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En el otro extremo de la línea, en rigurosa simetría de sensibi­lidades, el otro vago captaba al mismo tiempo la misma impal­pable anomalía. Todo había sido exactamente igual que siem­pre, pero algo indefinible no había sido exactamente igual que siempre. Haciendo un esfuerzo para dominar su repentina, inexplicable inquietud, Rogelio Cuatro terminó de dictar su mensaje acostumbrado, en su habitual tono ligero, a la silen­ciosa máquina que en aquel otro mundo doméstico y respetado servía de secretaria sin sueldo a su mujer.

De repente, un segundo después de cortar la comunicación, el confuso desasosiego que había surgido de algún recóndito sótano de su mente y que aún no llegaba a concretarse en pensamientos, fue bruscamente interrumpido por una voz acalambrantemente melosa.

—Honey —dijo la rubia apoyada en el marco de la puerta—, won’t you take care of me?

Su escasa y estrafalaria ropa interior y su estudiado gesto de niña desamparada hacían juego perfecto con la chabacana decoración de dorados, columnas jónico sicótico, espejos inacabables e injustificados, espesos terciopelos rojos y már­moles ostentosos de esa habitación en el piso 23 de un edificio construido en el desierto.

Rogelio Cuatro, a quien el mal gusto no le molestaba, siem­pre y cuando fuera cabal, congruente y desvergonzado, puso al instante su mejor rostro de fiestero profesional y pensó que decididamente había mujeres con suerte en este planeta: de haber pronunciado una sola palabra cinco segundos antes, ese magnífico retazo de bacalao noruego estaría en ese preciso momento en el elevador, cubriendo como pudiera las muchas áreas libres de su piel con el resto de su ropa entre las manos, un puñado de billetes verdes incrustados de cualquier modo en el brasier, y una cordial invitación a no volver a pararse frente a él en el resto de su vikinga existencia.

—Sure baby —respondió con una ancha sonrisa—. I’m coming.

Pero su mente estaba en otra parte.

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