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♦ Capítulo 8 ♦

Chloe

Bài tuō

Mi madre me arrastró al estudio en cuanto entré por la puerta sin siquiera saludar a Andrew, que no estaba muy lejos y, probablemente, iba a oírnos.

—¡Tiān āh, Jing-Jing! ¡Bài tuō!

Ignoré sus aspavientos lo mejor que pude. En realidad, no estaba diciendo nada, solo una retahíla de murmullos exasperados llenos de dramatismo. Al tercer «bài tuō», metí a Jing-Jing de nuevo en la caja donde la guardaba cuando salía de aquella casa.

—¡Aiyah, mamá, bài tuō tú!

Se cruzó de brazos.

—Eso no tiene ningún sentido.

—Ni lo que dices tampoco. —El brillo de sus ojos no presagiaba nada bueno—. Me refiero a la lógica de tus palabras, no al idioma —añadí. ¿Por qué siempre tenía que preocuparme de su ego cuando ella nunca me devolvía el favor?

—¡Cómo se te ocurre tratar así a Hongbo! ¡Casi arruinas tus posibilidades!

—A su familia solo le intereso por mi reputación —espeté—. Una que no he pedido.

—¡Eres la más pura de todas! —exclamó, lo que me dio ganas de reír y llorar a la vez. Era una de las cosas que más le gustaba decirme—. Deberías sentirte halagada. ¿Es que acaso no sabes quién es? ¿Quiénes son su familia? ¿He criado a una estúpida? A buena hambre, no hay pan duro.

Apreté los puños y me contuve para no mascullar unas cuentas lindezas en inglés.

—Yo no paso hambre, tengo a Andrew.

Arqueó una ceja y después, las dos.

—Al contrario que Hongbo, Andrew me conoce. ¿No lo oíste decir cuánto le gusta lo organizada que soy? Una de mis neurosis que siempre dices que no es nada atractiva.

Frunció los labios.

—Es solo una cosa.

—Una cosa que, según tú, sería un problema. Para él no lo es, es una ventaja. —Ahí estaba: una grieta en sus defensas, evidente por cómo se mordía el labio superior aunque así fuera a quitarse un poco de pintalabios. Tenía que terminar de derribarlas para liberarla, y de paso a mí, del control de Hongbo—. Es solo una cosa, pero Hongbo ni siquiera la conoce y mucho menos tiene una opinión al respecto. No sabe nada de mí.

—Pero tuvisteis una cita.

—No, me engañaste para que saliera con él.

Chaqueó la lengua con desaprobación.

—Te engañé porque eras demasiado boba para ver la gran oportunidad que tenías delante de las narices. ¿Cómo es la expresión? Algo de un pato de oro que ponía huevos.

—Algo así —dije, aunque Esopo se removería en su tumba.

—¡Dejaste que el pato de oro se te escapase sin siquiera intentar cazarlo!

Suspiré y me miró con una mezcla de rabia y tristeza.

—Hongbo no descubrió nada sobre mí aquella noche —insistí—. ¡Me llevó a un club de estriptis!

—Así son los hombres.

—Andrew no va a clubes de estriptis.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no es un capullo asqueroso.

Negó con la cabeza.

—Todos los hombres lo hacen, aunque algunos lo esconden mejor.

—¿Babá también?

—Seguro que sí, pero, mientras siga trayendo comida a la mesa, no tengo por qué saberlo.

«Por amor de Dios».

Intenté otra táctica.

—¿Es que no has visto cómo me mira Andrew y cuánto le importo? —Había pagado un buen pellizco por esas miradas profesionales.

—Todavía entiendes las relaciones como una persona joven. A veces la estabilidad financiera es lo más importante, lo demás puede desaparecer.

—A la familia de Andrew le va muy bien. He visto su casa.

Estaba desesperada.

—Seguro que no tan bien como a los Kuo. Su empresa ha salido a bolsa.

—Si dejases de besarle el culo a Hongbo por un segundo, te darías cuenta del gran error que cometes al despreciar a Andrew. En su familia también hay dinero, además de los sueldos de cirujano de sus padres.

«Todo es parte del plan para sacar a Hongbo de escena», me dije. Aun así, me avergonzaba haber recurrido a los estándares superficiales de mi madre y actuar como si el dinero familiar fuera una parte esencial de la relación.

Odiaba a la persona en la que me convertía cuando estaba con mis padres.

Al final, asintió.

—Bien por ti, Jing-Jing. Ojalá consigas que no pierda el interés. No será fácil, si es tan buen partido como dices.

Salió y, a través de las puertas, me llegó su voz amortiguada:

—Andrew, ¿te gustaría jugar una partida de mahjong?

Tanto él como yo sabíamos lo que eso significaba, que iban a someterlo a un tercer grado con la excusa de un juego amistoso. Empezaba la fase dos: mi madre estaba dispuesta a darle una oportunidad. Me sentía tan aliviada que casi me puse a llorar, pero todavía tenía que mezclar las fichas.

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