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Después de un largo rato de quietud sabiamente concedido a la sedimentación del amor, ella abrió los ojos, con indolencia suprema, y le sonrió como somnolienta. Tomó el rostro de él y lo besó suavemente en los labios. No parecía sorprenderle su breve desempeño. Quizá creía que siempre era así. Sin duda, con otro —¿o con otros?—, pero no con él. Ya se encargaría de desengañarla. Y se juró a sí mismo que la próxima vez, la próxima vez…

Mientras tanto, una inquietud lo acosaba. Se apoyó en los codos para separarse unos centímetros de Fernanda y la miró a los ojos. La pregunta era obvia: ¿por qué él?

“¿Por qué no?”, contestó ella. Era su primera vez, es decir, la primera ilegal, y muy probablemente la última, aunque no se arrepentía. No es que le diera culpa. Era algo que tenía que hacer desde hacía mucho. Se lo debía a sí misma. Además él y ella eran antiguos conocidos, y ella sabía que lo atraía. Además él era discreto. Y…, continuó con una sonrisa mali­ciosa, Rogelio le había dicho que tenía fama de buen amante.

De modo, pensó Martín, que el miserable de Rogelio Cua­tro le había contado de él. ¿Qué más le habría dicho? ¿Que eran compinches del metódico libertinaje corporativo, pagado siempre por la constructora? ¿Que en sus fiestas privadas frecuentemente rivalizaban en la alfombra de la sala, entre el coro de aduladores, duraciones sobre sus respectivas cabalgaduras, y que casi siempre ganaba Martín? ¿Que en el asoleade­ro de algún penthouse ellos dos habían servido de panes del sándwich a cierta actricita que gustaba de actuar en esa clase de rodajes como rebanada de jamón? ¿Que una atlética negra fisicoculturista por poco estrangula a Rogelio con los muslos en una apartada playa de Oaxaca, mientras él y su vedette panameña los rociaban a chorros con champaña tibia? ¿Que en una suite de Cancún compartieron el mismo lecho con dos monumentales canadienses de ocho metros de altura, a las que montaron cuatrapeados sobre ellas mientras se saboteaban mutuamente el entusiasmo haciéndose uno al otro cosquillas en las plantas de los pies con plumas de ganso de un edredón destripado? ¿Le habría informado que esas experiencias eran divertidas, pero no excitantes? ¿Que eran más demostraciones de poder que búsquedas del placer? ¿Que el propósito de toda bacanal era alimentar el olvido y no la memoria, la trivialidad y no la hondura? ¿Que esos juegos tribales no alcanzaban la categoría de pecados sino, cuando mucho, de travesuras? ¿Podría adivinar Fernanda que en esos retozos simplemente no era posible alcanzar las conmociones telúricas que él acababa de experimentar con ella en ese lecho megalómano? ¿Qué tanto sabría ella, contado por Rogelio?

Martín quiso saber si había estado a la altura de sus reco­mendaciones, y en respuesta la risa de Fernanda esta vez casi pareció franca y sonora. Para deleite de Martín, se confirmaban a gran velocidad sus hallazgos vaginales. Mientras la fingida pazguatez de ella para consumo social se desgarraba a jirones, Fernanda estaba revelando, minuto a minuto, facetas nuevas y fascinantes. Sobre todo, un agudo sentido del humor, la única cualidad que para Martín distinguía a los seres huma­nos de los primates y de las estatuas.

Algún comentario hizo él en ese momento sobre la esceno­grafía de espejos, y ella le preguntó si le gustaba ver.

El asintió con la cabeza, y entonces ella estiró un brazo hacia atrás. En una esquina de la cabecera un tablero mostraba varios controles manuales. Fernanda hizo girar una perilla para que todas las luces de la recámara disminuyeran de intensidad hasta casi desaparecer. Luego oprimió uno de los botones, y el gran espejo superior se iluminó desde su parte posterior con una enorme imagen de televisión.

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