Читать книгу Las religiones políticas. Sobre la secularización de la fe y la sacralización del mundo - Francisco de Borja Gallego Pérez de Sevilla - Страница 16

3.1.2. La abstracción

Оглавление

La abstracción es probablemente el elemento más recurrente en el acervo filosófico moderno, pues solo a través de una construcción intelectual precisa es posible ejecutar la distinción entitativa entre forma y materia por la vía ex natura rei. Pero, además, la abstracción es la operación necesaria para la imposición de los reduccionismos discrecionales y de las representaciones formales propias del Estado. Porque la abstracción, que para Grossi constituye el “vicio” por antonomasia de la Modernidad en tanto categoría intelectual exclusivamente moderna109, es también sinónimo de la artificiosidad política propia de la distinción escotista de un estado meta-histórico previo a todo contenido político110, y por tanto fundando exclusivamente en la posibilidad –como todos los despliegues teóricos del pensamiento moderno–, cuya ulterior materialización intelectual es, sin embargo, de cuño nominalista111. Puesto que ya no existe la natural tendencia a lo social, “sino una mera socialitas, concebida en sentido moral, se pasa de lo social como algo que opera actualmente entre nosotros en el sentido aristotélico, a la sociabilidad, como una posibilidad”112. Y en esta posibilidad de lo social no importa que el supuesto estado de naturaleza opere como pretensión de una cronología material –como en Suárez, Hobbes o Rousseau– o que en efecto, se reduzca a un mero constructo intelectual –como en Pufendorf–. Lo que importa es su determinación como un orden previo, ya que la política surge fuera del hombre en su radical apoliticidad atribuida por la Modernidad113, constatando así una mera “unión de voluntades” puramente conjetural, desde la que la política puede ser dibujada con independencia de una adecuación a una finalidad justa –bien común–. Es decir, de un modo indeterminado y exclusivamente radicado en la idea de poder como un objeto independiente del discurso, pues el poder existió siempre y la Modernidad no hace sino convertirlo en objeto formal. La emancipación de predicados obedece a una falta de correspondencia entre las cosas y su efectiva existencia en la realidad, por lo que es posible hablar del poder como un fenómeno autónomo y absoluto, que ha sido previamente abstraído del orden al que daba efectivo complimiento para ser integrado de forma exclusiva en un estado u orden de cosas autorreferente, cuyo fin no es más que la conservación de ese mismo poder. Esto reduce su esencia a la discrecionalidad de las normas y los mandatos que se hacen efectivas por el peso de la violencia, con independencia de que los individuos hayan pactado dicha situación, puesto que la idea del pacto surge como resultado de una antropología que gravita alrededor del pecado y de la naturaleza caída de los hombres. Esta idea es en general común a todo el pensamiento moderno escotista y nominalista, fuertemente marcado por la teología protestante. Aquí la idea de pecado provoca la urgencia del pacto político porque el individuo, sin su plena integración en el Estado, está abocado a la condena: la salvación solo es posible dentro del poder temporal porque en el estado de naturaleza o bien se produce la guerra civil del todos contra todos –Hobbes–, o bien el individuo se encuentra incompleto pese a su natural tendencia hacia la perfectibilidad, que solo es posible en sociedad y en comunión con la religión civil del Estado –Rousseau–.

En Suárez, al estar marcado por el pensamiento católico de la escuela salmantina, el estado de naturaleza opera más bien como una “demo-cracia original”, un corpus mysticum, conceptualmente parecido al de la Iglesia en tanto unidad moral y final movida hacia el bien común114, en el que Dios entrega el poder a los hombres y estos, en su libre ejercicio y mediante los instrumentos de la política, organizan y constituyen un gobierno a través de la fórmula translatio imperii. Esto solo es posible por medio de una suerte de “esclavitud voluntaria”, solo revocable en casos de legítima defensa, que únicamente en circunstancias excepcionales justifican la resistencia civil e incluso el tiranicidio115, al contrario por cierto que en Rousseau o Kant116. El problema en Suárez es que, como bien ha sabido ver De Muralt, la existencia de ese estado prístino responde a la misma separación escotista que sugiere que lo social es ontológicamente anterior a lo político. Escribe el filósofo suizo: “Se hace patente aquí que las distinciones escotistas están presentes en la definición suareciana de la democracia original. Por analogía con la materia, que por distinción real, es decir, separación al menos posible respecto de la forma, es una cuasi-forma por sí y de hecho un acto entitativo susceptible de existir separadamente antes de ser forma en acto, la multitud de hombres, en razón de su comunidad de naturaleza, es por sí un órgano moral unificado por su fin natural, que es el bien común. En este contexto metafísico suareciano de estructura escotista, es posible, pues, para la materia, tener por sí una unidad final antes de tener una unidad formal propia. Del mismo modo, la democracia originalmente natural precede al estado civil propiamente dicho”117.

Existe aquí por lo tanto la misma operación de potentia absoluta dei que en el resto de autores contractualistas, en la que Dios permite la entrega voluntaria de ese poder o “cuasi alienación” –Suárez se sigue reservado el derecho a resistir–. Pero en cualquier caso, resulta sorprendente la continuidad entre el pensamiento católico de Suárez y las fórmulas protestantes que justificaban el derecho divino de los reyes como la de Lutero o Robert Filmer, contra las que el propio Suárez se había cuidado de combatir. Como vemos, la esencia de la abstracción escotista y la construcción nominalista de lo político no quedan evacuadas tampoco en un pensador católico como Suárez. Esto es independiente de la mayor influencia escotista en el proceso secularizador iniciado por la teología protestante, puesto que ésta es heredera indirecta de aquella teología franciscana en la que lo político aparece como un constructo intelectual sin adecuación a lo real o a un análisis previo del mismo. Así es posible formalizar la existencia de un orden temporal o comunidad como un colectivo moralizador integrado en el Estado como la forma absoluta de politicidad, cuyo ratio geométrica se eleva por encima de la natural conexión entre lo social y lo político, apareciendo la oposición de lo público-privado como una racionalización de tal conexión. A partir de aquí lo político nada tiene ya que ver con una meta trascendente o con un bien común natural sobre el que discutía Suárez, sino con una organización existencial y providencial de las relaciones humanas, toda vez que el individuo ha sido integrado en el logos racionalista del Estado. Este opera como una abstracción formal de lo político y se constituye como depositario espiritual de la salvación en tanto remedo secular de la Iglesia en el mundo, trasunto del Deus absconditus que de potentia absoluta dei se abre a la posibilidad de lo social.

Las religiones políticas. Sobre la secularización de la fe y la sacralización del mundo

Подняться наверх