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NOCHE DE JUERGA 1

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Tras la lámpara del escritorio negro había un libro de pasta gruesa, un bolígrafo de punta fina, algunos papeles en blanco y otros más con garabatos que revelaban la frustración del autor; el cúmulo de objetos yacía, literalmente, muerto a la orilla del mueble. Cerca de la cama había una ventana con la cortina corrida hacia la derecha; si uno ponía atención, desde esa distancia se podían distinguir algunos copos de nieve cayendo de forma traviesa en el asfalto y en los jardines de las lujosas casas del vecindario; la nieve bajaba del cielo con serenidad, como si nada importase. Frank Aaron tuvo una idea.

Abrió el cajón de la izquierda.

—Cuatro de la mañana —dijo por lo bajo, como si no quisiera despertar a nadie.

Lo curioso era que nadie más vivía ahí. Entre bagatelas, papeles y envolturas de chocolate amargo, buscó la última caja de cigarrillos que había guardado; fumar era importante para llamar a la inspiración. Olía el papel de arroz con fruición, como esos sujetos de los comerciales de tabaco que calzaban botas y montaban a caballo. Sabía que fumar era dañino; había comprado un cigarro electrónico, pero lo desechó cuando leyó un artículo en el que se hacía referencia a las consecuencias poco favorables de su uso; incluso, según el reportaje, podría resultar perjudicial en un nivel mucho mayor que la misma nicotina.

Miró el cilindro de hojas secas con inquietud.

“Pequeño bastardo, pequeño asesino… No me matarás hoy, ¿o sí?”

Ciertamente, Bartolomé de las Casas tenía razón al decir que el humo del cigarrillo adormece y embriaga al cuerpo. Frank requería embriagarse, pero no sólo a causa de los efectos placenteros del cigarrillo; al parecer el alquitrán, el amoniaco, el cadmio y el monóxido de carbono no eran suficientes para proporcionar esa sensación momentánea de paz interior.

Decidió dirigirse hacia la esquina de la habitación. Caminó con pasos tranquilos. Era un buen momento para tomar un vaso y verter en él algo de alcohol, coñac, brandy, whisky, lo primero que tomara su mano. Una botella de ron se posó frente a él. Frank sabía cómo tratar a las de su clase; a veces con desprecio, emborrachándose hasta el amanecer y, en otras ocasiones, como ese día, con ternura, con pequeños sorbos pausados mientras disfrutaba el sabor agridulce del vino tinto o de algún otro licor.

Regresó a su lugar de trabajo pensando en los barriles de roble donde se produjo la sustanciosa fermentación. Con el vaso en mano y el cigarrillo entre los dedos, Frank tuvo la terrible certeza de que la inspiración no había llegado. A pesar de lo elegante que resultaba su bebida y lo bohemio que aparentaba ser ese cigarrillo, símbolo de paz en civilizaciones diversas, la creatividad no hizo su aparición.

En el escritorio también estaba una computadora portátil y una máquina de escribir. Frank Aaron acostumbraba tumbarse en la silla reclinable para dejar escapar lo que su mente dictaba en forma de frases congruentes, que contaban la historia de héroes y sus proezas, de monstruos, de casas encantadas, leyendas, mitos o asesinos en serie…

Narraba entre palabras dulces y certeras; otras veces, eran ácidas y terroríficas. Escribía, era escritor, escribía en la computadora, en máquina de escribir y con lápiz o pluma, lo hacía cuando las ideas salían a borbotones y no lo dejaban tranquilo. Brincaba las escenas en su conciencia, repetía el proceso en cada herramienta que tenía a la mano y, cuando terminaba un manuscrito, lo volvía a escribir. No lo reimprimía, tampoco fotocopiaba las obras: lo reescribía un millar de veces; quizá era un tic, una maldición o una costumbre… Lo hacía después de terminada cada novela y la mayoría de las veces las mecanografiaba.

Escribía historias en la oscuridad de su pequeño e improvisado estudio, las cuales terminaban en librerías con portadas alusivas a su contenido, empastadas, envueltas en papel celofán con una etiqueta en una de las esquinas donde un precio hacía valer su trabajo.

—Se es escritor con o sin precio —comentó alguna vez a quien era su agente.

Frank obtenía como respuesta una risa abundante sin pudor que terminaba con una frase entre carcajadas.

—Eres terrible, Frank, terrible. Por eso te amo, porque siempre tienes ideas, buenas ideas… ¡y me haces millonario!

Enrique Hoffman dejaba escapar un aliento agrio en una mezcla de café, ajenjo y pan de cebolla; sus mejillas abultadas combinaban en perfecta sintonía con su prominente barriga.

Frank miró la primera frase escrita en el procesador de textos, pero nada ocurría. Repasaba frases y letras; sin embargo, su mente estaba en blanco: un bloqueo había arribado en aquel diciembre. Fumó, echó el humo por nariz y boca, dio un gran sorbo al ron, estaba perdiendo la paciencia; dio otro sorbo más para asegurarse de que no había inspiración, de que ninguna puta idea llegaba a la puerta de la maldita creatividad y, en un solo movimiento, asesinó el cigarrillo; depositó la colilla en el pequeño cenicero para continuar con su problema. La creatividad estaba cerrada, quizá por vacaciones. Los bloqueos no aparecían con frecuencia. El último llegó en pleno otoño ―cuando el Halloween se respira, con un aroma dulce y provocador― haciendo ruido, con botas sucias y espuelas escandalosas, tocó la puerta principal y Frank casi podía escucharlo decir: “¡Hola cariño!, ¡Ya vine!”. Quizá estaba perdiendo el toque; tal vez había escrito suficiente. “Tengo treinta y dos años; no puede ser suficiente”, pensó sin dejar de fumar y beber. Con seis novelas entre las más vendidas a nivel mundial, intentando repetir la hazaña anterior, pero nada estaba ocurriendo a las cuatro de la mañana de ese día. El ron se había esfumado y se terminó su tercer tabaco. Se levantó con pereza. El chisporroteo en el vaso de cristal volvió a encender la necesidad de divagar, de buscar la chispa escondida. El vaso brillaba en la oscuridad. Un hilillo de ron corrió por uno de sus dedos. No había notado que el vaso se desbordaba cuando maldijo en voz baja, musitó otra maldición y bebió la mitad de un trago.

Tras un sinfín de intentos en vano, decidió detenerse. Era preferible parar antes de empezar a escribir incoherencias, aunque, en ocasiones, algunas incoherencias tenían sentido y se vendían muy bien.

Suspiró tan hondo que sintió dolor en la garganta, entrelazó sus manos por detrás de la nuca y veía el techo. Apretó los párpados, pero aún no había sueño, a pesar de sentirse agotado. El insomnio (incesante) estaba acompañándolo durante esa noche. Necesitaba ideas, pero las ideas se encontraban por ahí rondando, perdidas entre los mares de la posibilidad, nadando entre súplicas para ser encontradas; quizá las súplicas no las escuchó Frank, y las ideas se ahogaron irremediablemente. Miró por la ventana y la nevada se había vuelto más intensa; las ventiscas estampaban los copos de forma tosca en el cristal. Se detuvo a mirar algunas sombras interesantes producidas por el fuego de la chimenea pequeña, a la antigua, con un marco de ladrillos rojos que le recordaba a las antiguas casas en el norte de México.

La médium

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