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Ese nuevo encuentro fue tan memorable como el resto, pero no logró arrancarle a Martín la segunda salva de honor de la noche. Así que el semen continuaba acumulándose en sus hinchados testículos, como tanques de guerra en la frontera enemiga los días previos a un blitzkrieg definitivo. Incluso para él, aquello quizá estaba resultando ya un poco demasiado extravagante, y cada vez le resultaba mayor el esfuerzo de la concentración. Pero el criterio, se dijo para apaciguar su inci­piente preocupación, debía ser puramente pragmático: mientras se doblara y no se rompiera… De pronto Fernanda se quedó mirándolo a contraluz, se le acercó con toda calma y le tomó su exhausto, pero todavía combativo emblema con ambas manos, con un gesto de científico estudiando a un animal extraño. Lo palpó, lo pesó, lo sostuvo, lo observó con meticulosa seriedad y al final emitió un dictamen de firme convencimiento.

—Me gusta la Tizona —dijo.

Martín la miró con severidad.

—No —respondió pronunciando con esmero cada sílaba—, me encanta tu verga.

En el rostro de ella apareció una sombra de inquietud.

—Me temo que la expresión no es del todo exacta —dijo, con un ligero estremecimiento de la voz.

—Sí lo es —insistió él—. Me-en-can-ta-tu-ver-ga.

—Es que, no… No se aplica… No refleja cabalmente la opinión…

—Observa mis labios, Me encanta tu… —ella lo observaba, entre recelosa y compungida—. Aquí atención, para no cometer la pedantería ahora de moda de pronunciar la “ve” casi como “efe”: vvvvveeerga. O beeerga, para el caso es lo mismo.

—De ninguna manera —protestó ella—. Esas consonantes pertenecen a dos categorías muy diferentes de articulación…

—Dilo.

—Las peculiares formas de manifestación individual…

—¡Dilo! —gritó Martín, pero sus ojos sonreían—, ¡con un carajo, dilo!

—Me encanta…

—¡¿Qué?! —exclamó él agitando las manos frente a ella animándola a seguir—. ¿Qué te encanta?

Ella hizo una aspiración profunda, frunció el entrecejo y pareció prepararse para dar la voz de ¡Fuego! en un fusilamiento.

—Tu verga —exclamó finalmente con suavidad, modulando cada letra, y en sus ojos brilló una lucecita traviesa—. Ya está. Lo dije. No puedes quejarte. Siempre he tenido facilidad para los idiomas extranjeros.

Martín adoptó un gesto de extrañeza.

—Disculpa —dijo—, pero no creo haber escuchado bien tu comentario. ¿Qué fue lo que dijiste?

—Dije, y aún no me lo agradeces, que seguramente debido más a mi índole magnánima que a los merecimientos reales del asunto, encuentro —tomó aire— en tu vvvvverga algunos modestos, pero agradables valores estéticos.

—¡Dios! —exclamó él, elevando los brazos al cielo—. No gana uno para vergüenzas. ¿Cuántas veces debo repetirte que se llama Tizona? ¿Tendré que soportar toda la vida tu insufri­ble vulgaridad? Pero, bueno, resignación, es el precio de tu pasado proletario. Y en cuanto al merecido elogio, gracias por la parte que me toca, que es toda. Como dijo el elefante, quizá no sea una gran cola, pero es mi cola.

Ella, que evidentemente gozaba de un pensamiento rápido, ya tenía el cerebro sintonizado en otras frecuencias. Hizo una mueca de intriga.

—¿Vvvvvergüenza también viene de ahí? ¿Y bbbb-bergan­tín? —se preguntó en voz baja—. Como que es la misma raíz.

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