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1.2. LEY, LEGALIDAD Y JUSTICIA

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Continuando con el planteamiento anterior, la idea de Ley como lex, no obedece a la voluntad de aquel que ostenta el poder político, sino que se inscribe en la realidad objetiva. “Es una regla preceptiva que encuentra en la naturaleza su fuente y su legitimidad; debe ser extraída de la naturaleza y convertida en precepto formal”17. Formal en tanto su naturaleza discursiva y reguladora de las relaciones humanas, que no formalizadora en tanto deslindada de su ulterior fundamento, dado que la lex conserva esta íntima ligazón con el ius divininum inmutable sobre el cual se refleja la flexibilidad –en tanto accidental e histórica– del ius humanum como dicotomía fundamental del Derecho18, lo que se concreta en la tradición consuetudinaria como manifestación del êthos de la comunidad política.

Lo importante, señala Grossi, es la identificación del Derecho “con una realidad que se encuentra más allá del poder político, una realidad que la lex tiene la tarea de manifestar”19 y que aquel derecho de la costumbre materializa recogiendo la tradición moral de ese orden jurídico. Por eso, la idea de derecho medieval es cualitativa y necesariamente distinta a la idea proto-moderna, pues ésta no se identifica ya con el sujeto, sino que más bien opera como una voluntad ordenadora en potencia, eficiente y racionalista y no movida ya por amor en un sentido aristotélico20. La juridicidad moderna viene pues condicionada por la voluntad, fluye únicamente por mor de sus propios designios desiderativos; es decir, indeterminada respecto del bien y el mal y de forma ajena a todo condicionamiento extrínseco. La voluntad se mueve por sí sola, y como tal, es capaz de determinar vía imputación el orden jurídico, social y político, lo que apunta la inauguración del artificialismo político mediante las teorías del contrato. El contrato no es el fondo más que una expresión del voluntarismo político que se pone de acuerdo en generar una entidad política nueva. Esto ocurre, tal y como sostiene Muñoz de Baena, en la medida en que la relación jurídica, en su deriva subjetivista “ha perdido ya la referencia a un orden objetivo, independiente de la voluntad de los sujetos, como el que caracterizaba al mundo aristotélico y romano: la modernidad, incluso en quienes desconfían de ella, es el ámbito de la voluntad subjetiva. El orden social y jurídico ha de ser construido, y ha de serlo a partir de una voluntad imputada. No puede no serlo: lo jurídico, en la modernidad, es esencialmente voluntad”21. Esto también sugiere que, en la estructura de pensamiento moderna, los objetos solo se mueven por la mera causalidad de los modos de pensar el mismo objeto; una operación primero escotista, después ockhamista, aunque con éste se radicalicen las tesis del primero disolviendo también los modos de pensar el objeto. Algo que también ocurre con el Derecho y subsiguientemente con la lex que deviene, como decíamos, en legislación como una abstracción formal de aquel, lo que afecta, más que gravemente, al sentido de la justicia. Sobre esto, apunta Juan Antonio Gómez que: “Las concepciones formalistas de la justicia se sustentan sobre éticas deontológicas, y como tales, se caracterizan por la reducción exclusiva de lo justo a lo meramente formal, y a su causa formal, es decir, a la norma jurídica, a la ley, la cual se expresa ejemplarmente en un determinado modelo de justicia, de ahí su univocismo”22.

Como contrapartida, las concepciones exclusivamente fundadas en la causa o fuente material del Derecho, se sustentan en el relativismo propiamente equivocista de la postmodernidad y su antiformalismo nominalista; lo que no es incompatible con haber sido previamente formalizadas vía escotismo. En este contexto, el concepto de justicia también responde ulteriormente a un fenómeno teológico-eficientista de imputación, que es univocista en última instancia; de ahí que el sentido absolutizador de la juridicidad moderna no quede evacuado aun con la transición de una idea de justicia formal a otra material, pues la reducción exclusiva a las causas materiales del Derecho acaba por hacer del equivocismo una categoría igualmente inexpugnable contra la que no cabe recurso alguno. En el fondo, las dos vías son absolutas, una por refugiarse en la univocidad monolítica e inamovible del poder, que solo se atiene a una concepción objetiva, pese artificialista –la operación escotista ya está hecha– del Derecho. La otra, por reacción o rechazo a esa tendencia formalizadora, diluida en la multiplicidad inagotable de lo material y por tanto sin fijación alguna a un referente; lo que en el fondo, es también una categoría absoluta radicada en la negación de toda categoría. Lo que subyace pues en ambos casos es la voluntad como nudo poder respecto de la ley y de la subsiguiente aplicación del Derecho, bien sustentado unívocamente en el ius-naturalismo o equívocamente en el ius-positivismo. Por eso la Ley abandonará, en este proceso, la idea de lo justo ateniéndose únicamente a la igualdad como vara medidora del mundo postmoderno, luego de que la modernidad emancipase previamente este concepto de la Ley respecto de la idea de justicia mediante la supresión de su ulterior correlato onto-lógico, aquel que responde analógicamente a la idea de proporcionalidad entre los individuos y el orden político (polis) respecto de su causa final. Porque la Ley, en ese sentido de proporcionalidad, tiene que ver con lo justo, y lo justo no es “sino el objeto de la justicia”23, entendiendo por justicia “la disposición en virtud de la cual los hombres practican lo que es justo, obran justamente y quieren lo justo”24, del mismo modo que para Aristóteles la justicia opera como la causa formal del derecho y lo justo como causa final en tanto idea del bien25. Siguiendo con Juan Antonio Gómez: “El quid de lo justo es la ley, mientras que, en ejercicio, es el bien común, de ahí la analogicidad de la justicia en tanto que reviste una naturaleza común a ambos modos: lo justo en quididad y lo justo en ejercicio. El paso de la potencia al acto se realiza mediante la prudencia, virtud mediadora entre ambos modos de lo justo”26. Así pues, “lo justo vendrá a ser la unidad de ley y bien, ya que representan los dos grandes modos de principales del derecho en tanto que justo, en una naturaleza común (lo justo) que realizan de modo diverso: la ley en tanto quididad, el bien en tanto que ejercicio”27.

Existe para el autor, conectando así con Grossi, que identifica en esa unidad objetiva del Derecho, una relación de trascendencia entre la sustancia de lo justo que es aquella quididad y la prudencia de su aplicación práctica como manifestación jurídica del Derecho en el orden político. Una alteridad de la que se deduce la justicia, en la que la Ley cumple un “papel instrumental con respecto a lo justo, al bien”28. De ahí que los conceptos de Ley y de justicia, en concepción aristotélica y medieval, choquen frontalmente con la concepción moderna del Derecho que separa la ley de su adecuación al bien en tanto justo. Esta concepción de la Ley, que ya no se atiene a la justicia, no opera pues a través de la prudencia como virtud política, sino desde un poder promovido por la voluntad como orden onto-teológico formal; es decir, no como acto, sino como pura potencia. De ahí que se pueda escindir el Derecho como una formalización de la Ley, aludiendo de nuevo a su causa material y discurriendo en torno a ella una normatividad cuya legitimidad solo depende de su propia capacidad para imponerse fácticamente a través de la violencia. No ya como instrumento de lo justo, sino como pura legalidad, quedando reducida por lo tanto un mero instrumento de una volición superior, cuyo ejercicio del poder tiende a autolimitarse (lo que en el fondo no hace sino descubrir la gran ironía de que el único límite al poder político moderno está impuesto por el propio poder político, por tanto i-limitado en cuanto que su ámbito es el de la pura posibilidad). Aquí radica la gran confusión moderna entre legitimidad y legalidad, es decir, entre la lex, entendida como una legitimidad extrínseca y supra-convencional y la lex entendida como una mera legalidad intrínseca y convencional, pero autorreferencial dada la inexorable tendencia teológica del Estado. Señala Álvaro D’Ors que, “en efecto, el término ‘legítimo’ se refiere, como es sabido a la ‘ley’: legítimo es lo conforme a la ley; y ‘ley’ quiere decir lo mandado”29. Prosigue el autor: “En latín, ‘legítimus’ no quiere decir más que eso, la conformidad con la ‘lex’, que ella misma es un mandato de la potestad, pero, en las lenguas modernas, el concepto de ley aparece más diferenciado, y, en consecuencia, también el de conformidad a ella. Se distingue así entre: legalidad, legitimidad y lealtad”30. Y –continua– “la ley puede ser supra-convencional, convencional pública y convencional privada; a estos tres tipos de ley se refieren, respectivamente, la legitimidad, la legalidad y la lealtad”31.

La confusión del lenguaje estatal se debe a la contradicción entre lo que es legítimo, y por tanto ley, y aquello que es ley y por tanto legítimo. Una equivalencia que señala D’Ors ya está en el lenguaje eclesiástico pues en este “no existe el término ‘legalis’, y se mantiene la identificación del antiguo latín entre ‘legitimus’ y ‘lex’ ”32. Esto es así porque nada que pueda considerarse injusto o ilegítimo tiene para la Iglesia valor de ley; más aún, si algo es Ley, es porque se sobreentiende legítimo. Por el contrario, para el Estado, aquello que está recogido por la legalidad es de facto legítimo por el solo hecho de constituirse voluntaristamente como ley. “Así, por distinta vía, la Iglesia y el Estado llegan a la misma conclusión de que toda ley es justa: en la Iglesia, porque no puede haber leyes injustas, que dejarían, si injustas, de ser leyes; en el Estado, porque todo lo que se impone en forma de ley, en tanto no se cambia, debe ser respetado como justo”33.

El Estado permite equiparar legalidad con legitimidad porque es inca-paz de abstraerse de sí mismo y de referirse fuera de su propia autoconcepción. Él es la fuente de toda legalidad y por ende de toda legitimidad; un problema que el iusnaturalismo racionalista trató de resolver diferenciando el aspecto estático del poder –su origen contractual– de su aspecto dinámico –la aplicación de la ley positiva–, creyendo así “zanjar la cues-tión de la legitimidad con su afirmación de una razón secular, laica, como fundamento esencial del orden de lo público, expresado en el modelo de Estado liberal”34. En este sentido, y siguiendo con Grossi, para el modo de pensar estatal de la Modernidad y su corolario postmoderno: “La ley es únicamente la voluntad del titular del poder supremo; por consiguiente, el estatalismo jurídico no es más que un rígido legalismo. Ahí, la pluralidad de las fuentes aparece sofocada dentro de la inflexible pirámide jerárquica en cuya cúspide está la ley”35.

El problema de la legalidad estatal, como en casi todas las cuestiones derivadas de los típicos desplazamientos y operaciones intelectuales del pensamiento moderno, es de nuevo un asunto de límites. Cuando desaparece el Derecho (con mayúsculas) como representación positiva de la noción de justicia y emerge la legislación como un mecanismo administrador y burocrático de las relaciones humanas subjetivas, desaparece también lo político como un ordenamiento objetivo de lo social, y emerge la política como una tecnificación del poder36. Sostiene Grossi que “la vinculación entre el poder político y derecho se convirtió en necesaria: la regla social únicamente puede transformarse en jurídica si el Estado la extrae del acervo de las relaciones puramente sociales y, apoderándose de ella, efectúa esa transformación”37. La pluralidad de las fuentes del Derecho queda sepultada bajo la identificación sistemática de este con la Ley, si es que acaso se pueda hablar ya de ley en el ordenamiento jurídico moderno. Lo único que queda es, luego de la emancipación de la Ley y el Derecho es esa idea de orden universal que subyace allende la mutabilidad del plano de las relaciones cotidianas y contingentes, es una normatividad desentendida de una causa final trascendente, y por lo tanto, instalada en una concepción inmanente y auto-rreferente del derecho, cuya ulterior fuente es la voluntad del legislador. Por eso la legislación moderna-estatalista estará siempre sujeta al mero arbitrio de quien dicte la norma, sin perjuicio de que esta pueda chocar frontalmente contra la idea de lo recto y de lo justo, si acaso incluso contra la misma idea del bien38. Esto ocurre porque el bien también opera autónomamente respecto de un bien mayor, que es aquel bien común ya anunciado por Aristóteles y prorrogado por la escolástica medieval, pero modernamente sustituido por un sumatorio de bienes individuales que constituyen el interés público. Unos bienes a los que nada cruza ni es posible concebir unitariamente sino de modo táctico, porque no hay bienes sino concepciones concretas de los bienes, y estas, en un mundo nominalista, no son jerarquizables; en todo caso, articulables lingüísticamente, como en el caso de la filosofía esgrimida por Chantal Mouffe o Judith Butler.

La correlación con ese “individualismo exasperado” que reducía el panorama jurídico a dos sujetos “el macro sujeto Estado y el microsujeto individuo particular”39 define la tensión o yuxtaposición entre esa supra-voluntad del Estado, que opera unívocamente, con la voluntad individual de cada sujeto, que opera nominalistamente bajo el equivocismo40 y que, sin embargo, disfruta de la aquiescencia del Estado en su graciosidad41 providencial. Pero este es un problema más bien típicamente postmoderno que moderno, puesto que la voluntad del individuo durante los primeros compases de la Modernidad aún respondía teológicamente al mandato absoluto de Dios, desde cuya voluntad divina comenzó a evacuarse, por la vías nominalistas de la imputación extrínseca de potentia absoluta dei y de potentia ordinata, la voluntad individual respecto de aquella voluntad superior. Esto concurre sin duda en la apertura de la vía subjetivista hacia la postmodernidad, durante la cual, como señalo, la independencia del individuo como criatura causada por mor de la radicalización de su libertad aun estaría sujeta a la suprema voluntad el Estado en sustitución secular del arbitrio teológico de Dios.

Las religiones políticas. Sobre la secularización de la fe y la sacralización del mundo

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