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Tras los matorrales a la orilla del río, los pasos serenos de una mujer con piel acanelada y ojos color azabache se acercaban a un destino incierto. Aunque el destino es en realidad un invento, un justificante para delegar responsabilidades. “Es tu destino”: eso es mentira. La gente tiende a estresarse porque su destino le dicta lo que debe ser o hacer en su vida. El destino actúa entonces como una gran roca atada al cuello, que nos hunde hasta lo más profundo del océano de la perdición.

—¿Jonathan? ¡Jonathan! ¿Dónde estás?... Estás muy atrás; apresúrate.

Assumpta caminó directo a la casa blanca con puerta de madera antigua. Notó en un costado un pequeño granero vacío con cebada esparcida en el piso. Casi como un reflejo se volvió para admirar un magnífico árbol, ese majestuoso cedro, erguido, imponente y cruel; cruel por su silencio, un silencio que Assumpta logró interpretar.

Se detuvo para ver por segunda vez la construcción. Suspiró como si se sintiera en un lugar conocido. Una brisa abrazó su cuerpo y movió su largo vestido negro de una sola pieza con un cinturón delgado que la atravesaba; era un vestido que tenía la apariencia de haber salido de una película de los años cincuenta. Con el cabello recogido, movió su cabeza para buscar a Jonathan, quien apresuraba el paso, esquivando algunas rocas y estremeciéndose por el maullar de un gato y el ulular del viento.

—Anda, Jonathan. Nos esperan.

Assumpta se disponía a tocar la puerta; sin embargo, se detuvo en el último minuto. Se mantuvo atenta, como si estuviera escuchando algo. Jonathan pudo ver que aguzaba el oído en repetidas ocasiones. Miró el cielo, tiritó y estuvo en silencio por un largo tiempo. Ella hizo un gesto de extrañeza, miró a Jonathan y le indicó que era el momento. Llamó a la puerta cuatro veces. El sonido que despedía la madera era seco y apagado. Assumpta volvió a inspeccionar el árbol desde esa distancia. Lo vio con perspicacia.

Marcela abrió la puerta. Assumpta se encontró con un rostro demacrado: sus ojos estaban hinchados, rojos y despedían horror y angustia. Le sonrió con calidez, le brindó un abrazo y se presentó:

—Soy Assumpta Saberia. Soy la médium.

La médium

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