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♦ Capítulo 5 ♦

Chloe

Pasteles de luna a medianoche

La alta figura de Andrew estaba tendida en el sofá, de espaldas a mí y con la cara enterrada en los cojines. Tenía que ser horrible dormir constantemente en casas de desconocidos, mientras se sentía vulnerable y asumía una nueva identidad. A no ser que la persona que había conocido esa noche fuera él de verdad. Lo dudaba. Al menos, le pagaban bien por la incomodidad.

A pesar de haberme criado en esa casa, pisé justo en medio del escalón que chirriaba, que había chirriado desde que tenía memoria y era fácil de localizar porque la madera estaba combada. Me sentía fuera de juego, aunque la definición de «hogar» me decía que debería sentirme de otra manera. Miré en dirección al sofá mientras me acercaba a la cocina. Dada la respiración demasiado acompasada y silenciosa, sospeché que estaba despierto. Lo que no sabía era si yo lo había despertado. Me planteé abortar la misión, pero… tarta. En vez de eso, intenté pasar deprisa por su lado.

Ya había cruzado el salón y le daba la espalda cuando lo escuché preguntar:

—¿Tampoco puedes dormir?

Compuse una sonrisa y me giré para mirarlo. Después de unos segundos incómodos en los que me balanceé sobre los talones, con una franqueza inusitada, reconocí:

—Muchas personas desean volver a casa y dormir en la cama de su infancia, pero a mí me convierte en una bola de…

Shénjīng —terminó por mí.

Me sorprendió el uso del mandarín y eché la cabeza hacia atrás. «Así se te ve la papada», me reprochó mi madre en un pensamiento.

—Pues sí. —«Aunque yo no lo habría dicho en chino».

—Has estado nerviosa durante la cena —dijo en voz baja. Entonces se levantó y me siguió hasta la cocina. Encendió la luz, echó un vistazo para ver qué opciones teníamos y continuó—: ¿Es por mi presencia y porque te preocupa cómo va a salir todo? Por experiencia, te aseguro que puedes liberarte de parte de esa ansiedad.

—Gracias —respondí, aunque la inquietud que sentía en aquella casa llevaba presente desde mucho antes de que le hubiera pagado para entrar en mi vida.

Saqué la tarta y unos platos de papel, pero, antes de partirla, lo señalé a él, después al postre, y levanté las cejas para averiguar si quería. Abrió los ojos de par en par, sorprendido, y luego asintió.

Me concentré en mis manos ocupadas mientras le preguntaba:

—No estás acostumbrado a que te pregunten lo que quieres, ¿no? ¿Es porque tu trabajo se basa en complacer a los demás? —Medité un instante cómo sería su familia y qué pensaría de ese puesto en la agencia.

—No es habitual en este trabajo, cierto, pero diría que la mayor parte del mundo también es así.

Me encogí de hombros.

—La gente es egoísta.

El silencio entre los dos se condensó con el peso de las experiencias que no íbamos a compartir, aunque el consenso fue evidente.

Saboreé cada bocado y les di vueltas en la boca con la lengua, como a los pensamientos que me rondaban por la mente.

—¿No quieres hacerme más preguntas? Por ejemplo, ¿por qué lo he hecho?

—Ya sé por qué. —No levantó la vista de la tarta.

—Sabes lo que he decidido contarte sobre el papel. —«Y es posible que no fuera toda la historia, porque no me atreví a decir más»—. Es imposible que lo entiendas todo con unas pocas palabras, ¿no crees?

Se encogió de hombros.

—Las usas bastante bien.

—Me has hecho un cumplido. ¿Es un acto reflejo?

Se rio y después suspiró.

—¿No? ¿Tal vez? Ya no lo sé.

—¿Tanto llevas en esto?

—Supongo que sí. Además, parece más tiempo del que es porque tengo que involucrarme por completo cada vez. —Tembló un poco y se rascó el cuello, así que lo dejé.

Esos tics que se manifestaban entonces hacían que pareciera una persona completamente distinta. Una sin gafas. Cuando se removió en la silla, no me contuve:

—¿Cómo lo haces? ¿Cómo desconectas una parte del cerebro? ¿Es igual que actuar? ¿Es algo que se aprende a base de práctica?

Se mordió el labio inferior. Al final, dijo:

—Tengo por norma no hablar de esto con las clientas. Nada sobre la agencia, la formación ni mi vida personal.

El ceño ligeramente fruncido insinuaba algún follón en el pasado.

—Perdona, no pretendía ser cotilla. Quería saberlo porque, a menudo, me encantaría ser capaz de desconectar el cerebro. Al menos, la parte que se preocupa todo el tiempo por cosas de las que no debería preocuparme, pero el hecho de saber que es una pérdida de tiempo no sirve de nada.

Echó un vistazo rápido en dirección al dormitorio de mis padres.

—Diría que tienes derecho a preocuparte. Incluso a estresarte.

Me reí en alto y, como no me lo esperaba, tuve que disimular el ruido para que mis padres no lo oyeran. ¿O convenía que lo hicieran?

—¿Son como esperabas? —indagué, aunque lo que de verdad quería preguntar era: «¿Cómo son en comparación con los otros padres que has conocido en el trabajo?», lo cual, como quien no quiere la cosa, derivaría en: «¿Cómo eran las otras chicas? ¿Soy distinta? ¿Qué tengo de malo? ¿Puedo hablar con ellas para sentirme menos sola?».

Sonrió.

—Sí. No es mi primera vez. —Tosió—. Perdona, no quería decirlo así. Me refiero a que los padres de muchas clientas se parecen. No son iguales, claro, pero he visto suficiente para sacar algunas conclusiones en función de lo que me he encontrado. —Señaló los armarios de la cocina—. Por la manera en la que tus padres han ordenado las sobras, sospecho que uno de los dos es de los que guarda y reutiliza todo tipo de recipientes.

Abrí el cajón con los utensilios de plástico, palillos y sobrecitos de salsa de soja gratis de comida a domicilio. Luego, abrí la puerta del armario donde guardábamos el papel de aluminio reciclado y arrugado, pero «en perfecto estado», y las bolsas de plástico de los comestibles. Nos reímos juntos y la culpa por burlarme de mis padres quedó relegada a un rincón ante el asombro de que otra persona lo entendiera.

—Está claro que tampoco era tu primera cena de Acción de Gracias con comida china y pavo —añadí—. ¿Un error del pasado te enseñó que comer más comida china que pavo supondría ponerle la guinda al pastel de luna?

Se rio otra vez.

—La guinda al pastel de luna. ¡Me encanta!

No tenía intención de compartir con él una broma privada, pero, después de que le gustase, me pregunté con qué otros chistes se reiría.

—Ya que lo mencionas —dijo, se levantó y acercó la caja de pasteles de luna que había traído. Delante de mí, la abrió y enarcó una ceja como había hecho yo con la tarta—. Son de los buenos. Confía en mí.

Cogimos uno cada uno, los mordimos y gemimos. Nunca había comido un pastel de luna que no me gustara, pero ese era, de lejos, el mejor que había probado.

—No sabes lo que es un buen pastel de luna hasta que te has comido uno de estos.

—Totalmente. —Le di otros tres mordiscos—. ¿De dónde los has sacado? ¿Acaso la agencia hace pruebas de sabor para estas cosas? —reí—. Probador de pasteles de luna, qué pasada de trabajo. Me apuntaría sin dudarlo.

Me dedicó una sonrisa un poco tensa.

—Perdona —dije cuando me di cuenta de que le había vuelto a preguntar por el trabajo cinco minutos después de que me contase su norma sobre no hablar del tema.

—Tranquila. —Se encogió de hombros. Luego se terminó el pastel de luna en dos grandes bocados y me dio las buenas noches antes de tragárselo.

Drew

«Sí, hacemos pruebas de sabores. Porque un buen pastel de luna es el soborno perfecto para caer bien. Equivale a unas mil guindas».

Me guardé la broma para mí, a pesar de estar seguro de que le habría encantado.

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