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No tuvo que preguntar por la ubicación del cuarto de baño. Todo en esa casa estaba donde naturalmente tenía que estar. Era una de las perversiones propias de la arquitectura de los antiguos, se dijo, obedecer al sentido común.

En el camino, entre la penumbra y la gruesa alfombra que le hacía caminar como pelícano, estrelló un pie contra un objeto que casi derriba. Se quejó, doblado sobre sí mismo y sobándose el pie lastimado.

Fernanda lo contemplaba sonriendo mientras arriba el olvi­dado superfalo profesional, como estaba previsto desde el principio de los tiempos, rociaba en technicolor el rostro de las dos candorosas muchachitas con su abundoso manantial de promesas despilfarradas. Es correcto, diría tal vez un cosmetó­logo: es un buen nutrimiento para el cutis.

El objeto causante del tropiezo de Martín, recitó ella de corridito, emulando el tono de los guías de turistas, era un aguamanil o lavamanos o más propiamente jofaina, voz árabe desde luego, cuyo uso era evidentemente la higiene corporal en las épocas sin agua corriente; montada en un mueble tripié de ébano, que es una madera dura oriunda de África, la palangana es de cerámica poblana y los percheros colocados en su parte superior servían para sostener los retazos de tela basta empleada entonces como toalla, invento éste, por supuesto, muy posterior; de elevado precio, había pertenecido al virrey Mel­chor Portocarrero y formaba parte del patrimonio familiar desde hacía poco más de dos siglos.

Martín miró un momento el trebejo con evidente admiración y en seguida con gran formalidad, descansó cuidadosamente en el piso el pie lastimado y orinó sin miramientos en el tesoro familiar.

Desde ese instante, declaró al terminar su desahogo en la palangana de cerámica invaluable, el trasto quedaba elevado a la categoría de bacinica real.

Ella frunció divertida los labios en un mohín despreocupado y comentó que, conociendo la estirpe de locos dueña de esa antigüedad, podía asegurarle que no era el primero en hacer eso, o algo peor.

Martín no le contestó porque estaba levantando la ropa del suelo. Era una de sus manías. No podía soportar ver ropa fuera de lugar, en el cuerpo o fuera del cuerpo. La suya, menos que ninguna otra. Así que tomó varios ganchos del clóset de Fernanda y fue colgando en ellos las prendas que había botado antes por la alfombra, en el arrebato de la pasión.

De su ropa, sólo valían la pena tres cosas: la chaqueta, el calzoncillo y los calcetines. La chaqueta, por gusto, porque eran su debilidad; el calzoncillo y los calcetines, por precau­ción. Era otra sabia lección de su padre. “Totalmente vestido o totalmente desnudo —le había dicho muchos años atrás—, uno no tiene problemas. Ya está uno en lo que está y tiene o no tiene con qué responder. El riesgo está entre ambos estados, en lo que pasas de uno al otro.” Analizando el asunto, Martín había llegado a la conclusión de que el momento cru­cial en esos casos, el momento más vulnerable, era al quedarse uno en calzoncillos y calcetines. Un hilo suelto, el más mi­núsculo agujero en la tela, un estilo demodé, un color estrafa­lario, cualquier cosa podía ahogar en el ridículo o en la vulga­ridad la más prometedora aventura. Y como uno nunca sabe al despertar qué le depara el destino, él toleraba camisas, panta­lones, zapatos, cinturones y corbatas de discutible calidad, pero en materia de calzoncillos y calcetines era intransigente: sólo lo mejor de lo mejor. Y hasta entonces nunca había tenido razones para arrepentirse de tan básica precaución.

Al levantar de la alfombra la túnica de ella, Martín vio que le cabía en un puño. Un puño de seda de levísimas crepitacio­nes que guardaba, reconcentrado, el aroma penetrante de la promesa cumplida. Y pensó que estaba ya viejo para volverse fetichista a esas alturas, pero con tales señuelos cualquier cosa era posible.

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