Читать книгу Te vi pasar - Guillermo Fárber - Страница 18
Оглавление
12
Fue una noche indómita, y en ella pudo Martín demostrar hasta el límite sus legendarios poderes. Después de aquel primer clímax decepcionantemente breve, su natural temperancia de cavernícola fue reforzada por la determinación absoluta de probarle a Fernanda que también él era algo especial.
Porque tuvo que reconocerlo: había en sus impulsos hacia ella algunas impurezas que ahumaban la nitidez de la experiencia. La principal era una rebuscada sensación de desafío. Ella era para él en buena medida un reto, y los retos, reconoció, son para el esfuerzo y la conquista, no para el deleite y la entrega.
Otra mancha en la experiencia era una cierta percepción irritante que no era exactamente rencor y no eran exactamente celos, sino más bien una especie de envidia, una opaca envidia hacia Rogelio por poseer no sólo a Fernanda sino al único mundo donde ella podía caber.
Las mujeres como ella podían crecer en muchos huertos, se dijo, pero sólo se servían en restaurantes exclusivos. De ese modo, Rogelio no era simplemente un rival oficial más —de los cuales Martín ostentaba colecciones sin que ninguno le quitara un segundo de sueño—, sino el “indicado” para ella, el único titular posible en su tiempo legal.
Ése era el origen de una envidia incongruente porque, a la vez, a Martín se le congelaba de horror la médula espinal ante la mera idea de cargar para siempre con alguien como Fernanda o de ser alguien como Rogelio. De hecho, se le erizaba la piel ante la posibilidad de ser como cualquier otra persona que él conociera o pudiera imaginar, incluyéndose a sí mismo en tal recuento; pero en vista de que cada quien tiene que ser de alguna manera concreta, le parecía que lo menos repugnante en esta vida, para él, era ser como él, aunque tal manera de ser le pareciera casi tan detestable coma cualquier otra.
Y aún había otras sombras entre él y Fernanda, pero eran menores y él no estaba en esos momentos para mucho autoanálisis. En todo caso lo haría, pero después, después, después, se dijo al extender la mano de náufrago hacia el vientre de terciopelo de Fernanda. Con la vista atornillada en la mortífera visión del cuerpo de Fernanda, en pose de mosquetero comenzó a deslizar lentamente su mano rumbo al pubis angelical y toda reflexión murió de muerte natural en esa prematura etapa y él no dijo una palabra más y olvidó su franca curiosidad y su incoherente envidia y su vago enojo y ella tampoco hizo más preguntas y aceptó la caricia y el fervor y fue resbalándose sobre sus codos y su rostro se concentró y levantó otra vez poco a poco la vista al techo y su piel volvió a llenarse de color y terminó por cerrar los ojos y balancear la cabeza y ondular el cuerpo y gemir y quejarse y jadear y gritar y clavar las uñas en las sábanas y en la espalda de él y en los giros de las columnas y él multiplicó su presencia y su vehemencia en las comarcas de ella y se abandonó a sus convulsiones y ambos casi fueron uno por instantes y él supo que podría posponer indefinidamente su segunda andanada sin perder un átomo de placer y por otro largo rato los únicos sonidos de la recámara fueron los rumores elementales de la única verdadera lucha por la vida: “De ti, por ti y en ti nos gozaremos”.
Fue un momento típico de aquella noche gloriosa. Pleno, gozoso, redondo. Y como obsequio absolutamente inesperado del destino, por vez primera en muchos años Martín experimentó la casi olvidada sensación de habérselas no con un mero cuerpo ajeno, sino con una persona total. Era ésa una emoción inquietante y prodigiosa que sólo había conocido dos o tres veces antes, en un pasado inocente e irrescatable. En parte por lo inesperado, en parte por la falta de costumbre, y en parte por la ilusoria sensación de creerse ya inmune a los efectos telúricos del amor, la tremebunda fuerza expansiva de esa sensación inusitada le abrió a Martín un hueco de desamparo en el estómago.
Pero nada es totalmente desafortunado en esta vida: ese apenas asomarse a las verdaderas profundidades del amor le ayudó a concluir ese nuevo encontronazo con varios orgasmos más en la cuenta de Fernanda, y el segundo suyo una vez más pospuesto. Era otra de las lecciones de su experiencia amatoria: los sacudimientos del espíritu y los espasmos genitales se anulan mutuamente.
Por la ubicua imagen en los espejos le vino de pronto a la mente la perfecta expresión “bestia de dos traseros”. Doblado por la cintura, con las piernas sobre la cama y la cara en el suelo, satisfecho de haber sobrevivido a otro asalto con la batería intacta, pensó que Shakespeare siempre había encontrado la mejor forma de decirlo todo, sin dejar ya nada para nadie después de él.
O en palabras de José Alfredo:
Ya lo ves
como un cariño
nos arrastra y nos humilla.