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Pero a ella le llamó la atención que él mencionara a un fantas­ma zapatista.

—No recuerdo haberte contado esa historia —dijo.

—No lo hiciste —replicó él, que consideró prudente callar que meses antes se la había narrado la cocinera como si fuera una vergüenza familiar—. Se me ocurrió nomás.

—Es que existe —dijo ella con un asomo de recelo—. Hasta yo lo he visto. Es el más sociable de todos. Dicen que se trata del bisabuelo Manuel, asesinado por un zapatista en el sillón de barbero que viste. La familia siempre ha creído que el corte en el asiento lo hicieron la misma mano y el mismo cuchillo que degollaron al bisabuelo. A mí eso me parece un cuento. Y si no es cuento, es aún más desagradable, como tener en la casa el cuello rebanado del pobre señor que de todos modos se tenía ganado lo que le pasó. Y no por abusivo sino por imbé­cil.

En seguida le relató la historia, que no tenía nada de parti­cular. Una venganza como tantas otras de esa época. El tal don Manuel (un don de apenas treinta años, por lo demás) se creía, ingenuamente, salvador del pueblo y patriarca de la peonada, allá en la hacienda familiar de Jonacatepec que, más tarde, según rezaba la leyenda familiar, mediante una indemnización ridícula entregó el gobierno a los campesinos para demostrar que la justicia social consistía en la facultad de destruir impu­nemente las propiedades de la gente decente, ganadas a pulso con trabajo honrado.

Aunque había que precisar esa acusación de ingenuidad. En realidad don Manuel era un amo benévolo con los trabajadores, pagaba bien y promovía obras de beneficio colectivo. Pero su gusto mal disimulado eran las adolescentes apenitas en flor, y por ahí lo engañaron. Con y sin consentimiento de las afectadas, algunos padres y madres ambiciosos le entorilaban de una manera o de otra a sus retoños de mejor ver, en cuanto éstas comenzaban a empitonar con ímpetu tropical las blusas de tela ligera. Nunca se supo que don Manuel hubiese desdeñado una de esas ofrendas: las aceptaba siempre lleno de remordimientos religiosos que sofocaba mal, y de promesas que invariablemen­te cumplía, pero al parecer aceptó cuantas nínfulas le ofrecie­ron sus vasallos feudales. Pronto comenzó a poblarse el pueblo de herencias criollas en vientres mestizos, pero a diferencia de Pedro Páramo, que disfrutaba la inapreciable ventaja de saberse odiado, don Manuel el Inocente se imaginaba que la propa­gación de su simiente se daba en actos de amor comunitario. A pocos años de esa vida fantasiosa, algún joven a quien él sin sospecharlo siquiera había vuelto cornudo, lo sorprendió con el cogote al aire en la peluquería del pueblo.

Eso era todo. Una historia ramplona y común. Por eso el fantasma se le aparecía sólo a mujeres, preferentemente jóve­nes y bellas. Fernanda se había tropezado con él algunas veces y siempre le llamaban la atención tres cosas: su mirada de sorpresa infinita y malograda, el tajo tremendo en la garganta, y un abultamiento perpetuo en la entrepierna, que parecía decidido a reventar las costuras del pantalón de charro.

—Te lo voy a creer —dijo Martín— no porque lo digas tú, sino porque en una casa con trastos de virreyes cualquier cosa es posible.

Tras de lo cual le explicó que las casas demasiado llenas le recordaban la anécdota del turista que fue a visitar a un famoso gurú oriental.

—Al entrar en la pobre choza —dijo—, el turista observó que el gurú estaba sentado en el piso de tierra pues no había dentro ni una silla, ni una mesa, ni una cama, nada. “¿Dónde están tus muebles?”, preguntó el turista, muy extrañado. El gurú replicó al instante: “¿Dónde están los tuyos?” “Oh, bue­no —contestó el turista—, es que yo aquí sólo estoy de paso.” El gurú entonces se le quedó mirando largamente y por fin dijo con voz muy suave: “Yo también”.

Fernanda se estiró como pantera. Las sombras lunares de los árboles del jardín le prestaban una apariencia etérea. Su cuerpo, y especialmente esos senos gloriosos, pensó Martín, conformaban una de esas visiones que jamás pueden hastiar. De pie sobre la gruesa alfombra, con las piernas cruzadas oprimiendo a su prenda amada, él sintió de pronto y una vez más la creciente pugna de aquello por escapar de la cárcel y elevar su entusiasmo al aire libre.

—Desde un principio sospeché —dijo ella, con un mohín de reproche— que no te gustaba mi cama. No importa. Peores ofensas he tenido que soportar en mi vida —en su mirada seductora brotó de pronto una abierta llamada—. Te perdono, eunuco. Ven acá.

Sólo en trance de muerte, sabía él, se justificaba desdeñar invitaciones semejantes. El lapidario bolero cantaba la pena aplicable a la monstruosa culpa de no actuar debidamente en tales casos:


De lo que te has perdido

la noche de anoche

por no estar conmigo.

De lo que te has perdido:

yo llena de fuego

y tú pasando frío.

Y Martín, mientras saltaba como tigre cauteloso desde esa distancia sobre Fernanda, se vio la entrepierna colorada y pensó que muchas veces había él jugado al Drácula, ejecutando el acto supremo en vellones sangrantes. Pero, se dijo en el aire, hacerlo mientras era él quien estaba menstruando, ésa sí que era una experiencia novedosa.

Y ante la repetición ostentosa recordó la diferencia crucial que él aún no había comprobado: susto es la primera vez que no puedes por segunda vez, y pánico es la segunda vez que no puedes por primera vez.

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