que haría después de que pasara todo aquello. Deseaba terminar la preparatoria, entrar a la universidad, ser abogada y casarse a los veintitrés años, tener un hijo a los veinticinco y una casa propia a los veintiséis, una cronología específica. Aquellos pensamientos le provocaban una sensación de tranquilidad. “Sería genial conseguir una beca del gobierno, y quizá un empleo de medio tiempo.” Había grandes ideas e ideales. Cada una enganchada a una luz que parecía extinguirse en pequeños momentos…

Claudia abrió los ojos, respiró agitadamente y cubrió su rostro con la cobija rosa que olía a suavizante. La seguridad que le brindaba lo conocido, como el suavizante que mamá siempre usaba, representaba una boya en medio del océano a la cual se puede uno aferrar. Quizá pensó eso: “Me puedo aferrar a esto, a la cobija, porque me recuerda que mamá está aquí y que papá estará listo cuando algo malo ocurra”.

Para ser una noche de verano, la temperatura bajó drásticamente. El vaho salió de su boca de manera continua aún bajo las sábanas. Había algo ahí fuera de las cobijas. Uno tiene ese sexto sentido que advierte la presencia de algo más, pero tenía demasiado miedo para salir de su escondite y mirar los rincones. “¡Toc!… ¡Clac!”, escuchó bajo la cama. “¡Toc!… ¡Clac!”; el sonido parecía estar llamándola, con la intención de volverla loca, de quebrantar su tranquilidad mutilada. “¡Toc!… ¡Clac!… ¡Toc!” No tenía dudas: bajo la cama había algo que estaba haciendo esos ruidos extraños. De ninguna manera iría allá abajo para encontrarse con algo monstruoso. Sin embargo, era adolescente; era absurdo asustarse por algo tan común, tan infantil como un ruido bajo la cama; eso es propio de los chiquillos que necesitan sus osos afelpados y una luz nocturna para evitar la entrada del Coco. Pero el Coco era una historia ficticia. Lo que estaba viviendo era real, su mente se lo decía. Mantenía una batalla consigo misma, debatiendo sobre la posibilidad de salir de la cama y mirar debajo; un debate acalorado, como cuando se tienen ganas de ir al baño, pero no se sale de la cama porque luego el sueño se escapa corriendo sin parar. Una parte de su cerebro le indicaba que no había problema, que todo era parte de la imaginación. “Recuerda al tío Juan: escuchaba cosas que no eran reales. Recuérdalo. En cuanto asomes la cabeza, no habrá nada; no hay nada… nada”. Entonces tomó todo el valor que quedaba en alguna parte de su cuerpo y sacó la cabeza de su escondite provisional. Miró los alrededores. Todo estaba inundado por las sombras de la noche. La luz de la luna se colaba por una ventana cerca del guardarropa; iluminaba algunas partes de su habitación. Distinguió la silla que usaba para sentarse frente al tocador; el espejo estaba ahí, sin reflejos vivos. Tragó saliva y de nuevo el vaho salió de su boca. No encontró nada visible, ni monstruos ni extraños escondidos en la oscuridad, pero esa sensación continuaba ahí. “¡Toc!” Claudia se estremeció; pudo sentir cómo el color de la piel la abandonaba y los vellos de la nuca se crisparon casi de inmediato. El sonido, en esa ocasión, se escuchó tan fuerte que sospechó que sus padres irían a su habitación, pero pasaron algunos segundos y nadie apareció en la puerta. Ese “toc” pasó a ser un estruendoso “¡tum!”, haciendo estremecer el piso. Claudia, sobresaltada, brincó de la cama por reflejo. Sintió el suelo helado en sus pies descalzos; en tiempos de calor no acostumbraba usar calcetas.

Se abrazó. Temblaba de frío. “Me agacho, miro bajo la cama y listo; será rápido.” Se puso en cuclillas, dejó caer su cabello mientras su cabeza se inclinaba para descubrir lo que había allí debajo. El silencio la mantenía ansiosa. No había ruido, no había chicharras cantando como cada noche, no había perros ladrando, no había grillos tocando sus violines orgánicos; había silencio abrumador, pesado y agrio, silencio negro. Los dientes castañeaban; no sabía si era a causa de los medicamentos o por el exceso de frío. De un solo golpe, miró bajo la cama. Por un momento sintió que el corazón saldría por la boca a trompicones.

—No hay nada —murmuró con algo de alivio.

Sin embargo, el frío continuaba en aumento. Un rechinido proveniente del closet llamó su atención. Cuando quiso encender la luz, no había electricidad. El miedo comenzó a paralizarla. No podía moverse; el miedo la hizo prisionera. Tuvo la intención de llamar a sus padres, pero, en ese momento, dio media vuelta y, en el rincón en donde todos los ángulos se colisionan, algo provocó que sus ojos se desorbitaran y que un grito, que no salió al principio, saliera disparado a todo pulmón en un segundo intento…

La médium

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