Читать книгу Te vi pasar - Guillermo Fárber - Страница 14
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Era una escena clásica de película porno. Mejor dicho, pensó Martín, era La Escena, la ineludible culminación de las pobrezas imaginativas de esa artesanía menor: un titánico pene profesional llenaba toda la pantalla y era masajeado con maestría por dos muchachitas rubias puestas de rodillas y destinadas sin remedio al inminente estertor pringoso del momento del aleluya. Una vez más observó él que para Fernanda sus ojos y el estímulo sexual tenían un pacto de no agresión, pues ella no le concedió a la fálica techumbre ni siquiera una ojeada de lástima. Así que de nuevo lo asaltó la pregunta: ¿de quién habría sido la idea de poner esa pantalla ahí?
Nuevamente se esforzó por borrar esa inquietud recordando la receta preferida de ese inmenso bohemio que fue su padre: si quieres ser feliz, como me dices, no analices, no analices. Y recordó, como le ocurría con frecuencia en esos casos subrepticios, el señero ejemplo de George Washington: primero en la guerra, primero en la paz, primero en el corazón de sus compatriotas y segundo en la cama de su mujer, que era viuda.
En general, las mujeres que conocía en el sentido bíblico, seres esencialmente táctiles, no encontraban mayor excitación en contemplar imágenes, ya fueran fijas o en movimiento. Para él, voyeurista militante, eso era un perpetuo manantial de frustración. Pero Fernanda era el caso más grave de insensibilidad visual que había conocido. Para todo efecto práctico, la industria de la pornografía podía contabilizarla como ciega.
En el cine cómico, se dijo, los gags eran esencialmente unos cuantos y se conocían todos desde la época muda. En el cine porno ocurría algo parecido. Las imágenes estimulantes eran unas pocas y se usaban completas, una y otra vez, en cada “nueva” producción. Ahí sí que se aplicaba la cretina frase: cuando has visto una, las has visto todas. Si hasta los penes eran los mismos; muy probablemente el colosal ariete que en el techo estaba a punto de estallar en una efusión de dólares por onza fuera el de John Holmes, estrella de la especialidad y, por supuesto, víctima del sida.
Georges Simenon también acababa de morir, recordó Martín, de puro viejo, en su cama. Según sus propias cuentas, el caudaloso novelista se pasó por las armas, a lo largo de su vida, a unas diez mil doncellas, casi todas ellas prostitutas, salvo su propia hija. Holmes presumía de tres mil de las mismas y murió antes de cumplir los cuarenta, de esa deplorable manera. Destinos distantes o la diferencia entre un garañón genial y un garañón nomás genital. Ahora ambos estarían quizá cumpliendo el resto de su tarea pendiente con las ochenta mil huríes que según la promesa islámica le tocaban a cada uno.
Regresando a lo otro, pensó Martín que eso era lo único lamentable del cine pornográfico: su reducido catálogo, su pobrísimo lenguaje, su tartamudez narrativa. Todo lo cual, con franqueza, a él le tenía perfectamente sin cuidado, pero sólo porque era un caso extremo de pornoconsumismo indiscriminado, un fanático de la feminidad al natural como fuera y donde fuera. Reconociéndose como devoto voyeurista, apreciaba con igual fervor cualquier estampa obscena, exactamente de la manera en que una beata desconocedora de Mishima venera con idéntica unción catorce muy diferentes versiones de San Sebastián y las flechas.