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♦ Capítulo 1 ♦ Chloe Aplicación de citas dopada

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26 de noviembre

Casi todo el mundo se pone nervioso a la hora de presentar a su pareja ante los padres. En mi caso, tenía la ropa interior empapada en sudor y estaba a punto de hacerme pis encima, porque yo tampoco lo conocía todavía.

Dado que ya estaba al tanto de la historia de mi vida, al menos de todas las partes importantes, se recomendaba que no nos conociéramos antes del «trabajo» para evitar confusiones. Por eso, un Uber me recogió en el aeropuerto y después a él a una manzana de nuestro destino: la casa de mis padres. Gracias, George, con un Toyota Camry, por ganarte las cinco estrellas al no preguntar qué narices pasaba allí.

Mientras esperábamos en la entrada y el timbre retumbaba por la casa de tres dormitorios y tres baños, no me atreví a mirarlo. Sin duda, le habrían enseñado a evitar juzgar con la mirada, sobre todo a la persona que le daba de comer. El verdadero problema era que, de los dos, él no era quien me juzgaba.

Mis padres abrieron la puerta y, antes de envolverme en un abrazo, exclamaron:

—¡Jing-Jing!

Por encima del hombro de mi padre, miré por instinto a mi «novio» para tratar de explicarle con los ojos que tenía dos nombres, pero entonces recordé que solo le había dado a la agencia y, por tanto, a él, mi nombre chino, el cual no solía escucharse nunca fuera de las paredes de papel pintado de aquella casa. La decisión de incluir mi nombre legal, aunque apenas lo usaba, había sido estratégica. Por decirlo con elocuencia, sabía que mis padres se lo tragarían hasta el fondo. Si era la primera persona fuera de nuestra pequeña comunidad china a la que le había dicho mi nombre real, tenía que ser amor verdadero, ¿no?

Empecé a llamarme Chloe en segundo de primaria, después del centésimo chiste sobre que Jing-Jing sonaba más a una canción que a un nombre. Me empeciné en pedirle a todo el mundo que me llamase así en honor a una adoradísima golden retriever del barrio. Tal vez una parte inconsciente de mí esperaba que el nombre viniera acompañado de algún tipo de ingrediente secreto y que, al adoptarlo, les caería mejor a los demás. Lo triste fue que funcionó. Pronto pasé a ser esa persona, en vez de Jing-Jing. Sin embargo, la primera y última vez que invité a una amiga a casa y me llamó Chloe, mi madre se atragantó con la leche de soja y mi padre se tragó un huevo de té entero. Desde ese momento, decidí mantener mis dos mundos separados.

Con la confianza de una asiática-estadounidense acostumbrada a mentirles a unos padres dragones que me habían llamado Jing para que destacase en todo lo que hiciera, dije:

Mamá, babá, este es Andrew.

Mierda. ¿Lo había dicho bien? Tampoco importaba, porque dudaba que fuera su verdadero nombre, así que lo mismo daba Andrew que Shamdrew, ¿no?

Mis padres dentistas examinaron de arriba abajo al chico que había pasado a llamarse Andrew como a un espécimen misterioso en un microscopio. Tuve que contener la risa. En cierto modo, no escondía nada y, al mismo tiempo, «escriba aquí su nombre» lo escondía todo.

Ayí, shushú, hao —saludó a mis padres con los apelativos educados y muy apropiados de «tía» y «tío», los cuales me dejaban algo confusa a veces porque la traducción directa no tenía ningún sentido para mi cerebro occidentalizado. «No hay que mezclar las culturas así», me reprendía siempre mi madre.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que el perfecto mandarín que había usado Andrew tenía acento de Taipéi. Joder, la agencia era buenísima, como una aplicación de citas dopada hasta las cejas, con la única diferencia de que la idea era emparejarlo con mis padres en vez de conmigo.

Andrew sonrió con una dentadura sana y perfecta que hizo que mis padres levantasen las cejas con agradable sorpresa. Me pregunté si la agencia le habría pagado esos dientes brillantes y recién blanqueados.

Aiyah, tienes una higiene bucal excelente —dijo mi padre. Si era tan fácil, ¿por qué había tenido que pagar un riñón y medio para alquilar a Andrew? Un «aiyah» positivo no se conseguía así como así, pero todo lo relacionado con los dientes servía para hacer un poquito de trampa.

Mi madre se fijó en el blasón de la Universidad de Chicago en la sudadera con cremallera de Andrew. Era un detalle nada trivial que había seleccionado y que recordaba con claridad haber marcado en la casilla de la universidad después de ignorar Stanford, el MIT, Yale, Princeton, y, por supuesto, Harvard. Harvard habría sido la guinda del pastel de luna —mis padres jamás comían dulces occidentales—, pero tenía más lógica que hubiera «conocido» a Andrew en el campus. La UC no era donde mis padres habían querido que asistiera en un principio, aunque empezaron a aceptarlo cuando superó en rango a la «más prestigiosa», y mucho más cercana, Stanford.

Qing jìn. Qing jìn —dijo mi madre mientras nos indicaba que entrásemos con unos modales exagerados. Solo disponía de dos conductas opuestas: tan educada que resultaba falsa o tan sincera que deseabas que mintiera. Agradecí que en ese momento nos mostrase la primera. «Por ahora», me advertí.

Andrew inclinó la cabeza y le tendió la caja de pasteles de luna que había traído. ¿Era parte de su preparación o había crecido, igual que yo, en una casa tradicional en la que nos clavábamos agujas de acupuntura en la cara cuando nos sentíamos mal? Me pregunté si también estaría familiarizado con el olor del salicilato de metilo, cuya acritud provocaba que me entrasen ganas de asesinar y abrazar a mis padres al mismo tiempo, lo cual resumía con bastante exactitud toda nuestra relación.

Solo que no importaba si Andrew conocía el tufo de las hierbas medicinales chinas y cómo se impregnaba en todas las prendas de ropa, porque no era mi novio de verdad.

Mi padre nos acompañó a la mesa del comedor y me sorprendió descubrir un crujiente pavo bien dorado en el centro. Lo habían dejado allí como si nada, como si hubiera habido uno todos los años en lugar de los fideos zhàjiàng, los dumplings y las verduras huecas salteadas, que habían pasado a ocupar un puesto lateral, pero que, por supuesto, seguían presentes, porque ¿cómo no ibas a comer comida china en Acción de Gracias?

Me pregunté por un segundo cómo sería ese día en casa de Andrew. ¿Su familia también comía platos chinos? ¿Sabía que las verduras se llamaban kōng xīn cài? Entonces, me di cuenta de que mis padres nos miraban expectantes y con los ojos hambrientos, pero no de comida.

Allá vamos. Solo tenía que convencerlos de que Andrew era el amor de mi vida, y de la suya. Pan —bāo— comido, ¿a que sí?

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