Читать книгу Rent a boyfriend - Gloria Chao - Страница 11

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♦ Capítulo 4 ♦

Drew

Otra noche más

«La estoy ayudando, la estoy ayudando…».

Sin excepción, siempre tenía que recordarme esas tres palabras para conciliar el sueño durante un trabajo. Por la noche, a solas con mis pensamientos, me sentía asqueado e incluso un poco cutre, aunque en realidad fuera todo lo contrario; desde que acumulaba decenas de críticas estupendas, mis precios eran de escándalo.

En todos los trabajos, había algo que disparaba mis inseguridades. En ese caso, habían sido los comentarios de la madre de Jing-Jing sobre que abandonar la universidad era el peor acto del mundo, incluso si dirigías una empresa que valía un millón de dólares. Mis orejas de desertor universitario se pusieron como tomates al oírlo y la respuesta de Jing-Jing, aunque no había sido la peor posible, tampoco me había calmado. No es que tuviera la obligación, pero era un asco. Ya me había juzgado a mí mismo lo suficiente para toda una vida, no necesitaba que los demás también lo hicieran.

Para conseguir dormir, recordaba la sección destacada en negrita del formulario de la clienta, la cual siempre memorizaba. La respuesta a: «¿Por qué necesitas nuestros servicios?».

No conocía al pretendiente sobre el que Jing-Jing había escrito, pero, después de haber cenado una sola vez con ella, me la imaginaba aporreando las teclas con los labios fruncidos. Era increíble lo que se llegaba a aprender de alguien en poquísimo tiempo cuando tu fuente de ingresos dependía de ello. Como en casi todas las respuestas, se había esforzado al máximo y descrito con todo detalle cómo sus padres y los de Hongbo querían que los dos estuvieran juntos por «un montón de razones equivocadas», que giraban en torno a que las familias habían sido amigas desde hacía décadas y creían que sus hijos formarían una pareja fantástica, a pesar de no tener nada en común.

Por no mencionar que era evidente que Jing-Jing lo despreciaba, algo que había tratado de ocultar al principio —«creo que no es el hombre adecuado para mí»—, pero que no le había salido nada bien, sobre todo en el cuarto párrafo —«hasta su bigote es malvado y se menea siempre que menciona su dichoso Lamborghini, Sheila, al que bautizó con el nombre de una modelo que se revuelca desnuda encima de un modelo idéntico en no sé qué video musical»—.

A los Wang tampoco les parecía mal que la familia de Hongbo fuera asquerosamente rica debido al gran éxito de su empresa tecnológica, Sistemas Extra Ordinarios, a la cual, según Jing-Jing, «le iba de maravilla a pesar de que sus fundadores no entendían que la ausencia de espacio en “extraordinarios” tenía una razón de ser y que “extra ordinarios” significaba otra cosa muy diferente». Se me escapó la risa al leer esa parte.

Desesperada por librarse de salir con «uno de mis antiguos acosadores», Jing-Jing había mentido sobre que ya tenía un novio ideal. Sus padres habían aceptado darle una oportunidad al supuesto amor de su vida, solo una, así que ahí entró en escena El Novio Perfecto. Entré yo. Mi misión —si la aceptaba, y era evidente que lo había hecho— consistía en ganarme a los Wang y hacer que se sintieran lo bastante satisfechos con nuestra relación amorosa como para rechazar al heredero de Sistemas Extra Ordinarios. Por tanto, para ese trabajo, Andrew Huang tenía que ser rico y triunfador, además de tener un futuro brillante que rivalizara con el de Hongbo. Dada la reacción de los Wang al trabajo de mis padres, mis estudios en la UC y mi potencial carrera como médico, íbamos por buen camino.

La estaba ayudando. Le proporcionaba un servicio muy necesario. Sin la ayuda de El Novio Perfecto, ¿qué habría hecho? Mencionó en la solicitud que hablar con sus padres no serviría de nada, pues estaban convencidos de que sabían más de su futuro que ella misma. Qué bien la entendía. Por eso, en cierto modo, aquel era un trabajo honorable y no sórdido ni patético, ¿no?

Me revolví para encontrar una postura cómoda, esa en la que te hundes tanto que sientes que te derrites, aunque me fue imposible. El sofá-cama era muy bonito, de cuero color burdeos, acolchado capitoné y reposabrazos redondos, pero no estaba hecho para fundirse en él. Ni para ningún tipo de comodidad. Demasiado frío al tacto y no lo bastante deformado para adaptarse al cuerpo. Se ajustaba al estilo del resto de la casa: limpio, minimalista y sin vida. Estéril, como la consulta de un dentista. La casa era bastante espaciosa para estar en Palo Alto, teniendo en cuenta los precios ridículos de la zona, pero diría que en otra ciudad se consideraría pequeña para pertenecer a una familia con dos dentistas en activo. Tal vez eso explicara el enfoque modernista del diseño interior, un intento de que pareciera más grande de lo que era en realidad.

Con todo, no era el peor sofá en el que había dormido durante un trabajo. El premio gordo era tener una cama de metro ochenta solo para mí, algo que me había pasado dos veces, y el rango más bajo incluía dormir con un hermano menor, en un colchón hinchable sobre el suelo, e incluso en un saco de dormir en el cuarto del perro; Denny era muy mono y se acurrucó conmigo toda la noche.

Mientras daba vueltas y más vueltas, pensé que el problema era que me faltaba mi almohada de Froot Loops, con un dibujo descolorido del Tucán Sam. Me gustaba abrazarla para dormir. Mi hermano pequeño, Jordan, me la había regalado hacía tanto tiempo que apenas se distinguían ya los ojos de Sam. Tampoco había visto a Jordie desde la debacle con mis padres y solo compartíamos un par de mensajes anodinos al principio de cada mes —«¿qué tal?», «bien»—; lo único que se atrevía a hacer para no cargarse también su relación con nuestros padres. Llevaba tres meses en Berkeley, su primer año de carrera, y era la oveja dorada de la familia, mientras que yo era la negra. La mayor parte del tiempo, me alegraba de haber dejado los estudios para que así él hubiera podido permitirse ir a la universidad y sacarle mucho más partido, por ejemplo, estudiando Informática en lugar de Historia del Arte.

A lo mejor un trozo de tarta nocturno me ayudaba a dormir, aunque sería un poco raro hacer eso en una casa ajena, incluso si fuera el novio de verdad. De hecho, si lo fuera, evitaría sin duda tomarme demasiadas confianzas y exceder ningún límite imaginario. Quizá me pasaba de cauto por culpa de mi primera clienta, Michelle. Menos de una hora después de empezar el trabajo, usé unos jabones muy elegantes del baño y su madre se puso como una fiera. Al parecer, los puñeteros jabones eran «de adorno» y llevaban en la familia un montón de generaciones. En mi defensa, estaban más cerca del lavamanos que el jabón normal. Además, ni siquiera sabía que la gente hacía esas cosas; la herencia familiar de los Chan eran la inseguridad y la incapacidad para comunicarse. Michelle era la única clienta que me había pedido un reembolso, pero los malditos jabones me atormentaban por las noches cuando no conciliaba el sueño, sobre todo, en los trabajos.

Para no pensar en la tarta, empecé a contar ovejas vestidas con pijamas de lo más originales, cuanto más estrafalarios mejor, y todos diseñados por mí, por supuesto. Y cuando por fin me deslizaba en los brazos de Morfeo, oí pasos.

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