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I La transición del orden filosófico-jurídico tardomedieval al subjetivismo moderno 1. CONCEPTOS PREVIOS 1.1. ORDEN JURÍDICO Y PODER POLÍTICO

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En las notas introductorias a su obra monográfica El orden jurídico medieval, Paolo Grossi escribe precisamente acerca del empleo que hace en la misma, nada arbitrario, del término orden. Puesto que el orden, anota, se refiere a una íntima naturaleza ordenante que es la que vertebra el Derecho medieval. El orden jurídico de la Edad Media responde a esta idea subyacente de ordenación. Aseveraba dicho autor: “Ha representado (el Derecho) y constituido la dimensión radical y fundante de la sociedad, un cimiento estable que destaca respecto al desorden y la mutabilidad de lo cotidiano, es decir, de los sucesos políticos y sociales de cada día”1. Un ordo iuris o constitución jurídica que sobresale respecto del “alboroto de la desordenadísima superficie”, que se sitúa, insiste, “más allá del poder político” y de las “vicisitudes históricas”, en tanto trasciende la contingencia del devenir y el quehacer mundano, al instalarse en las profundas raíces de los valores como bien inmanente2. A esto se refiere como “la naturaleza de las cosas” –lo que de por sí presupone un orden extrínseco–; y al “dios nomoteta” como bien trascendente; “uno en absoluta armonía con el otro”. Un orden jurídico medido en el Derecho positivo cuyas manifestaciones jurídicas suben hasta “el nivel supremo del Derecho natural y el Derecho divino con toda su riqueza de principios normativos eternos e inmutables en cuanto son la voz de la misma Divinidad”3. Grossi se atiene aquí a la idea de Derecho medieval como dimensión óntica de lo recto y de lo justo, que se manifiesta como una interpretatio en tanto “protege” los textos jurídicos romanos de las que son acreedoras las leyes medievales, pero sin quedar constreñida a la mera interpretación legislativa, cuyas limitaciones formales hacen que el Derecho quede reducido al positivismo normativo propio de la estatalidad modernista posterior.

La idea de orden, por tanto, parece contener una doble dimensión: una material y contingente, es decir, en tanto principio pre-político anterior a la ley, que regula, organiza y estructura la sociedad, constituyéndola como una unidad en relación a sus características particulares, de donde surge lo político, y una trascendente e inmutable de la que la primera se deriva, en tanto ordenación supra-convencional que se eleva y adecua a un estado universal de las cosas. El Derecho como manifestación tangible de lo jurídico nace de la alteridad entre estos dos órdenes: un principio fundante y ordenante, y otro principio material y ordenador de las veleidades de la contingencia. Algo así como la representación mundana de la individualidad de la criatura respecto de su creador, de cuya historicidad se deduce la libertad de las relaciones humanas y la constitución de un orden político que garantice la supervivencia de lo social. Pero también como criatura imperfecta y sometida a un orden cósmico perfecto y universal del que forma parte inextricable y que es, en esencia, representante de todo orden humano sin perjuicio de aquella voluntad individual en la que queda contenida su libertad. Una situación que la filosofía posterior vendría a invertir al poner en entredicho la existencia de ese orden vinculante que hace comulgar lo particular con lo universal, apareciendo en consecuencia la legalidad como una manifestación jurídica limitada a la expresión positiva de la ley. Es decir, el Derecho abstraído de la justicia como principio rector y amparado exclusivamente por la voluntad de aquel que prescribe la norma bajo una legitimidad ad intra, sin perjuicio de que ésta estuviese fijada en un pretendido orden de naturaleza subyacente, aludiendo a categorías onto-teológicas formalizadas. Pues, en el fondo, dichas categorías respondían al mismo voluntarismo eficientista que el iuspositivismo lógico-racionalista sujeto al arbitrio formalizador y pretendidamente omnipotente del legislador estatal. Pero tendré ocasión de volver a detenerme en esto más adelante.

Lo que ahora interesa es entender que en este escenario de cosas, a tenor del advenimiento de aquella filosofía moderna que venía a comprometer el orden jurídico medieval, la relación entre el Derecho y el poder político se caracterizaba por lo exiguo de éste. En este sentido, señala Grossi la “levedad” del poder, entendiendo por aquella levedad, “la carencia de toda vocación totalizante del poder político, su incapacidad para situarse como hecho global y absorbente de todas las manifestaciones sociales”4. En este sentido, el orden político medieval descansaba exclusivamente en el Derecho como principio regulador y administrador de la justicia, los cuales, junto con la autoridad moral de la Iglesia, limitaban los potenciales excesos del poder. Puesto que lo político obedecía al mundo de lo posible dentro de la vida pública, el poder limitaba sus injerencias a las funciones de gobierno, en tanto este era la institución natural de aquel5. La inminente estatalidad se deduce precisamente de esta inexorable naturaleza totalizante en contraposición al orden medieval6, pues su carácter formalizador habría de romper necesariamente con las relaciones de trascendencia, no solo entre el Derecho y su fin último que es la justicia, sino entre lo político y la idea de bien como causa final de toda comunidad. Se subsume así lo privado en lo público de tal modo, que se construye el cuerpo político del Estado como una entelequia contractual en la que los individuos tienen que renunciar a su libertad –la esencia misma de lo político– para poder integrarse en un ordenamiento jurídico que asegure su desarrollo individual y moral. Esto, en realidad, no hace sino aniquilar dicha individualidad luego de haberla elevado artificiosamente mediante la intelección de lo político como un orden previo a la realidad, haciendo del individuo una abstracción como sujeto exclusivamente sometido al poder, que así deviene en absoluto y auto-referencial en tanto queda independizado de cualquier referencia ontológica extrínseca. Para el profesor Julio Alvear, este proceso se acentúa tras la Revolución Francesa: “Una vez que se ha consumado la destrucción de los contrapoderes históricos al interior de la sociedad, el Estado, que de iure, a través del concepto de soberanía, se asigna el poder político y jurídico integral, no encuentra de facto obstáculos que se le opongan dentro de su territorio. Todo límite a la extensión de sus poderes es a partir de ahora una concesión, una autolimitación. Porque de suyo, el Estado es su propio principio, cualquiera que sea la mediación conceptual abstracta que le sirva de justificación (…). La pretensión de fundarse a sí mismo, sin necesidad de legitimación por parte de una instancia trascendente, es el núcleo del principio de inmanencia, que permite al Estado transformarse en el dueño y creador del derecho y en el productor del espacio político. Para ello se sirve de una categoría político-jurídica de honda raigambre en la modernidad: la soberanía”7.

Siguiendo esta idea, la soberanía del Estado está regida por el principio de inmanencia, que para el autor “es la semilla del totalitarismo”8, pues no admite recurso a su propio poder que formula e impone ilimitadamente a través del derecho legislativo; lo que coincide con algunas tesis que apuntan a que todo Estado es por definición de derecho, con independencia del tipo de régimen más o menos plural con el que se revista, pues se sirve de aquel para penetrar en la realidad y desplegarse en el tiempo9. El problema del poder secular en el orden político de la Modernidad tiene que ver directamente con su concepción, ya que abroga la prelación de su origen trascendente y en consecuencia conculca su carácter limitado. Para la Modernidad, el poder surge de las propias entrañas del mundo y se sitúa en los altares de lo político sin más mediación extrínseca que la voluntad de aquel que ejerce arbitrariamente la soberanía; la cual reformula el poder teológico de la divinidad al concentrar la autoridad y la potestad bajo una sola noción, cuya misión es replicar artificial y racionalmente la idea de lo Absoluto. La soberanía, que adquiere carácter de milagro político, es administrada providencialmente a través de las constantes y caprichosas oscilaciones de la legislación estatal, clausurando con ello la modulación que exigían los cuerpos intermedios existentes bajo un gobierno limitado por el Derecho y la costumbre. Esto posterga en última instancia la libertad política, bandera de la tradición liberal occidental. Precisamente en este espacio de libertad política medieval descansaba aquella singular comunión entre la autoridad y potestad, estando siempre la autoridad, en tanto moral, compensada por la razón10. Esta íntima relación entre el poder y la sabiduría nacía pues de los mismos presupuestos metafísicos que constituían la urdimbre filosófica del Medievo. Es decir, la capacidad de combinar un principio primero de autoridad universal –que no necesariamente una voluntad, un tema polémico en la teología tardo-medieval– con los modos de vida particulares que hacen posible el quehacer político como consumación del acontecer humano en tanto ser histórico, puesto que el Derecho también es histórico11. Este equilibrio se expresaba en el gobierno de la comunidad política organizada en torno al bien común, tanto natural12 como sobrenatural, entendiendo éste como la trascendencia inmortal de las almas. El orden político medieval era en realidad, como vemos, muy poco político dada la modesta participación de aquel que ostentaba el poder en las cuestiones del Derecho13. Una situación que habría de revertirse con la irrupción del Estado, cuando este “represente la fermentación de las estructuras políticas, será el momento del eclipse de la civilización política medieval y la inauguración de la nueva edad”14. Porque el advenimiento de la estatalidad supuso la destrucción de la pluralidad jurídica contenida en las costumbres15, reduciendo su dinamismo a la apriorística y racionalista normatividad de la legislación estatal, lo que devino en una legalidad exclusivamente fáctica y no factual16, instalada sobre la idea de la igualdad y no de justicia como luego trataré de explicar.

Las religiones políticas. Sobre la secularización de la fe y la sacralización del mundo

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