Читать книгу Rent a boyfriend - Gloria Chao - Страница 10

♦ Capítulo 3 ♦ Chloe Primera ronda

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¿No se suponía que era un profesional? ¿No había pagado por un servicio excelente, exento de nerviosismo e incomodidad?

¿Sería parte de la actuación? A lo mejor fingía ser un novio cariñoso que me quería tanto que se ponía nervioso por impresionar a mis padres.

Para intentar relajarme, me recordé que el servicio incluía una garantía: si el operativo no cumplía la misión de proporcionar un novio digno de la aprobación paterna, por muy vago que sonase eso, podría pedir un reembolso completo. Ja, «operativo», como si fuera James Bond, solo que en versión empollona, con buenos modales y leal, o sea, guāi, como se prometía en la web, el sueño de cualquier padre asiático. También se aseguraba que el atractivo del operativo sería lo bastante alto como para augurar unos bebés bonitos, pero no demasiado exagerado, para que no hubiera que preocuparse por infidelidades futuras a causa de las infinitas oportunidades.

Cuando ya teníamos los platos a rebosar de guarniciones, mi padre se situó frente al pavo con un cuchillo en la mano no dominante y un tenedor en la dominante. Lo acechó por la derecha, por la izquierda, por arriba, y lo pinchó.

Andrew me miró un segundo e interpreté la pregunta que me hacía con la mirada: ¿debería ofrecerse a ayudar? Lo cierto era que yo tampoco lo tenía claro; a mi padre le gustaba ser el cabeza de familia, pero también era evidente que no tenía ni idea de qué hacía y no le haría gracia quedar en ridículo.

Le sonreí desconcertada al supuesto amor de mi vida.

Shushú —dijo Andrew mientras se levantaba despacio—, llevan días cocinando y me sentiría honrado si me dejasen colaborar un poco. ¿Me permite que les sirva yo? Dudo que vaya a trincharlo tan bien como lo haría usted, así que espero que no me tenga en cuenta los fallos, pero se merecen descansar y disfrutar de la noche.

Puaj. A mí me pareció que se había pasado tres pueblos, aunque mi padre estaba a punto de montarle la pierna. Se merecía cada centavo que me había costado, ¿a que sí?

Mientras Andrew trinchaba el pavo y cortaba unas lonchas perfectamente simétricas —¿sería también parte de su formación?—, mi padre se aclaró la garganta.

—¿Por qué no nos hablas un poco de ti?

—¡Sí, por favor! Jing-Jing no ha querido contarnos casi nada —añadió mi madre con dramatismo—. Lo cierto es que nos sorprendimos al enterarnos de que existías. —Casi tanto como yo cuando me lo inventé en un momento de desesperación dos meses atrás.

Mis padres entrelazaron las manos encima de la mesa y esperaron, expectantes.

Tragué saliva e intenté recordarle a Andrew por telepatía lo que estaba en juego: librarme de Hongbo Kuo. El asqueroso y chovinista Hongbo, con quien mis padres querían emparejarme por un montón de razones equivocadas y que quería estar conmigo por razones aún peores. Si no fuera por él, tendría más dinero en la cuenta bancaria y Andrew habría pasado la cena de Acción de Gracias en casa de alguna otra pobre chica ese fin de semana, y me refería a «pobre» en ambos sentidos de la palabra.

Andrew esbozó una sonrisa fácil, encantadora y, de alguna manera, cariñosa.

—¡Pues Jing-Jing sí me ha hablado mucho de ustedes! He disfrutado muchísimo escuchando las historias de su infancia y la acogedora casa en la que creció. Seguro que, si la hubiera conocido cuando éramos niños, me habría enamorado nada más verla enseñando Matemáticas a las Barbies.

Mis padres se rieron de corazón y el comedor se llenó de ese extraño sonido; hasta juraría que la austera foto de mi yéye en la cabecera de la mesa entrecerró un poco más los ojos.

Me imaginé a Andrew repasando una lista mental de todos los recuerdos y datos que le había proporcionado con mucha incomodidad en la extensísima solicitud que rellené; incluso tuve que darles acceso a mis contactos y redes sociales para que se asegurasen de que el operativo que me enviaran no hubiera tenido ya una clienta que se moviera en los mismos círculos.

—Aunque supongo que habría sido un poco raro —continuó—, dado que soy dos años mayor y, a esa edad, dos años son un mundo.

—Pero ahora ya no —se apresuró a decir mi madre con una sonrisa.

No me costó escuchar sus palabras como si las acabase de decir en voz alta: «Los hombres maduran más despacio que las mujeres, por lo que casarse con alguien mayor siempre es una buena idea, Jing-Jing. En cuanto llegas a la menopausia, los hombres se largan; “pausan” el matrimonio, por eso se llama así, no me cabe duda. Así que, si encuentras a alguien mayor, cuando llegue el momento, él también estará hecho una pasa y no se largará».

No sabría ni por dónde empezar.

Que conste que Chloe no defiende ese tipo de patrañas antifeministas, pero, en aquel momento, era Jing-Jing.

—Si eres dos años mayor, significa que te gradúas este año —dijo mi madre—. ¡Qué maravilla!

Andrew asintió.

—Ya he solicitado el ingreso en la Facultad de Medicina.

—¡Gracias a Dios! —Mi madre dio un golpe en la mesa—. Acabo de enterarme de que, al parecer, entrar en una buena universidad no es suficiente. —Se volvió hacia mí—. Jing-Jing, ¿te acuerdas de Jeffrey Gu? El año pasado se graduó el primero de su promoción y entró en Standford. ¡Pues resulta que lo ha dejado!

Ladeé la cabeza con un gesto que indicase que lo que decía no era del todo exacto.

—Jeff ha montado su propia empresa, mamá. Dejó Standford porque ha recibido financiación de un capitalista de riesgo.

—¡Es un holgazán que va a trabajar en chanclas y sudadera! Además, me han contado que durante el día se dedica a jugar al ping-pong y dormir la siesta.

Contuve una carcajada.

—Diría que a Jeffrey Gu, que sale en la lista Forbes de los treinta directores generales de empresas tecnológicas menores de treinta, le va bien.

Negó con la cabeza.

—Dejar la universidad nunca está bien.

—Excepto si ya has ganado un millón de dólares con tu empresa —mascullé entre dientes. Entonces, me di cuenta de que Andrew tensaba los hombros y que nos habíamos desviado del tema—. Como sea —dije arrastrando las palabras—. Estábamos hablando de Andrew, quien no ha dejado la universidad como Jeffrey Gu.

—No, no lo ha hecho —dijo mi madre con afecto y le dedicó toda su atención—. Háblanos de tu familia.

Andrew se concentró en el pavo con una mirada imposible de interpretar.

—Lo cierto es que nuestras familias tienen mucho en común —respondió mientras servía una impecable rodaja de carne oscura en el plato de mi madre, que esbozó una sonrisa deslumbrante y asintió para darle las gracias—. Mis padres se conocieron en Taipéi, en la iglesia, se casaron y poco después se mudaron aquí para estudiar Medicina. Mi hermano mayor y yo nacimos y nos criamos en Chicago, en una comunidad cristiana muy comprometida.

—¿En Chicago? —preguntó mi madre—. ¿Y siguen allí?

Siempre había odiado que me hubiera marchado tan lejos de la costa oeste, así que estaba segura de que le agradaría la idea de que Andrew estuviera cerca de sus padres. Por eso, respondió:

—Sí, los dos trabajan en el hospital de la UC.

Para mi sorpresa, el rostro de mi madre se ensombreció, lo contrario de lo que esperaba. Era la primera vez de la noche, así que debería sentirme bastante aliviada, aunque estaba convencida de que había clavado todos los detalles.

Por suerte, los ojos de mi padre estaban a punto de salirse de las órbitas. «Chúpate esa, Hongbo. Tu familia será rica, pero Andrew acaba de marcar la casilla del dinero y, además, la del prestigio, pringado». Sí, era posible que nos hubiéramos aprovechado de que mis padres habrían deseado estudiar Medicina en lugar de Odontología, después de escuchar demasiadas bromas del estilo: «¿No te llegó la nota para ser médico?». Me daba igual rebajarme y tirar de golpes bajos.

—¿Qué especialidad? —La voz de mi padre estaba apenas un decibelio por encima de un murmullo.

—Cirugía. —Un campo muy elogiado con un departamento lo bastante grande para que mis padres no fueran a molestarse en aprender a buscar en Google solo por confirmarlo. Además, era posible que mi padre hubiera insinuado alguna vez que le habría gustado ser cirujano oral, pero no lo aceptaron en ningún programa. Si iba a ser rastrera, lo sería de verdad.

—Cirujanos de la Universidad de Chicago, impresionante —repetía mi padre, como si tratara de asimilar la información. Ellos siempre llamaban a la universidad por el nombre completo, como si eso la hiciera más prestigiosa.

—Entonces, ¿has ido a la Universidad de Chicago porque tus padres te garantizaban una plaza? —le preguntó mi madre a Andrew con una ceja arqueada.

—Lo cierto es que consideré la posibilidad de ir a Harvard o a Stanford, pero no quería rechazar un programa de biología de primera y que me permitía estar cerca de la familia. Aunque reconozco que la Facultad de Biología no es tan buena como la de Economía. —Me dio un codazo—. No todos tenemos la capacidad de soportar un programa tan exigente.

¡Punto, set y partido!

—¿Rechazaste Standford? —preguntó mi padre.

—¿Crees que Economía es una buena carrera? —dijo mi madre al mismo tiempo.

Reconocí las pullas contra mí, pero me mordí la lengua, porque era más importante recordarles que la UC no era una universidad de mala muerte ni económicas, una carrera para vagos y «de aprobado fácil». Mejor aprovechar el dinero invertido y matar varios pájaros de un tiro, ¿no? Sin contar el inesperado pavo que había en la mesa, un pájaro muerto más.

Mientras me concentraba en mirar la salsa con una sonrisa entre engreída y aliviada, mi madre hizo una pregunta que jamás me habría esperado. Ni siquiera estaba incluida en la lista que le preparé a Andrew, y eso que había sido el formulario más completo que había rellenado nunca, más exhaustivo que las solicitudes de la universidad.

—¿Qué te atrajo de Jing-Jing? —Su mirada era encantadora, pero a mí no se me escapó la malicia que escondía. Esperaba que le respondiera que no lo sabía o que, igual que ella, creía que mi sonrisa era demasiado ancha, mis caderas y mi pecho demasiado pequeños y mi personalidad demasiado ansiosa.

Andrew se estremeció un poco al comienzo, como si ya esperase lo que vendría después. Debería estar preparado para responder. Venga ya, era la pregunta más obvia que haría una madre y, aunque a mí no se me había ocurrido meterla en la lista, seguro que a la agencia sí.

—Pues… —empezó arrastrando las letras—. Es una pregunta difícil, porque hay muchas respuestas donde elegir.

«Puaj. Por favor».

Se volvió hacia mí y puso una mano sobre la mía durante un breve instante, tan calculado que me pareció que lo cronometraba; probablemente, lo hizo. Tuve que concentrarme para no apartarme y mirarlo como si me derritiera por dentro. No me salió muy bien.

Soltó una risita que me sorprendió y dijo:

—Es el ejemplo perfecto. Me encanta lo fuerte e independiente que es, hasta el punto de que no soporta un cumplido ni que le roce la mano con cariño. ¿No es adorable?

Mi madre levantó las cejas con desacuerdo, pero la mirada que le dedicó a Andrew gritaba: «¡Cásate con mi hija!».

—Pero ¿qué fue lo primero que me atrajo de ella? La forma en que ordena toda su vida en cajitas. Admiro esa organización y disciplina. No me cabe duda de que todo lo que ha conseguido, como entrar en la UC y destacar en los estudios, se debe en gran parte a eso. Y a ustedes, por supuesto. También me gusta lo apasionada que es. Jamás había visto a nadie rellenar un simple formulario con tanto entusiasmo.

Casi se me escapó una carcajada. Me guiñó un ojo y una diminuta parte de mi corazón congelado se derritió un poquito.

Mis padres se sonrieron el uno al otro, pero no a mí, y terminamos de degustar el pavo de restaurante con mucho gusto.


Sentí una pizca de culpa por cómo mis padres trataban de impresionar a Andrew, pero ellos eran la razón por la que había terminado envuelta en aquella enrevesada farsa. Era muy consciente de lo absurdo de la situación, por si alguien pensaba lo contrario.

Después de tomar un té de crisantemo y una tarta de calabaza que venía dentro de una caja con la etiqueta del precio a medio quitar en la tapa, la incomodidad alcanzó un nuevo nivel. Mi padre se aclaró la garganta y señaló las sábanas que había dobladas encima del sofá.

—Somos tradicionales. Asumimos que no habrá… —Se sonrojó.

—Ñiqui-ñiqui —completó mi madre con la cara muy seria. A saber dónde habría escuchado esa expresión.

Andrew también se puso rojo y, dado el calor que sentía en las mejillas, me imaginé que parecíamos un cóctel de gambas en ese momento, todos salvo mi madre.

—Por supuesto, ayí, shushú —dijo y me dio la sensación de que estaba resistiendo las ganas de apartarse de mí. «Sentimos lo mismo, colega».

Les di las buenas noches y salí por patas. Al subir las escaleras en dirección a la habitación de mi infancia, mis padres me siguieron con la mirada y un extraño brillo en la comisura de los ojos. Me di cuenta de que era orgullo. Ay, si supieran la verdad.

Me puse el pijama y me lavé los dientes aprisa. Cuando pasé por delante del espejo circular que había elegido en primer curso, me acobardé. No quería mirarme. ¿Y si ya no me reconocía a mí misma?

Me desplomé en la cama y cerré los ojos con fuerza, pero la imagen de mis padres mirándonos a Andrew y a mí llenos de esperanza me quemaba los párpados.

¿Cómo había llegado a ese punto? En realidad, lo sabía: con un montón de mentiras desesperadas que se habían ido alimentado unas a otras y habían crecido hasta que se me fueron de las manos. Así que contraté a un sustituto: un James Bond asiático y empollón. James Bong. Bánh. Mejor Bánh. James Bánh Mì, el mejor invento desde la creación de las rodajas de pan con carne sazonada, cilantro y verduras en escabeche.

Cuando se me acabaron los juegos de palabras con Bond, volví a sumergirme en la red de mentiras en la que me había metido yo solita.

La única manera que se me ocurrió de distraerme fue concentrarme en algo que fuera igual de horrible, pero menos doloroso. Así que empecé a revivir todas las cosas raras que había dicho o hecho en la vida, como la vez que conocí a un chico guapo en Teoría del Juego y, al final de la conversación, no supe decidirme entre «me ha gustado hablar contigo» o «ya nos veremos», y terminé por decirle «te quiero». Dios. Cada vez que el recuerdo me venía a la cabeza y volvía a escuchar ese «te quiero» con mi vocecita triste y chillona se me escapaba un gemido. ¿Se podía ser más patética?

«Sí, podría contratar un novio falso».

Era mi peor enemiga.

Hacia las dos de la mañana, aparté las sábanas y me levanté en busca de un frío trozo de tarta de calabaza.

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