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En una de las pausas del amor, mientras hablaban de alguna intrascendencia anatómica respecto de las diferencias reales entre los hombres y las mujeres, Fernanda se refirió a la herál­dica de Martín como “pene”. La expresión le pareció a Martín de una vulgaridad tan inadmisible que debía corregirse de inmediato.

Todo lo suyo, le informó, tenía nombre propio y esa maravilla encabritable se llamaba Tizona. Como la espada del Cid: depositaria de la fuerza y símbolo de la rectitud; heroína de cien batallas y fiel servidora de su amo.

—En reconocimiento de lo cual —añadió ella muy seria— recibirá en su momento el honor de ser enterrada contigo, supongo.

Lo dicho, pensó Martín, la mujercita superficiosa de su casa estaba evidenciando un fértil trasfondo de socarronería que quién sabe dónde ocultaba en su vida normal. Eran infinitas las sorpresas del Señor.

—Si es que no la reclama antes —respondió él— la Rotonda de las Pichas Ilustres. La patria es primero, ya sabes.

—Si tiene tal abolengo —dijo ella, que de genealogías sabía un rato largo—, también tendrá divisa, digo yo.

—Ciertamente. Es un lema antiguo y apropiado, usado antaño para las lanzas de torneo: “Se Dobla Pero No Se Rompe”. Alguna vez supe decirlo en latín, pero entonces yo era monaguillo, me gustaba el incienso y no había leído a Marx. Groucho Marx.

Bien —dijo ella, inclinando ligeramente la cabeza y poniendo su mano derecha en la entrepierna de Martín, como para recibir un ceremonial beso de salutación—, pues está siendo un placer conocerte, Tizona, un verdadero placer. Estoy segura de que nuestra compenetración espiritual será cada vez más profunda y prolongada.

Después de aclarar ese delicado asunto, ella lo hizo sentarse en el centro de la cama en postura de flor de loto (o una acep­table imitación de flor de loto, que Martín había aprendido en sus tiempos de meditador en la escuela del Maharishi Mahesh Yogui) y realizó para él una asombrosa demostración de elasti­cidad.

Fue otra revelación. Fernanda, La Dama de Muy Altos Vuelos, casi podría ganarse la vida en un circo como contorsio­nista. Y tal vez sin el “casi”.

—No te conocía esa habilidad —dijo él, verdaderamente impresionado por la sorprendente flexibilidad de los músculos y las articulaciones de Fernanda de los Cuatro Apellidos.

—Prácticamente nada conoces de mí —contestó ella, en un tono que no era de queja ni de alarde, sino simplemente para establecer un hecho indiscutible.

Y rodeó la postura de Buda Martín con una pierna que dobló de manera imposible hasta tocar con delicadeza su propia nuca.

—Nada importante, al menos —aclaró—. Esto lo hago desde niña. Entonces yo pensaba que así podría meterme en los agujeros estrechos que aparecen en todos los cuentos de hadas. Quería poder irme siempre por donde cayó Alicia en el País de las Maravillas. No quería quedarme fuera de la cueva de los tesoros a la que se entra por una angosta grieta. O ato­rarme en el hoyo del árbol por el que solamente caben las ardillas y que es en realidad la puerta de la casa de Merlín. Por eso hoy sigo lista para cuando por fin me encuentre con el agujero que lleva a la magia.

Se puso de pie en la cama, muy derecha, viendo al frente, y juntó sus hombros hacia adelante hasta que éstos se tocaron y sus brazos cayeron libremente hacia abajo, pegados al cuer­po, haciendo que su torso pareciera un cilindro compacto y fino, como un misil listo para ser disparado.

—Para los que saben de esto —continuó—, es evidente que mi rutina es reducida, pero lo que hago lo hago bien y en todo caso creo que sería bastante para entrar en ese agujero fantástico que todavía espero encontrar algún día. ¿Tú sabes algo del nombre y ancestral arte del contorsionismo?

—N. P. I.

—¿Perdón?

Él se puso serio y miró a su alrededor con desconfianza.

—N. P. I. —repitió con gravedad— es una de las contrase­ñas principales en el código de la cia. Top secret.

—¿De la cia? —repitió ella, suspicaz—. Y significa… Martín se acercó más a ella y bajó la voz para transmitirle el secreto.

—Ni Puta Idea —murmuró.

Ella movió la cabeza con solemne gesto de conspiradora para indicar que había comprendido. Y, en seguida, como para demostrar que había en la vida ocupaciones menos estériles que jugar con las palabras, culminó su demostración física formando con su cuerpo encima de Martín, apoyándose en las puntas de los pies y en los codos, una especie de pagoda. Una fascinante pagoda de erotismo que él no había visto jamás, ni siquiera en fotografías de los explícitos templos de la India central.

Ante aquello, Martín decidió que le importaban un rábano tanto los idiotas agujeros de Merlín y de Alicia, como las limitaciones técnicas de ella como contorsionista. Para él, con esa pagoda y nada más con ella, Fernanda quedaba consagrada para siempre como diosa suprema de la voluptuosidad plástica.

Al pensarlo, se inclinó ligeramente hacia adelante y en una especie de homenaje litúrgico tocó apenas, con la punta de la nariz, el hendido y palpitante vellón que así se ponía a su alcance y que era sin duda el centro de gravedad de la escultura formada por el cuerpo doblegado de Fernanda. La mujer, se dijo, es el centro del universo, y su centro es el centro del centro: ahí cabe Dios entero, sin frío.


Y no intentó acercarse más Martín, porque tan sólo con el esfuerzo realizado ya se le estaba anunciando la posibilidad de un calambre en la parte baja de la espalda.

—Practico diario —explicó ella cuando regresó a su postura normal de maja relajada—. Mi maestro de gimnasia es también yogui.

Le dirigió una de esas abismales miradas suyas.

—¿En qué piensas?

—En cuánto te debía el destino —contestó Martín, sobándo­se las entumecidas rodillas— que conmigo te pagó. De veras me parece extraordinario lo que puedes hacer con tu esqueleto.

Y se mordió los labios para reprimir la ingenua, ofensiva, lacerante pregunta de a quién más había ofrecido esa exhibi­ción. Por alguna razón que no entendió y prefería no averi­guar, sintió que necesitaba urgentemente unos minutos de soledad.

—¿Puedo —inquirió— husmear un poco por acá arriba?

—Husmea todo lo que quieras. Pero ten cuidado. Hay va­rios detectores electrónicos de machos foráneos, ocultos donde menos te lo imaginas. Si te descubren, una cimitarra turca descenderá de lo alto como guillotina o saldrá de un muro como serpiente, y te castrará con la eficacia de un cirujano. Si eso ocurre, te suplico limpiar muy bien la sangre, depositar en la basura las gónadas ya inservibles, tomar tus ropas e irte discretamente. Si algo no hace falta en esta casa, es un eunuco.

—Oh, no te preocupes por eso —dijo él, levantándose y poniendo su mejor cara de Inspector Mongol—, la curiosidad nunca ha tenido sexo.

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