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La voz que llegó por el interfón era la de ella, y fue ella misma quien acudió a abrirle la puerta. Estaba deslumbrante, como siempre, pero quizás había llorado, y su atuendo era de intimidad. Unas incipientes ojeras, en el rostro limpio de maquillaje, le daban un cierto aire de Dolorosa medieval, y su esbelta silueta se recortaba en contornos difusos contra las penumbras del jardín antiguo sobre el que comenzaba a caer la noche.

De ser interrogado por el adjetivo que mejor describía a Fernanda, Martín habría contestado sin vacilar: distinguida. Y en ese momento de revelación, envuelta en una pálida y ligera túnica que ondeaba levemente, su distinción adquiría un cierto aire fantasmal: “¿Quién es ésta que se descubre como el alba?”

Confundido en sus entrañas como no recordaba haberlo estado nunca, Martín cerró lentamente la puerta a sus espaldas e intentó el principio de una torpe plática convencional. Ella no dio muestras de escucharlo. Mirándolo a los ojos, impávi­da, como hablando desde el fondo de un túnel, pronunció con mucha suavidad la frase que volvía superflua cualquier otra palabra.

“No hay nadie” dijo, y Martín no necesitó más para enten­der en un flamazo que ceder a la tentación es siempre un acto de humildad.

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