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De regreso del baño ella emprendió lo que llamaba su particu­lar Feria de Vanidades. Consistía en un ceremonioso desfile a lo largo de su corte de espejos, para contemplarse morosamen­te en uno tras otro, desde diferentes ángulos, combinaciones, distancias, perspectivas. Mientras ella cumplía con el rito, le pareció a Martín que su deslumbrante figura desnuda ejecutaba una especie de ballet de ofrendas a la belleza gratuita y arbitra­ria.

—No te equivoques —explicó ella de pronto—. No es tanto que me guste verme en ellos, sino que me tranquiliza su fideli­dad. No sabes cuánto, cuánto me tranquiliza. De todos tus amigos y enemigos, el espejo es el único que te es siempre leal. Tú puedes engañarte con lo que ves, si quieres, pero no es culpa suya. Él te dice exactamente cuánto te vas muriendo cada día, cómo te estás arrugando, cuándo nace cada estría, cómo avanza la celulitis, de qué manera se te comienzan a colgar las carnes, qué gesto tienes realmente hoy. Esa honra­dez a toda prueba me da una sensación de seguridad, de estabi­lidad, de que por lo menos algo en el mundo persiste en decir la verdad. Es confiable, es… tranquilizante.

Martín pensó que todos los seres humanos seguían un trán­sito semejante. Primero confiaban en sus padres, luego en Dios, luego en alguna ideología o en la ciencia o en el arte, y luego cada quién se volvía de plano loco según su muy particu­lar gusto, temores y fantasías. Él, por ejemplo, ya no creía de veras sino en el toreo, en un puñado de escritores y en la experiencia sensorial inmediata. De hecho, aparte de su ritual peregrinación dominical a la plaza de toros, sus prioridades en la vida eran pocas y claras: leer, comer, beber, coger. Y ya.

Fernanda creía en los espejos. Algunos seres humanos, menos refinados, creían en los espejismos: el dinero, la fama, el poder, la velocidad, el peligro, la disciplina, el orden, la virtud, el pecado. Y finalmente otros, muy pocos, se arriesgaban en serio al confiar sus vidas al amor o a la amistad —o a supremas incertidumbres similares.

—¿Tienes un favorito, un espejo preferido? —preguntó él.

—Sí —respondió ella de inmediato, señalando al otro extre­mo de la recámara una espléndida luna biselada, montada en un marco giratorio de esbeltas, pero enérgicas formas. No es muy antiguo ni es valioso, pero tiene solidez, fuerza, y al mismo tiempo calor, cariño. Es como acogedor, como protec­tor. Me gusta. Me vigila. Me cuida.

Martín lo estudió un instante, desde la cama.

—¿Ya le pusiste nombre?

Ella negó con la cabeza, lentamente.

—Nunca hagas eso —respondió Martín, y por primera vez su gesto parecía realmente severo—. Dice Zorba que cada noche que una mujer pasa sola es un insulto a Dios. Y yo digo que cada cosa que te sirve con lealtad, merece un nombre propio. Es un desprecio imperdonable no dárselo.

Saltó de la cama y se acercó al espejo. Lo rodeó, lo acari­ció. Y como si éste quisiera confirmar la alta opinión que Fernanda tenía de su fidelidad, Martín recibió de él un incle­mente reflejo de su propio cuerpo desnudo, que por desgracia ya estaba lejos de ser lo que había sido, y por fortuna aún distaba de lo que sin remedio llegaría a ser.

—Es masculino, sin duda —dictaminó Martín finalmente—. Observa la torpeza de su gesto, su irremediable actitud de optimismo, su mueca de alucinado. Creo que está un poco celoso del hijo del hombre; tiene razón, desde luego.

Adoptó un gesto más grave aún y miró a Fernanda sin pestañear.

—¿Te gusta Fidelio? —preguntó.

Ella movió muy lentamente la cabeza, asintiendo no como si aceptara el nombre sino como si lo recordara después de un largo olvido. Y en el espejo su fascinante imagen fue un poco más brillante sin que cambiara la luz, un poco más nítida sin que se afilaran los contornos, un poco más enigmáti­ca sin que se ocultara un detalle. Como en todas las cosas de este mundo, pensó Martín al percibir aquel extraño fenómeno, las maneras de ser fiel son infinitas.

En seguida ella se aproximó a la luna impasible y le dio un tenue beso que fue como besarse a sí misma.

—Bienvenido a casa, Fidelio —murmuró, y fue evidente que sólo en parte era un gesto teatral.

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