Читать книгу Te vi pasar - Guillermo Fárber - Страница 17
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Al término de esa excursión de recreo, y como fin de fiesta francamente teatra, iluminado por una luna llena que entraba a raudales a través de la ventanería provocando sombras góticas en la escalera, Martín subió de nuevo la majestuosa espiral con Fernanda en los brazos. Pero esta vez ella iba prendida de su cuello, ondulando grácilmente el cuerpo como delfín y emitiendo quejiditos de gratitud, acaballada a horcajadas sobre el eufórico, inexorable, indoblegable blasón. A lo largo de la ascensión triunfal, contemplado por la galería en pleno de los Ilustres Antepasados, Martín pensó que había muchas hazañas, aparte de las guerreras, merecedoras de investidura aristocrática. De hecho recordó un honor de caballería que él se estaba ganando con creces. Junto a hidalgos de privilegio, de ejecutoria y de solar conocido, existía un curioso rango en la nobleza española que parecía pensado específicamente para él: Hidalgo de Bragueta. Seguramente honraba méritos distintos, pero acaso pudiera reclamarlo por hazañas logradas en el campo de batalla.
De vuelta en la recámara, el nuevo aristócrata de la entrepierna pensó para su infinito contento que ese affaire inesperadamente iba para largo y que más le valía desactivar toda posible reacción de Gabriela Cro-Magnon. Así que la llamó (desde el teléfono del pasillo, para guardar cierta elemental delicadeza delante de Fernanda) y le explicó sin un titubeo en la voz que el asunto —mañana le explicaría qué asunto— se estaba complicando y que prefería no arriesgarse a salir a la calle tan noche. Ella no debía preocuparse: él se quedaría a dormir en casa de Robelo.
(Martín sabía que en su casa no había identificador de llamadas y que, aun en caso de haberlo, Gabriela tampoco se habría de molestar en consultarlo.)
Gabriela aceptó el cuento con su tranquilidad de costumbre y a su vez le platicó que Schopenhauer había destripado al gato del vecino, pero no al fino, sino al corriente menos mal porque además de bonito era carísimo de todos modos pobre qué asco había regado los intestinos por todo el patio y ella tuvo que levantar el cochinero claro que luego había barrido bien con la manguera aunque de todas maneras se veía la mancha de sangre pero ya se secaría con el sol y para colmo la sirvienta mandó decir con su tía la que trabaja a dos cuadras de aquí que no iría a trabajar al otro día ya sabes cómo son parece que esperan el día en que más las necesitas para dejarte tirada pero bueno ni modo eso era mejor que no tener nada y su hermana la que se estaba separando del marido le había pedido recoger las sábanas y el televisor y el compact-disc y algunas otras cosas de la casa de su ex pero ella no iba a poder hacerlo temprano porque se le andaba zafando el pedal del acelerador a Chomski y tendría que llevarlo primero al taller no fuera a ser que se le terminara de descomponer a media calle ¿te imaginas? lleno de cachivaches ajenos qué problemón mejor tomaba sus precauciones además debía de ser un desperfecto sin importancia barato de componer y de un ratito total el tipo no se iba a robar las cosas porque podía tener otros defectos pero no era ladrón .y tampoco le iba a pasar nada a su hermana si le llevaba sus cosas por la tarde en vez de al mediodía…
Etcétera, mientras Martín jugaba con el cordón del aparato, examinaba la casa desde esa perspectiva en picada y soltaba de vez en cuando por la bocina, estrictamente al azar, esporádicos ajás, mmms y aaahs.
Imaginó a Fernanda desnuda detrás de esa pared. Evocó la primera vez que vio una mujer en cueros, de cerca, de bulto, de cuerpo entero, de tiempo completo, desde una estratégica perforación hecha en el muro del cuarto de servicio de una casa vecina. Martín tenía doce años, había fantaseado mucho sobre eso, y el Playboy no mostraba entonces el vello púbico: aún regía la prohibición Keep off the grass. Así que fue aquella la sensación más fuerte y ambigua de su vida hasta ese momento. Durante los eternos minutos que tardó la núbil mulata tropical en salir de la ducha, secarse y vestirse —todo ello con una inmensamente provocativa dignidad natural—, un rudo turbión de emociones lo recorrió, desde el pasmo y la fiebre hasta la decepción y el ahogo. De ahí salió corriendo a masturbarse con ferocidad en la paz de su baño privado, preguntándose confusamente cómo era posible que eso fuese todo. Tardó meses en digerir la experiencia, y años en aprender que en efecto eso era todo, pero que también era suficiente.
Al regresar a la recámara luego de colgar el teléfono —un extraño aparatejo de muy trasnochada factura y seguramente genuino— Martín le preguntó a Fernanda si también esa reliquia tenía un pasado de aristocracia. Ella le contestó que sí, desde luego, y muy ilustre: su propietario original había sido el conde de Revillagigedo.