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♦ Capítulo 7 ♦

Chloe

Adiós, Frankenbāo

Salimos al patio trasero, poco cuidado, donde el flamenco rosa de plástico del anterior propietario parecía haberse muerto tres veces, cubierto de manchas marrones muy arraigadas, medio deformado y con un agujero enorme. Entonces, oímos cómo se cerraba la puerta principal de un portazo y después, gritos.

Andrew y yo cruzamos la valla, que en algún momento había sido blanca, atravesamos el jardín del vecino y salimos a la calle.

Cuando ya habíamos pasado un par de casas, en dirección contraria a la que tomaría Hongbo, me detuve. ¿Íbamos solo a dar un paseo o necesitábamos un destino? Además, dado que estábamos en mi barrio, ¿debíamos actuar como una pareja para mantener la farsa? ¿Convenía pasar un rato fuera para darme un respiro o deberíamos aprovechar ese tiempo valiosísimo para que Andrew hiciera su magia?

Había sido idea mía, una muy mala, provocada por las emociones después de que mi madre me dijera que no debería dejar pasar la oportunidad de estar con el maravilloso Hongbo, quien se había fijado en mí milagrosamente gracias al interés de sus padres por mi vagina de oro; pero lo único que pensaba era que no debería necesitar a Andrew. Un «no» debería haber sido suficiente. Nunca lo era, no con mis padres. Cuando intenté explicarles lo repulsivo que era Hongbo en realidad, hicieron oídos sordos y me regañaron por no reconocer que era un perfecto galán, tan leal a sus padres que estaba dispuesto a pedirme matrimonio a expensas de sus sentimientos, como si lo que lo motivase a ello fueran la piedad y el honor filiales y no el acceso a las cuentas bancarias familiares.

Me sobresalté cuando Andrew me rozó el brazo con las puntas de los dedos y la tensión de mis músculos se relajó un poco. Ni siquiera me había dado cuenta de lo rígida que estaba.

—No puedo creer que mis padres quieran forzarme a que me case con alguien por dinero —susurré—. Y no con cualquiera, sino con la peor persona que conozco.

Cerré los ojos y visualicé algunos momentos destacados de Hongbo: cuando suplicó que le comprasen un perro a los diez años y después encerró al pobre animal en el cuarto de la lavadora porque le robaba el protagonismo; cuando con doce años, teniendo yo seis, hizo pis en el castillo de arena que me había pasado horas construyendo; cuando le contó a toda la comunidad asiática en el instituto que era tan mojigata que debía de haber nacido con una vagina reseca.

—Lo siento mucho, Jing-Jing —dijo Andrew sin mover ni un músculo mientras esperaba a saber qué necesitaba. Porque para eso le había pagado. Todo en mi vida era falso: mis padres, mi pretendiente y su proposición, y el chico a mi lado que fingía que le importaba.

Contuve las lágrimas.

—No quiero hablar más de ello.

—¿Qué tal si vamos a desayunar algo comestible? —sugirió—. Conozco un sitio muy bueno por aquí cerca. —Como todavía no estaba convencida, añadió—: Tienen bánh mì con huevo frito y salsa de chile, y unos cincuenta tipos distintos de matcha.

Mi James Bánh Mì quería llevarme a comer bánh mì. En circunstancias normales, me habría reído, pero solo asentí sin entusiasmo; lo único para lo que tenía fuerzas mientras sentía la cabeza embotada.

Discutimos sobre quién llamaría al Uber hasta que cedí cuando él, el auténtico, me dijo con amabilidad:

—Ahora estoy fuera de servicio, ¿entendido? No soy el Andrew que has contratado, solo un amigo.

—Vale —contesté.

Saludamos a Paul, con una puntuación de 4,8 estrellas y fama de buen conversador, y nos sentamos en el asiento trasero.

—¿Alguna vez has visto en el trabajo un desastre de tal magnitud? —pregunté y señalé hacia la casa.

Me ofreció una sonrisa compasiva, pero no descifré lo que escondía su mirada penetrante.

—Da igual —añadí de inmediato—. No quiero saberlo. —Por no mencionar que había vuelto a romper su norma.

En voz baja, dijo:

—Nunca es fácil para las clientas.

Paul me miró por el espejo retrovisor y continuamos en silencio a pesar de sus excepcionales habilidades comunicativas.


El café era acogedor, tenía fotos de la comida en la pared y un gato de plástico dorado junto a la caja registradora que agitaba el brazo para dar buena suerte. La familiaridad me tranquilizó.

—¿Quieres compartir un bánh mì? —preguntó Andrew mientras esperábamos en la cola.

Encontré el cartel de «bánh mì op la» en la pared y me fijé en el diminuto bocadillo de la foto.

—Ni hablar. Quiero uno para mí.

—Perdona, es la costumbre —aclaró. Cuando ladeé la cabeza para que me diera más detalles, dudó antes de explicármelo—: En el trabajo, intento comer lo menos posible si los padres no están delante para después atiborrarme delante de ellos.

—Ya veo. Sobre todo si cocinan, ¿no?

Asintió y sonrió.

—Le pone la guinda al pastel de luna. Ya sabes cómo es.

—Sí, lo sé. —«Por supuesto que sí».

A lo mejor se estaba saltando un poco la norma de no contar demasiado a las clientas porque lo que me había dicho antes era cierto y, en aquel momento, solo era un amigo. O a lo mejor la situación con Hongbo era tan patética que me lo contaba por pena y bromeaba por compasión.

—Si no comes suficiente, es un problema, pero, dos segundos después, se les cruza un cable y te dicen que estás gordo. ¡Es imposible ganar! —Bajó la mirada al suelo, solo un instante, después volvió a mirarme—. Siento mucho lo que te está pasando. Te sientes entre la jiàn y la pared, ¿verdad?

Me desconcertó que siguiera hablando en mandarín. ¿Por qué lo hacía cuando no era necesario? Lo entendería si quisiera decir algo que no tuviera un equivalente en inglés, pero ¿«espada»? Le había explicado a Andrew las frecuentes quejas de mi madre porque «rechazo el lugar de donde vengo», así que no sabía si se debía a que era un actor de método y continuaba metido en el papel aunque estuviéramos solos, o si de verdad estaba en sintonía con sus raíces chinas.

—¿Prefieres que no hable en mandarín cuando estoy contigo? —preguntó.

Joder. ¿Siempre habría sido tan perceptivo o habría aprendido a serlo en el trabajo?

—No pasa nada. —A lo mejor se me pegaba el hábito y mi madre dejaba de darme la brasa por un segundo.

Aunque era improbable, sobre todo, porque no quería que mis dos mundos empezasen a mezclarse.

Señalé el bánh mì de la foto.

—Pidamos dos. Si no te terminas el tuyo, me lo acabo yo.

Me dedicó una sonrisa sincera y me pregunté por un instante qué diría si me abriese con él. Si le hablase de la maraña de pensamientos que nunca compartía con nadie porque me daba demasiado miedo cómo reaccionaría la gente.

Pero no me dio la oportunidad, porque ya estaba pidiendo la comida.


Nos sentamos el uno frente al otro en una mesa de banco para cuatro.

—¿Por qué te gusta la economía? —se interesó mientras jugueteaba con la pajita.

Removí el matcha con leche para asegurarme de que no quedasen trozos sin disolver en el fondo.

—¿No te di suficiente información en la solicitud? Esto no es una cita de verdad, no tienes que molestarte.

Se atragantó con el matcha con hielo.

—Perdona, solo era curiosidad —dijo, tímido—. Olvídalo.

Suspiré. «Cuanto más sepa, mejor nos irá», me recordé, aunque prefería mil veces teclear las respuestas que decírselas cara a cara.

—Me gusta pensar en cómo funciona el mundo e intentar encontrar formas de mejorarlo. En el instituto, hice unas prácticas en un laboratorio de genética y me di cuenta de que podías ganarte la vida buscando respuestas a preguntas difíciles y reflexionando sobre los problemas. Comprendí que eso era lo que quería hacer. Dar con la especialidad adecuada me llevó un poco de tiempo, leer mucho y asistir a un montón de clases diferentes, pero… —Me encogí de hombros—. Cuando lo supe, lo supe.

«Ojalá todo en la vida fuera así de fácil».

Asintió con un amago de sonrisa y una mirada entornada que me decía que entendía de qué hablaba. Tenía un sueño y estaba bastante segura de que no era ese trabajo. Pero no le pregunté, porque no quería ir demasiado lejos con lo de ser amigos, así que me limité a asentir también. Tenía sentido que la interacción fuese casi unilateral, pese a que empezaba a parecerse más a un interrogatorio que a una conversación.

—Gracias por hablar bien de la carrera de económicas delante de mis padres.

Me miró como si le costase comprender que a mis padres no les gustara, pero, por suerte, se guardó lo que pensaba. En vez de eso, dijo:

—Te presionan mucho, ¿verdad? Tiene que ser duro. Lo siento.

Me encogí de hombros.

—Te llamaron Jing, como… —Dibujó el carácter en el aire con unas pinceladas perfectas. Con mucha elegancia, de hecho, formó los tres caracteres de «sol» que formaban mi nombre.

—Sí, esa soy yo. Tres soles. Brillante, triunfadora y tan deslumbrante que los demás no pueden mirarme directamente.

—Uf.

—Lo sé.

Apretó los labios con duda antes de añadir:

—¿Por eso siempre parece que eres otra persona? ¿La mujer brillante que tus padres quieren que seas?

Quería un novio falso, no una incursión en todas las cosas que no estaba preparada para afrontar. Me encogí de hombros otra vez y esperé que captara la indirecta.

Se inclinó hacia mí.

—Para que conste, me gusta la versión de ti de la aplicación, la que les planta cara a los imbéciles asquerosos y amantes de los Lamborghini, mucho más que la que siente que debe ser amable y sonreír siempre solo porque se lo dicen.

«Pues eres el único».

Llegaron los bánh mì y nos lanzamos a devorarlos. La combinación de huevo frito, pan crujiente y salsa picante era lo bastante deliciosa para hacerme olvidar, al menos por un segundo, a Hongo, a mis padres y al Frankenbāo.

Después de terminarme el mío y dejarlo todo perdido de yema, me dispuse a robar un bocado del de Andrew. Entonces empezaron a lloverme los mensajes de mi madre.

Mamá:

Jing-Jing, ¿dónde estás?

Jing-Jing, deja de hacer el tonto.

Jing-Jing, vuelve a casa.

¡Tengo que hablar contigo ahora mismo!

Intenté no mirar el móvil cada vez que sonaba, pero me fue imposible no leer los mensajes, como si mi madre me tuviera embrujada, lo cual, de ser cierto, me haría sentir mejor, porque me daría una excusa para comportarme como una masoquista.

—Deberíamos volver pronto —dije mientras lamía la yema que se me escurría por la mano.

Asintió.

—Cuando estés lista.

«Entonces no volveríamos nunca».

Aunque allí me sentía a salvo y marcharme no me apetecía lo más mínimo, me metí el resto del bánh mì en la boca y me levanté.

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