Читать книгу Te vi pasar - Guillermo Fárber - Страница 21
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Fue en cierto modo un recorrido decepcionante. Nada que no hubiera imaginado o intuido de alguna manera. La misma calidad en todo, el mismo orden, la misma limpieza, la misma edad apabullante resanada con millones nuevos de inversión. A pesar de la penumbra lunar y de su propia calidad de intruso desnudo, nada parecía ofrecer un especial interés. Además, nada reflejaba cabalmente a los habitantes actuales de la casa, sino al linaje. Como que en esa casa ya no vivían personas concretas sino alcurnias.
Ni siquiera la recámara de Rogelio Cuatro, ciertamente un caso extremo de individualismo feroz, parecía totalmente suya. Como un poco demasiado sutil, un poco demasiado adusta, un poco demasiado no él. De todos modos, pensó Martín, haber hurgado en los ámbitos privados de Rogelio le daba una ventaja sobre éste: conocer algo del otro que el otro no sabía que él sabía.
Sin embargo, era sumamente curioso que Rogelio sólo fuera realmente Rogelio afuera de esa casa, mientras que con Fernanda sucedía exactamente lo contrario. Por lo que ya le constaba a Martín, ella solamente era ella dentro de su recámara. Y sin Rogelio, quiso suponer.
Por lo demás, de su rendez-vous de fisgonería le quedó claro que los tributos ahí se pagaban en especie. El costo que esa casa exigía a sus habitantes lo cobraba en rasgos, en huellas, en vestigios.. Era la historia acumulada, se dijo Martín, las cosas amontonadas, que cobraban su cuota de identidad. No se podía cargar con tanta prosapia sin ser aplastado por ella.
Martín tan sólo encontró un objeto realmente inesperado en su excursión descubridora. Fue un vetusto y singular sillón de peluquería de pueblo, de principios de siglo tal vez, que ocupaba un cuartito anexo a la sala de juegos de los niños y que mostraba un tajo largo y antiguo en el asiento de cuero corriente. Sus limitados mecanismos giratorios y de elevación funcionaban perfectamente, y era muy posible que se utilizara de manera regular para lo que estaba destinado. Otro dato del mundo íntimo de Rogelio, sin importancia, pero uno más: dónde le cortaban el pelo. Mil insignificancias como ésa, pensó Martín, construían el perfil secreto de un hombre —a su vez otra insignificancia, desde luego.
De regreso en la recámara de Fernanda, hizo una escala en un baño del pasillo, en cuyo clóset rebuscó hasta encontrar un frasco de pintura de uñas de color rojo intenso que se vació cuidadosamente en el pubis. Luego, escondió el paquete genital entre sus muslos y entró en la recámara con las piernas apretadas una contra otra y dando pasitos microscópicos de indio atemorizado.
—No fue una cimitarra turca —explicó con cara compungida ante la mirada interrogante de Fernanda—, sino un vil machete para cortar caña. Un fantasma vestido de revolucionario zapatista brotó súbitamente de la chimenea del pasillo y, ¡zas!, privó para siempre de tentaciones al hijo del hombre.
Fernanda se había reclinado con un atisbo de sonrisa.
—Pero no te enfades —prosiguió él—. Seguí tus instrucciones. La sangre la limpié con la banda de héroe de la patria que le dio Juárez al tatarabuelo Cirilo, y mis dos queridos, añorados cerebros inferiores, los sembré en una maceta del balcón, como huesitos de aguacate, a ver si se dan.
—¿Y la Tizona? —preguntó Fernanda, que demostró así una vez más su espíritu práctico—. ¿Qué hiciste con ella? Se merecía un destino mejor, lo sabes. No me digas que la arrojaste a los perros porque los tengo a dieta.
—Tizona, la ilustre —respondió solemnemente Martín, con el pubis enrojecido, las piernas aún cruzadas con fuerza y manteniendo su estampa de esclavo apaleado—, tras una ajetreada existencia llena de laureles, reposa ya en la cripta familiar, dentro de la urna que guarda las cenizas de la tía Rosenda la Coscolina. Supuse que se sentía sola, y ya sabemos que eso nunca le gustó. Ahora se acompañan, tal para cual y para toda la eternidad.
—Amén —dijo Fernanda, que no pudo evitar un gesto de aprobación al imaginar la complacencia de la tía Rosenda, cuyas cenizas efectivamente estaban depositadas con muchas otras en la cripta del sótano, ante la oportunidad de compartir la eternidad con tan calificada compañera de cama, eh, de urna.