Читать книгу Las religiones políticas. Sobre la secularización de la fe y la sacralización del mundo - Francisco de Borja Gallego Pérez de Sevilla - Страница 4
Prólogo
ОглавлениеCuando se peina más canas de las que uno desearía ver en el espejo, todo corre el riesgo de comenzar a repetirse; las obsesiones de los doctorandos jóvenes con trabajos de investigación que exceden a sus fuerzas son, sin duda, uno de los escenarios de esa repetición, con frecuencia tediosa y en ocasiones deprimente. Borja Gallego llegó a la UNED en 2015, si la memoria no me es infiel, con una propuesta de codirección, compartida con una amiga y compañera, Consuelo Martínez-Sicluna, cuyo criterio solo cede ante su intuición (y, ambos, ante el cariño que le profeso). Traía consigo un deseo, el de tratar las religiones políticas en el marco del proceso de secularización, que se me antojó algo pretencioso para un muchacho de apenas veinticinco años, pero me resultó contagiosa su convicción e hice cuanto pude por ayudarle. Portaba un valioso bagaje filosófico, que se ajustaba muy bien al tema, y aprendía con una rapidez y un entusiasmo sorprendentes en alguien tan joven. El tiempo mostró que su deseo era realizable: el presente trabajo, avalado por el tribunal que lo juzgó con la nota máxima, lo demuestra.
La modernidad es un fenómeno polimorfo, que obedece a causas múltiples imposibles de reducir a una sola. Es fácil obviar esta evidencia, cuando no desconocerla; la imagen fija que se nos suele transmitir es pobre y unilateral, lo que contribuye a su frivolización. El tópico positivista nos habla de un periodo caracterizado por la secularización entendida como un mero desencantamiento, por el progresivo avance de las visiones científicas del mundo frente a las metafísico-religiosas. La índole crucial de ese concepto hace que todo se vea afectado por su mala comprensión: si secularizar equivale a ir desterrando el sentimiento y la práctica religiosas, entonces el mundo moderno parece plenamente secularizador. Y lo es, en gran medida. Pero, como nos muestra este texto, la célebre afirmación kantiana de que la Ilustración libera a los seres humanos de su minoría de edad autoculpable, al hacerlos responsables de la construcción autónoma de su propio mundo moral, descansa sobre una verdad a medias: de hecho, si algo ha perjudicado en los últimos cien años la emancipación humana, es el siniestro empuje de las religiones políticas.
Paradójicamente, la crisis de la modernidad y de sus construcciones unívocas ha ayudado no poco a replantear el sentido de la secularización. Desde hace decenios, las tres sospechas (marxiana, nietzscheana, freudiana) nos ayudan a entender el papel de las estructuras culturales en nuestra comprensión del mundo, la gran facilidad con que fenómenos complejos son disfrazados de evoluciones lineales y tranquilizadoras. Tras todo ello, como mostró Ricoeur, yace una crisis de los fundamentos de la identidad, que la filosofía postmoderna ha exacerbado hasta límites insospechados. Pues bien, el autor de este trabajo ha ejercido, a su modo, de sospechador, y en este punto ha seguido acertadamente las huellas de Carl Schmitt, el gran afirmador de la tesis de la modernidad como secularizadora de la teología.
Hay, desde luego, motivos para desconfiar de la engañosa facilidad con que el proceso secularizador se nos presenta. Todo parece demasiado claro: si la religión configura y sostiene el mundo clásico, su caída es la de ese mundo, en favor de una desaparición de las categorías religiosas y teológicas. Comenzar a ver que esa falsa desaparición no esconde sino un ocultamiento, una transfiguración, un trampantojo, no es empeño abordable de un día a otro. Solo tras mucho estudio aparece la otra figura de la secularización, la compleja, la que se recorta contra la habitual con ese patrón gestaltista que nos hace incapaces de verlas a la vez. Es entonces cuando, sobre la base de una visión más radical de lo moderno, aparece una religión política que no enervará el dogma, que no renunciará al propósito redentor –emancipador– sino que hará de él el santo y seña de una religión política. Pero esto, claro, resulta hoy –como dicen los sumos sacerdotes de la informática– contraintuitivo. Y, sin embargo, hace casi un siglo que Schmitt, en su Teología política, lo dejó bien claro: todos los grandes conceptos políticos son conceptos teológicos secularizados. Benjamín, autor de uno de los grandes diagnósticos del XX, se refirió al capitalismo como una religión. Blumenberg, en su magistral Legitimación de la Edad Moderna, censuró la visión de progreso típica de quienes niegan la escatología cristiana tras la visión secular del progreso. Todos ellos esquivaron el trampantojo, que, si se me permite seguir con la metáfora, es una imagen, una forma, un engaño de la vista: para obviarlo, hay que aprender a mirar. La secularización, sus hijas díscolas las religiones políticas, requieren y ejercitan esa educación de la vista frente a los tópicos.
Saber mirar, sí, es fundamental: en el caso del autor, fue su gran capacidad para contemplar con recelo muchas de las construcciones y los tópicos postmodernos el que le permitió ajustar la mirada. Desde su doble formación politológica y jurídica, se ha enfrentado a la gran dificultad de una terminología filosófica postmoderna cada vez más vulgarizada y, paradójicamente, ha hecho de ello una ventaja. Porque el examen de los motivos por los cuales la postmodernidad agita sin cesar un vocabulario filosófico sin dejar nunca de ser traidor a él es, a su vez, uno de los síntomas de la crisis que pretende mostrarnos, y el examen de esa imprecisión deliberada y tenaz arroja más pistas de las que podamos sospechar. Lo muestra, por ejemplo, la habitualidad con que hoy se maneja el término ontología sin darle referente alguno. Si en nuestros días se puede hablar casi de cualquier cosa de cualquier modo, si cuanto se diga apenas importa salvo para la propia clientela, se debe a que la equivocidad del lenguaje se hizo casi infinita durante la última modernidad. En su afán de construir un lenguaje primeramente naturalista, desvinculado después de la naturaleza y la historia (el lenguaje del empirismo, del estructuralismo, de la filosofía analítica…), la modernidad tiene el arma humeante: cuando todo puede significar cualquier cosa, el poder es quien reparte significados. Sobre la base de esa evacuación de lo real, la postmodernidad ha tendido su red de despropósitos. Alguien tan poco metafísico como Baudrillard nos hizo saber, hace ya cuarenta años, que el modelo ha sustituido a lo real, que el simulacro reina soberano.
La primera y más fundamental de esas consecuencias es la desaparición de lo político. Lo subsumió el Estado en la fase final de la modernidad, con su forma de legitimidad absoluta que neutraliza lo político en una politicidad formalizada. Todo llegó a ser Estado, y esa omnipresencia de lo estatal –y dela ideología que lo acompaña, ¿importa cuál sea?– cambió la teleología de lo social por un orden artificial, ideológico. Un orden cuyo trasunto es la nueva antropología: los mitos modernos y postmodernos, como diría el de Hipona, nos desnudan del hombre viejo. El autor ha mostrado, con la impagable ayuda del método de las estructuras de pensamiento de André de Muralt, el modo en que la tensión entre escotismo y nominalismo (uno formalizador, otro disolvente; en última instancia, modos concretos de articular la primacía del lenguaje sobre las cosas, de romper la adaequatio intellectus ad rem) fue modulando esa evolución. La absolutización puede modularse en términos unívocos o equívocos, pero la común condición autofundada de los constructos modernos (caracterizada siempre por una formalización abstractiva, autonomiza-dora, absolutizadora) persiste, de hecho, en la postmodernidad. Tras uno y otro propósito, yace la misma pretensión voluntarista trasmutada en soberanía: la voluntad del dios mortal –Hobbes dixit– puede modularse de modos muy diversos (la voluntad general del democratismo radical, la individual del liberalismo burgués, la estatal autolimitadora del positivismo, la colectiva del socialismo, la identitaria de los actuales postfundacionalistas); todos ellos tan autorreferentes como el del común dios voluntarista que sentó sus bases teológicas a finales de la Edad Media.
El movimiento final de esa absolutización de la voluntad era previsible: el cuestionamiento del Estado mismo, la última deidad, bajo el signo de una identidad autorreferente, mudable, lingüísticamente constituida, que agrupa de modo puramente circunstancial porque el discurso ha sido subsumido en una cuestión de poder. En realidad, en el mundo moderno nunca hubo otro problema que el poder desde Maquiavelo y Bodin; simplemente, los trômpel’oeil modernos permitían un número limitado de combinaciones, y estas han tocado a su fin. La propia soberanía era, nos dice el autor, “el gran invento moderno para la aplicación extraordinaria del derecho sobre el orden ordinario de las cosas sin necesidad de recurrir a una voluntad de origen divino que la justifique”. Siempre Schmitt como paisaje de fondo, siempre la neutralización tramposa y la necesidad de desenmascararla. Finalmente, el poder se ha quedado con nosotros, trasunto de un lenguaje que, dado su vaciamiento de significados estables, parece referirse solo a él como permanente paisaje de fondo, a sus modos de ser adquirido, mantenido y perdido, a la pugna continua de hegemonía y contrahegemonía.
El Estado salvífico no se ha marchado con las manos vacías, ciertamente. Deja una turbulenta historia totalitaria, desde las modulaciones teocráticas y mesiánicas del protestantismo del XVI hasta los totalitarismos en sentido propio. Borja Gallego las espiga, en sus líneas maestras, a través de una tipología de autocomprensiones de lo humano que han cuajado en las religiones políticas, presas todas de una pretensión salvífica que, con demasiada frecuencia, exigía, cual moderno Moloch, sacrificios humanos. El fascista, el marxista, son hombres nuevos en un mundo nuevo ansioso de redención. La política total de los totalitarismos es, paradójicamente, un correlato de la increencia en lo político: si no existe una tendencia natural hacia lo social, el destino de la unión humana es ser diseñado de acuerdo con un esquema formalizado, en el cual la promesa escatológica es determinante para la salvación humana. El Estado actúa así como katéchon político, frente a la idea del mal como concepto metapolítico; el pecado, en su versión secular, se radica en el mundo y en él debe ser combatido. Lo que se da ya no es una contraposición entre katéchon y anomos, sino una impostación por la cual el Estado, travestido de katéchon político, muda a su conveniencia la idea del mal que combatía para justificar una doble operación: la sacralización de lo político y la divinización del hombre. Por eso lo político, formalizado, desaparece así al invadirlo todo en un mundo inmanentista(como el lenguaje deviene inane por su propia omnipotencia como dador de significados en un mundo nominalista): cuando todo puede ser político, nada lo es realmente.
Aunque la fase mundializadora del capitalismo, su actual forma corporativa y gerencial, ha menoscabado el antiguo papel del Estado soberano como figura catalizadora del esquema, la teleología laica que lo impregna sigue requiriendo de los hombres una actitud de reverencia hacia constructos ideológicos cada vez más lábiles: la corrección política es ya una nueva religión, una religión sin dios. Frente a los nuevos hombres totalitarios, ya tan viejos, tan del pasado, otras figuras –los self-mademen neoliberales, los sujetos autoconstruidos de la teoría queer– emergen, libres de naturaleza y de historia, pero no menos presos de sus religiones laicas que los anteriores. Nos invaden de paradojas, pero el nominalismo es así: postfeminismos sin mujeres, postmarxismos sin alienación ni lucha de clases, postcapitalismos ávidos de monopolios. El ficcionalismo es una forma dilecta del formalismo postmoderno. Nadie debería pensar que, en un mundo nominalista, los significantes vacíos de Laclaule pertenecen solo a él. Son un patrimonio común; como decía un nada añorado excolega, son solo de todos. La retirada del Estado en los nuevos tiempos globalizadores –salvo como un paisaje de fondo, con frecuencia ominoso, encastillado en la represión interna– permite entender la magnitud del autismo ideológico de estas figuras, que vagan como fantasmas, solos o en compañía de otros, bajo formas inquietantes: la multitud de Laclau, los cuerpos aliados de Butler. Y, sin embargo, ambos necesitan lo estatal: el primero para defender el capital en el ámbito de su soberanía, el segundo para reclamarle nuevos derechos. El Estado no se borra; solo deviene irrelevante salvo como administrador de la coacción, la física o la otra.
El autor no es optimista, y realmente resultaría incomprensible que lo fuese con su monumental conocimiento del lado oscuro de la modernidad y la postmodernidad. El siguiente paso, nos dice, es “…la disolución nihilista en la postmodernidad”, por la vía de “…la aplicación del capitalismo al sentido radical de la vida corpórea”. Algo sabemos sobre ello, Lipovetsky lo ha descrito hasta la saciedad: en un panorama de sacralización narcisista de la salud física y la apariencia, se reserva todo a la última deidad que resta, relegada al único ámbito que le queda: lo individual en sentido puramente fisiológico, fenoménico, existencial –hoy, hablar de esencia es casi ofensivo en la academia– como ámbito de lo (auto)cuidable, (auto) moldeable, (auto)transformable. Siempre, claro está, sin mayores pretensiones porque, por utilizar palabras de Agamben, se trata de nuda vida. De este modo, “…se sustituye la esperanza en la bienaventuranza eterna por el apego consumista sobre el cuerpo y sobre el mundo, rechazando así la muerte pero, paradójicamente, rindiendo secreto pábulo a la misma”.
Un panorama poco halagüeño, pero quien desea encontrar motivos para alegrarse no se dedica a este trabajo. En las más de trescientas páginas de este libro lúcido, luminoso, incómodo y feroz, que no da un minuto de respiro, Borja Gallego Pérez de Sevilla (con quien comparto, ay, la maldición administrativa de los apellidos kilométricos) aborda, con un instrumental teórico de enorme dureza y precisión, los problemas irresueltos de un sistema que se generó a sí mismo a partir de la negación de lo externo y en el cual, como escribió lúcidamente Adorno, “la sola presencia delo exterior es la genuina fuente del miedo”. Un sistema a quien ese ensimismamiento parece haber conducido al fin. Quien desee entretenerse, animarse o, peor aún, justificarse, es mejor que lea algo de filosofía new age. Saber (atreverse a saber) lleva, a veces, a compartir un triste destino. Y, pese a ello, para quienes creemos que en un mundo como el presente menos es siempre más, resta lo mejor: el goce de la amistad, el placer de la conversación, la obsesión de entender, las durezas de los conceptos que el café y la charla tenaz acaban diluyendo, el orgullo y la alegría de haberle conocido.
José Luis Muñoz de Baena