Читать книгу Te vi pasar - Guillermo Fárber - Страница 10
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La “casa familiar” a que tan casualmente se había referido Fernanda en su primer encuentro, era una mansión colonial sobreviviente del pueblo de Tacubaya, oculta tras un espeso y alto muro forrado de hiedras añejas. La construcción, renovada de piso a techo para conjugar los generosos espacios de los siglos pasados con las últimas comodidades tecnológicas, conservaba casi intacta el aura de tiempos más estables y felices, anteriores a la rebelión de las masas.
Los contrastes resultantes de la remodelación eran evidentes. Desde el vetusto portón de entrada, sólido como para resistir embates de ariete, y que se abría con un mecanismo electrónico, todo parecía ideado para desconcertar al visitante habituado a que las cosas de un mismo lugar fueran congruentes con un solo tiempo. La pilastra-nicho plateresca, robada de algún convento de La Laguna, mostraba al exterior, tras unos gruesos barrotes previsores del vandalismo callejero, la escueta rejilla del interfón en el lugar donde antaño seguramente estuvo una virgen de serena factura. La alberca con solarium, bajo su estructura de aluminio y cristal de plomo, resaltaba entre la minúscula capilla posa de la esquina, las verandas encortinadas del comedor y la fuente de piedra empotrada en forma de concha venera donde una sirena eternamente tocaba la guitarra entre foliaciones barrocas y tritones barbados. Allá en el fondo, la cascada artificial conducía su danza de aguas purificadas entre enormes peñascos de utilería de concreto, musgos de vinil y palmeras de verdad. En el amplio vestíbulo de piso de Talavera, un robusto facistol de cuatro caras, robado de una iglesia del Bajío, ya no sostenía biblias ni misales sino revistas, periódicos, la correspondencia del día, la lista de las compras encargadas al chofer. Y detrás de las cornisas exteriores del segundo piso, semi-oculta entre la simetría de unos remates austeros y unas gárgolas estrictas, el inconfundible perfil de la antena parabólica recordaba que, después de todo, éstos eran, en efecto, los tiempos de la masa.
En las anteriores ocasiones en que había estado en esa casa, desde su reinauguración hacía más de un año, Martín había husmeado cuanto había podido por todos los rincones del jardín, por las construcciones anexas para el servicio, por la planta baja y el húmedo sótano. Había percibido o imaginado, muy tenues, las vibraciones de existencias transcurridas dentro de esos muros, unas algo venturosas, la mayoría desdichadas. Había valorado el gasto colosal invertido en esa remodelación que más parecía la reafirmación de un orgullo que la restauración de un hogar. Había disfrutado el discreto encanto de la cantera atravesada por cables coaxiales; del azulejo montado en aleaciones insólitas que amortiguaban los movimientos sísmicos; del adobe penetrado por bien disimuladas vigas de acero que multiplicaban su resistencia en puntos clave; de la añosa piedra de los muros, recorrida en sus intersticios más angostos por los sutiles alambres del sistema de alarma; de la luz infrarroja para secarse las manos en los baños de visitas, reflejada en antiguos emplomados de catecismo barroco y elemental.
Pero jamás había subido la monumental escalinata rumbo a las habitaciones de la planta alta, el ámbito privado, el lugar donde en realidad ocurrían o no ocurrían las cosas. En ese lugar intrigante pensaba cuando, haciendo una profunda aspiración, tocó el timbre incrustado en la pilastra-nicho. Al hacerlo, brotó en su memoria el verso de un bolero surrealista cuya exacta puntuación él nunca había podido desentrañar:
En el joyel de oro
de mis recuerdos eres.
Mientras esperaba recordó que el paraíso musulmán promete a cada varón un contingente de ochenta mil huríes siempre vírgenes y siempre dispuestas para su uso exclusivo; y una potencia sexual inextinguible para atender como Dios manda rebaño tan abundante. Pero él desconfiaba de las promesas religiosas. De todas las promesas, de todas las religiones. Aunque no se oponía de ninguna manera a la compilación administrativa de recibir después de la muerte su correspondiente hato de ochenta mil ovejas complacientes, pensaba que nada malo podía haber en ir tomando en esta vida cuantas se fueran pudiendo, a cuenta del premio mayor. Y en cuanto a la pureza, tenía la consoladora teoría de que todas las mujeres de la tierra eran de hecho vírgenes mientras no lo conocieran a él. Lo cual era estrictamente cierto. Para él.