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♦ Capítulo 9 ♦ Drew ¡Pòng!

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Jing-Jing y yo declinamos almorzar con mucha habilidad: «Seguimos llenos después del magnífico desayuno, no nos entra ni un bocado más». Así que los Wang sacaron una mesa cuadrada plegable. ¿La habían comprado específicamente para el mahjong?

Nos sentamos y mezclamos y apilamos las fichas en silencio. Cinco minutos después, ya habían pasado varios turnos, había un montón de fichas cardinales en el centro y nadie había pronunciado ni una palabra. Como si estuviéramos en el Campeonato del Mundo de Mahjong y nos jugásemos el oro. Jing-Jing me había advertido en la aplicación que sería intenso y que su madre trataría de descubrir cosas sobre mí a través de mi estrategia, pero no estaba seguro de lo que eso significaba, por lo que me mantuve alerta mientras fingía estar relajado.

—¿Quién te enseñó a jugar? —preguntó la señora Wang, rompiendo el silencio y sin apartar la vista de las fichas.

«Fue parte de la formación. Jugábamos decenas de partidas contra otros operativos hasta ser lo bastante buenos como para impresionar a los padres de categorías 1 a 3 y para dejarnos ganar con los de categorías 5 a 7».

—Mi wàipó —respondí, porque a los padres de categoría 1A les encantaban las historias de abuelas que enseñaban a sus nietos, sobre todo conocimientos relacionados con la cultura china—. Era dura de pelar —añadí con una risita—. Tengo muy buenos recuerdos jugando con ella.

Mi wàipó de verdad era fría como el hielo y odiaba que me gustase el arte porque le recordaba al desarrapado de su marido. Solía llamarme huàidàn, huevo podrido. Al menos, era mejor que como llamaba a mis cuadros: lèsè. Basura.

Descarté una ficha roja intermedia.

—Usaba el juego para enseñarme lecciones sobre el pensamiento crítico, cómo ir dos pasos por delante y cosas así.

—Ah, ¿sí? —La señora Wang enarcó una ceja.

Tal vez estaba volando demasiado cerca del sol y me estaba pasando con las similitudes.

—Pero lo más importante para ella era pasar tiempo conmigo haciendo algo que le encantaba. Jugábamos con mi hermano mayor y un amigo suyo —añadí con la esperanza de distraerla y ponerle una guinda más al pastel de luna. El concepto todavía me hacía sonreír.

Tamborileó los dedos contra la mesa.

—¿Tienes un hermano mayor? Me sorprende que no lo hayas mencionado antes.

Lo había hecho el día anterior, seguro, porque estaba preparado para responder a las preguntas habituales, pero los Wang se habían centrado mucho en mis padres. Evité comentarlo y contradecirla y me limité a hablarles de mi hermano falso:

—Se llama Peter y es ingeniero informático en IBM. —Una empresa lo bastante grande para evitar que pudieran descubrir la mentira. Un trabajo cómodo y bien pagado por el que no se convertiría en una carga financiera y podría mantener a nuestros padres, según dictaban las expectativas sociales para con los hijos primogénitos. Algo que, gracias al formulario de Jin-Jing, sabía que era importante para los Wang.

Los dos asintieron. A veces me preguntaba si mis palabras serían demasiado perfectas como para parecer reales. Hasta el momento, no había sido un problema en ninguno de mis trabajos, pero ¿qué pasaría si una combinación de circunstancias adecuadas y el paso del tiempo llevase a uno de los padres a descubrir la verdad? Supongo que nunca me enteraría. No sabía qué hacían las clientas después del tiempo que pasaba con ellas. ¿Contaban que habíamos tenido una ruptura horrible? ¿Les decían a sus padres que seguíamos juntos, pero que estaba ocupado? Fuera lo que fuera, no era asunto mío. La agencia lo dejaba muy claro e incluso era una norma. «Implicarte no es el objetivo, operativo».

Descarté un siete de bambú y la señora Wang arqueó las cejas.

—O tienes una mano increíble, o no sabes lo que haces.

«O no tengo ninguna otra ficha de bambú y no tiene sentido conservarla».

Jing-Jing puso los ojos en blanco.

—No es lo que dice el equilibro de Nash —masculló.

—¿Qué has dicho?

—Nada —dijo en voz aún más baja.

—No, por favor, dímelo. Me encantaría saber qué crees que estoy haciendo mal si juego al mahjong desde antes de que tú nacieras.

Algo cambió en Jing-Jing.

—No importa cuánto lleves jugando, la teoría del juego dice que…

—Basta —la interrumpió el señor Wang con una mueca.

Prefería el silencio.

Tenía la intención de ganar, si me era posible, y así demostrarles a los Wang que era lo bastante listo para igualar la increíble inteligencia de su hija. No lo era, pero tenía que engañarlos para que lo pensaran y el mahjong era un buen método. Sin embargo, estaba claro que tanto su padre como su madre eran orgullosos, en especial, respecto al juego, así que ganar también conllevaría cierto riesgo.

Presté atención a las fichas que descartaban: fichas cardinales inútiles y otras que no les encajaban, además de las numeradas en los dos extremos. Jugaban a lo seguro, sin querer ayudar a nadie más o, peor aún, descartando la ficha ganadora, lo que los obligaba a quedarse con la morralla.

Después de unas cuantas rondas más, estaba seguro de que el señor y la señora Wang estaban empeorando sus manos al desechar las fichas más seguras. Bien. Me centraría en maximizar mis posibilidades de ganar, incluso si suponía correr riesgos. Además, así era como jugaba Jing-Jing y había cierto romanticismo en presentar un frente unido hasta en la estrategia del mahjong, ¿no?

Después de otro descarte «arriesgado» por mi parte, Jing-Jing me dedicó una sonrisa deslumbrante al comprender mi plan.

«Y eso que no ha entrenado con el maestro Liu». Que yo supiera, no existían los maestros del mahjong, pero insistía en que lo llamáramos así.

Le devolví la sonrisa y, por un momento, me sentí como si nos enfrentásemos solos al mundo. A sus padres, en realidad, aunque eran unos enemigos formidables.

—¡Pòng! —exclamé, cogí la ficha del círculo que la señora Wang acababa de descartar y la combiné con las otras dos que ya tenía. Si su estrategia era descartar las fichas de los extremos, me aprovecharía de ello. Debía de ser el equilibrio del que hablaba Jing-Jing.

Continuamos combinando pòng y chī con las fichas de sus padres, pero a expensas de descartar algunas que recogieron. Cuanto más exclamábamos «¡pòng!» y «¡chī!», más parecía un juego basado en competir dos contra dos que todos contra todos.

Nadie dijo nada cuando exclamé: «¡!», y revelé mis fichas en la mesa.

La señora Wang bufó.

—Eres temerario.

—Pero ha funcionado —rio Jing-Jing.

Poco a poco, se iba pareciendo más a la chica de la solicitud, la que tenía un humor afilado y una personalidad brillante como la luz de tres soles. La miré con una sonrisa torcida antes de contenerme y borrarla, solo que entonces me di cuenta de que se suponía que debía mirarla así.

Joder, más me valía centrarme.

Jugamos otras ocho partidas en las que apenas hablamos, de las que gané cuatro, Jing-Jing, tres, y la señora Wang, una.

—Os habéis compinchado contra nosotros —bromeó con una risotada.

—¿Ese es el secreto? ¿Vosotros os aliáis mientras tu madre se niega a ayudarme? —El señor Wang miró a su esposa—. Anda, lao pó, échame un cable.

Sabía que los maridos chinos a veces llamaban a sus esposas «mujer mayor» en mandarín, de la misma manera que alguien diría «parienta», «mujercita» o incluso «cariño», y que algunas personas lo consideraban entrañable, pero, aun así, me chirrió oírlo. Reparé en que a Jing-Jing tampoco le gustaba, aunque estaba más acostumbrada.

El señor Wang dio un golpecito en la mesa delante de su «mujer mayor».

—Dame algo sabroso para que me lo coma, por favor —bromeó, refiriéndose a que solo podía chī (comer) una ficha para hacer una combinación si el jugador que estuviera delante de él la descartaba, en ese caso, su esposa.

—Las fichas son igual de comestibles que todo lo que hay en esta casa —susurró Jing-Jing para sí misma, pero la escuché y me reí. Abrió los ojos de par en par, sorprendida, y después se unió a mí con ganas.

Le guiñé un ojo y me sonrió de oreja a oreja. La señora Wang usó el soporte de plástico de sus fichas para volcar boca abajo una última mano perdedora en la mesa.

—Ya he tenido bastante. Andrew, sin duda, eres imprudente, pero supongo que sabes lo suficiente para usarlo a tu favor.

Jing-Jing bajó la vista al suelo con expresión anonadada, inclinó la cabeza en mi dirección y murmuró que era un milagro, mientras señalaba a su madre con el pulgar de manera exagerada para que la viera.

La señora Wang le golpeó la mano.

—Soy una persona muy agradable —dijo con brusquedad antes de soltar una risa con un único «¡ja!». Entonces, para mi sorpresa, preguntó—: ¿Te parece bien cenar sobras, Andrew?

Se levantó para ir a la cocina y me apresuré a seguirla mientras respondía:

—¡Por supuesto! Deje que la ayude.

¿Era posible que hubiera ganado más que al mahjong? Eran, como mínimo, cincuenta guindas para el pastel de luna.

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