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Así fue toda la noche. En su labor de antropólogos recíprocos, no hubo resquicio de sus cuerpos que no fuera explorado por el otro. No hubo postura que no ensayaran. No hubo estímulo que no buscaran.

Una vez pensó Martín en ciertos paquetitos que él sabía guardados por Rogelio en la caja fuerte de la biblioteca, pero descartó la ocurrencia. En realidad no le hacían falta, y tampo­co Fernanda los había necesitado para mostrar los prodigios de erotismo que tan cuidadosamente guardaba tras su fachada incolora. Porque a esas altura la vaga sospecha de Martín se había confirmado más allá de cualquier duda: dentro de la señora todaformas se escondía una gitana cerril.

Nada podía compararse, pensó, a la dicha inicua e irrepeti­ble del descubrimiento mutuo. Así como nunca había una se­gunda oportunidad para causar una primera impresión, jamás el amor concedía segundas veces que merecieran recordarse. La primera vez podía durar días y quizá, en casos raros, hasta semanas, pero cuando se acababa, se acababa y ya no había más que hacer. Podía ser angustioso si uno, imprudentemente, se detenía a pensarlo en serio. Sin importar lo que ocurriera de ahí en adelante, nunca jamás era lo mismo entre dos, quienes fueran; y nunca jamás sería igual entre ellos. Esa ocasión sería única, y cada instante se fugaba para siempre. Por eso dijo el sabio cínico francés que no hay mujeres bellas, sino sólo muje­res nuevas.


Después de esa noche, se dijo, sólo quedaría conversar, conversar y convivir por años en el empeño inútil y lastimoso de conciliar las dos galaxias distantes que forman cualquier pareja humana. Y en el trayecto ineludible hacia la frustración y la derrota final, sólo quedaba contemplar cómo todo lo demás —los afanes, las ilusiones, las pasiones, los agravios, los recuerdos, sobre todo los recuerdos— se iban diluyendo en el marasmo de lo diario, en esa atmósfera gris sucio donde habita todo lo que ya da igual, en ese puerto ubicuo en donde atracan sin remedio todas las naves de la experiencia humana.

Martín tan sólo se estaba asomando a ese abismo de opaci­dad esponjosa, y ya un principio de horror le atenazaba la garganta. Las preguntas que no se hicieran ella y él en ese momento, se dijo, ya jamás se harían. Lo mismo las promesas, los reclamos, las insinuaciones, los malentendidos. La oportu­nidad de plantearlo todo era ahora. Cuanto se quedara en el limbo, ahí permanecería por el resto de los tiempos; ni siquie­ra las mentiras podrían cambiar más tarde. Porque en el reino del después, entre dos seres humanos no había lugar para la creación; solamente para rectificaciones menores.

Y la angustia de asir el momento presente le hacía a Martín bramar por dentro de impotencia y tironear con los dientes cada momento fugaz y lanzarse de cabeza en cada nueva, microscópica ocurrencia de él o de Fernanda, queriendo ama­rrar lo que se escurre de la red más fina y más fuerte, lo que atraviesa la celda más sólida y maciza. Y esa angustia, que sin demasiada solemnidad él podía calificar de metafísica, pensó que finalmente se resolvía en él de modo idéntico al que lo hizo en el primer antropopiteco africano. El único, miserable modo que los humanos comparten democráticamente con todo lo vivo y quizá también con lo inanimado. El modo del oran­gután y de los cactos y del bacilo del tétanos: prescindir de la razón y lanzarse entero al amok, como un trastornado, a la experiencia cruda y banal de lo que no debe pensarse. Ignorar esa ley conducía a la tristeza advertida por la cuarteta visiona­ria del compositor cubano:

He renunciado a ti

ardiente de pasión.

No se puede tener

conciencia y corazón.

Y la única experiencia para él, en ese momento, era la realidad física de Fernanda. En un sentido perfectamente real, eso era lo único existente en el Cosmos en el instante presente, es decir, en la eternidad. Lo cual le recordó que la gran dife­rencia entre una hechicera y una bruja es muy simple: veinte años de matrimonio.

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