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IV. NIÑOS Y NIÑAS QUE PRESENTAN CONDUCTAS DISRUPTIVAS O DISOCIALES RECURRENTES, TRANSGRESORAS DE LAS NORMAS SOCIALES Y LOS DERECHOS DE TERCEROS
ОглавлениеLas alteraciones de conducta se definen por la trasgresión persistente de normas aceptadas por un grupo social durante la infancia o adolescencia (MARDOMINGO, 1994). Hay que diferenciar los trastornos del comportamiento, que son benignos y relativamente normales en niños y niñas, de los problemas de conducta, que revisten mayor gravedad (SASOT-LLEVADOT, IBÁÑEZ-BORDAS, SOTO-LÓPEZ, MONTAÑÉS-RADA, GASTAMINZA-PÉREZ Y ALDA-DÍEZ et al., 2015). Se trata de conductas disruptivas o disociales recurrentes, transgresoras de las normas sociales y los derechos de terceros. Estas conductas disruptivas se manifiestan como comportamientos agresivos hacia las personas o los animales, la destrucción de propiedades, el engaño o robo y las infracciones serias de las reglas (AMADO PARRADO).
Desde la psicología clínica infantojuvenil no es posible definir con toda exactitud lo que se entiende por problemas de conducta en niños y adolescentes, dado que, por una parte, el niño está en constante evolución y, por tanto, expresa su psiquismo de maneras muy diversas y cambiantes, relacionadas con sus características personales en interacción con el entorno. La agresividad es una respuesta natural en el ser humano, pero la cuestión a determinar es cuándo dicha agresividad es excesiva o incluso se presenta como violencia, para lo cual ha de haber algún tipo de aprendizaje. Está claro que estos problemas provocan graves consecuencias para la vida familiar, social y escolar de los niños.
Entendemos que los problemas de conducta son las manifestaciones externalizantes (hacia afuera) del malestar interno del niño o adolescente (conducta internalizante), y que, por tanto, la expresión conductual de dicho malestar evoluciona y se mueve en ese continuo internalizanteexternalizante. A ello hay que añadir la dificultad de la comorbilidad, puesto que a veces los problemas graves de conducta aparecen asociados a otros problemas (trastornos de aprendizaje, depresión, etc.) y pocas veces es posible delimitar si son causa, consecuencia, o sencillamente aparecen asociados.
Este tipo de dificultades se presentan en mayor frecuencia y con mayor prontitud en niños (6%-16% de prevalencia) que en niñas (2%-9%), y tiene un peor pronóstico si aparecen estas dificultades graves de conducta antes de los diez años, lo que predispone al desarrollo de personalidad antisocial en la adultez (EQUIPO METRA, 2004).
El esfuerzo por especificar una definición clara de estos problemas, tratando de dibujar un perfil específico de estos menores con problemas graves de conducta, se concreta en las clasificaciones categoriales de problemas mentales, que los definen de manera fenomenológica. En la actualidad, las versiones vigentes de estas clasificaciones se corresponden con el DSM 5 (elaborada por la American Psychiatric Association) y la CIE 11 (elaborada por la OMS). El DSM 5 clasifica los trastornos de conducta como trastornos perturbadores, de conducta y del control de los impulsos, y dentro de ellos identifica el trastorno negativista desafiante (TND), el trastorno de conducta disocial (TD), así como el trastorno explosivo intermitente, la piromanía o la cleptomanía, diferenciándolos de los trastornos relacionados con déficit de atención, como el trastorno de déficit de atención con hiperactividad (TDAH), que actualmente quedan englobado en los trastornos del neurodesarrollo.
– El trastorno negativista desafiante se caracteriza por un patrón recurrente de comportamiento negativista, desafiante, desobediente y hostil hacia las figuras de autoridad, que persiste al menos durante seis meses, junto con al menos cuatro de los siguientes síntomas: accesos de cólera (pataletas), discusiones frecuentes con los adultos, desafiar activamente o negarse a cumplir las demanda o normas con los adultos, actos deliberados que molestan a otras personas, acusar a otros de sus propios errores o problemas de comportamiento, sentirse fácilmente molestado por otros, ser colérico y resentido, rencoroso o vengativo, todo ello en una intensidad y frecuencia por encima de lo habitual esperable evolutivamente, conllevando déficit social y académico. Cuando presenta comorbilidad con TDAH, existe riesgo mayor de que aparezca un trastorno disocial en la adolescencia, e incluso personalidad disocial en la adultez. En la clasificación de la OMS (CIE 11), este trastorno recibe el nombre de trastorno disocial desafiante oposicionista.
– El trastorno de conducta disocial se caracteriza por un patrón de conducta repetido y persistente en el que se transgreden los derechos básicos de los demás, así como las principales normas sociales propias de la edad, lo que causa deterioro social, académico u ocupacional significativo. Estos niños o adolescentes frecuentemente intimidan o acosan a otros, suelen iniciar peleas físicas, pueden haber utilizado armas causando daño físico a otros, son crueles físicamente con animales o con personas, pueden haber robado a una víctima, originado fuegos con la intención de causar un daño grave, mienten con frecuencia para conseguir favores o evitar obligaciones y también pueden haberse fugado del hogar. Dentro de este trastorno se diferencia el trastorno de conducta disocial de inicio en la infancia, en el que la aparición de algunos de los criterios propios del trastorno de la conducta es anterior a los 10 años (como ya se ha señalado, es el de peor pronóstico); el trastorno de conducta disocial de inicio en la adolescencia, en el que aparecen estos trastornos después de los 10 años, el trastorno de conducta disocial de inicio no especificado, en el que se cumplen los criterios básicos, pero sin poder determinar la edad de inicio del primer síntoma antes o después de los 10 años. Mientras que para los niños las conductas de agresión física son el mejor predictor de riesgo para las conductas delincuentes violentas y no violentas en la adolescencia, en el caso de las niñas no existen predictores clínicos fiables que muestren cómo evolucionarán en la adolescencia. Presenta de forma muy frecuente comorbilidad con el TND, con el TDAH, con trastornos afectivos, trastornos de ansiedad y, sobre todo, con consumo de sustancias. En la CIE 11 se denomina trastorno del comportamiento disocial. En el caso de menores que presentan trastorno de conducta según el criterio del DSM 5 hay que especificar si el menor tiene o no emociones prosociales limitadas. Este especificador hace referencia a un tipo de niños que presentan problemas de conducta y, además, presentan insensibilidad emocional o carencia de empatía, falta de remordimiento o culpabilidad, afecto superficial o deficiente, así como despreocupación por su rendimiento. Los menores que se encuentran dentro de esta categoría presentan problemas más graves de conducta así como un peor pronóstico en cuanto al tratamiento.
No obstante, hay voces de científicos que se alzan contra este sistema de clasificación de los problemas de salud mental, especialmente cuando se trata de identificar problemas en niños y adolescentes. Así, la Asociación Americana de Psiquiatría del Adolescente solicitó oficialmente que se retirara el diagnóstico de trastorno de conducta de futuras ediciones de la DSM. El principal argumento para esta petición fue que “el diagnóstico de trastorno de conducta suele privar al adolescente de tratamiento adecuado y necesario, tanto en el sistema educativo como en el judicial”. La misma sociedad sugiere que se considere el trastorno de conducta como una “conducta aprendida como resultado de un ambiente tóxico” (págs. 29-30).
Lo anterior nos lleva a la cuestión de la etiología de los trastornos de conducta en niños y adolescentes. Se trata de un asunto complejo de clarificar, aunque tomamos como punto de partida el consenso científico sobre el peso de la interacción de los factores personales y los factores relacionales y psicosociales para el desarrollo de estas problemáticas.
Entre los primeros, cabe destacar el temperamento difícil del menor: hay acuerdo científico en que ciertos menores presentan ciertas diferencias temperamentales que contribuirán a modos más difíciles de relación con su entorno (CHESS Y THOMAS, 1996). Hay niños de temperamento fácil (buena regulación biológica, tendencia a la aceptación, facilidad para adaptarse a los cambios y tendencia a un ánimo positivo), temperamento difícil (dificultad para la regulación bilógica, para adaptarse a los cambios, expresión emocional negativa de gran intensidad), y temperamento “de calentamiento lento” (personas con tendencia a rechazar lo nuevo, se adatan mal a los cambios, con reacciones emocionales negativas pero de baja intensidad). Aunque hay que seguir avanzando en la investigación, parece que estas características temperamentales tendrían origen genético (hasta un 50% del problema podría tener causa genética), implicando hiperactividad, agresividad temprana, impulsividad, búsqueda de sensaciones, falta de empatía, falta de culpa, déficit verbal y de planificación. El pronóstico es peor cuando además hay una inteligencia límite (borderline). Algunos de estos menores presentan indicadores neurológicos de mayor propensión a manifestaciones conductuales impulsivas, no empáticas, con dificultad para tolerar la frustración, para preocuparse por los sentimientos de los demás, así como para interpretar las intenciones de los demás de forma no hostil o amenazante. Estas dificultades neurológicas vienen determinadas por características genéticas que dificultan el desarrollo de zonas cerebrales importantes. Por un lado, la corteza prefrontal, que regula el control de los impulsos y las funciones ejecutivas, fundamentales para la autorregulación emocional, la regulación de las respuestas a las frustraciones y dificultades, la anticipación de las consecuencias de sus actos, así como la respuesta adaptativa a las normas del contexto social; y, por otro lado, el sistema límbico, encargado del procesamiento emocional, pudiendo ser hieperreactivo provocando en el niño descontrol en emociones como ira o miedo, o hipoactivo a emociones como el miedo, provocando una gran dificultad en el menor para aprender del castigo, resultando muy complicada su socialización. Estos niños y adolescentes pueden presentar desregulación en los niveles de serotonina, noradrenalina y dopamina, así como hiporreactividad del sistema nervioso autónomo, que les hace especialmente resistentes a la influencia del refuerzo positivo y negativo, de modo que las pautas de mejora conductual basadas en programas de reforzamiento positivo y negativo tienen poco efecto en aquellos niños y niñas con perfil neurológico alterado.
Entre los factores relacionales y psicosociales, destacan los patrones educativos de los progenitores, siendo los estilos educativos con componentes de falta de afecto, excesivo autoritarismo o falta de supervisión y límites los que mayor incidencia tienen en el desarrollo de problemas graves de conducta; si además hay disparidad de criterios educativos entre los padres con presencia de estos elementos, la probabilidad de desarrollo de problemas graves de conducta es mayor. Conviene tener en cuenta que ciertas características temperamentales del niño o niña interactúan con las propias de los padres, de modo que no todos los niños responden de la misma manera a las prácticas educativas de sus progenitores: aquellos niños con altos niveles de empatía responden bien a estilos educativos en los que se establecen contingencias de premios y castigos en función de cómo sea su conducta, mientras que los que tienen niveles bajos de empatía responden mejor a estilos educativos reforzantes basados en el refuerzo positivo (MILLER, JOHNSTON Y PASALICH, 2014). Hay que señalar así mismo diversos factores de riesgo asociados al entorno familiar, especialmente los antecedentes psiquiátricos de los padres (con riesgo elevado en los casos de depresión materna), o el consumo de alcohol o drogas por parte de los progenitores, así como el aprendizaje de pautas de respuestas disociales a través del modelaje de los padres, cuando el niño puede aprender de las conductas impulsivas, agresivas o violentas de alguno de sus progenitores, aunque no está claro si en la transmisión de padres a hijos de la conducta disocial pesa más lo aprendido o también existe un componente genético. Por otra parte, son precisamente los padres de niños, niñas o adolescentes con problemas de conducta los que se sienten peor preparados para afrontar las dificultades asociadas a la problemática de sus hijos, a diferencia de los padres con hijos con problemas de tipo emocional, cognitivo, de aprendizaje (EQUIPO METRA, 2003). Los datos de investigación muestran evidencias de que los conflictos entre los padres son frecuentes en estas familias, pero no está claro si actúan como factor etiológico o son consecuencia de las dificultades conductuales de su hijo o hija.
Para lo que aquí nos ocupa, es determinante tener criterios sobre qué problemas de conducta se pueden considerar como graves y cuáles no. El límite entre lo normal y lo patológico viene determinado por la intensidad, la frecuencia, el tipo de conducta, la edad de inicio y el tiempo de evolución (p.ej., amenazar a un padre con un cuchillo es una conducta grave, aunque suceda una sola vez; pero romper las cosas de los hermanos reiteradamente y sin que haya refuerzos o castigos que modifiquen dicha conducta, también puede ser un indicador de gravedad y resistencia al cambio). Además, en la valoración de la gravedad hay que tener en cuenta la capacidad del entorno para responder a la situación, puesto que esto es con frecuencia determinante en el curso o evolución de los problemas de conducta en el caso de niños y adolescentes (PELAZ ANTOLÍN Y PÉREZ SOBRINO). Según estos mismos autores, hay que valorar la situación de riesgo (si el nivel de agresividad es muy elevado, si hay autolesiones o lesiones a otros, si hay conductas delictivas, o si el factor estresante que potencia la conducta es intenso y se va a mantener de forma prolongada en el tiempo). Por tanto, no es sencillo delimitar si la conducta es grave o no, y para ello, será imprescindible una valoración completa tanto de las características individuales como del entorno psicosocial del menor, atendiendo especialmente a los factores que se han ido señalando como potenciales factores de riesgo personal y familiar.
Según el Defensor del Pueblo en su Informe de 2009 existe una controversia científica significativa en torno a este diagnóstico. Algunos expertos piden que se elimine el trastorno de conducta de las clasificaciones de enfermedad mental y que se considere un problema social y educativo; además, destacan la importancia de evitar la medicalización de estos problemas, teniendo en cuenta que aunque se aplique tratamiento farmacológico tanto a niños o adolescentes para tratar el trastorno negativista desafiante como el trastorno disocial TND y el TD, necesariamente ha de ser utilizado como coadyuvante de intervenciones psicoterapéuticas y educativas tanto a nivel individual con el menor como con su familia, aplicándose sólo en aquellos casos de difícil control, es decir, para los comportamientos más graves o cuando hayan fracasado otras modalidades terapéuticas. Además, es necesario detectar y tratar los problemas de salud mental a menudo subyacentes o “comórbidos”, también presentes en estos menores, como son los trastornos del vínculo, los trastornos afectivos (depresiones y ansiedad) o los trastornos adictivos.
En el Informe del Defensor del Pueblo sobre Centros de Protección de Menores con trastornos de conducta y en situación de dificultad social (2009) se caracteriza a los menores que ocupan estos centros entonces sin una regulación específica “por un patrón de comportamientos disruptivos que vulneran las normas usuales de la convivencia así como los derechos de otras personas. Manifestaciones típicas de esos comportamientos suelen ser la indisciplina y el fracaso escolar, el acoso o maltrato entre compañeros por abuso de poder o “bullying” –que motivó la elaboración de sendos informes especiales por parte de nuestra Institución– la escasa o nula tolerancia a la frustración, los desmanes asociados al “botellón”, el consumo de estupefacientes a edades cada vez más tempranas, la proliferación de bandas juveniles, o el mantenimiento de conductas singularmente exacerbadas y agresivas dentro de la familia”12.
Nada indica la Ley sobre la gravedad13 de estas conductas disruptivas o disociales recurrentes, transgresoras de las normas sociales y los derechos de terceros. Basta con que sean conductas recurrentes, aunque no graves, para entrar en el perfil de referencia.
La norma se refiere a conductas disruptivas o disociales recurrentes, transgresoras de las normas sociales y los derechos de terceros. No quedan comprendidas las conductas delictivas que hayan cometido los niños o niñas entre catorce y dieciocho años ya que la respuesta normativa para ellos se encuentra en la Ley Orgánica de Responsabilidad Penal del Menor14.
Coincidimos con LÓPEZ AZCONA en que la distinción entre menores con problemas de conducta, menores que padecen un trastorno mental y menores infractores, no resulta sencilla en la práctica y sus consecuencias son muy relevantes: el ingreso en un centro de protección específico, en un centro de salud mental o en un centro de reforma15. En el Protocolo Básico de actuación en centros y/o residencias con menores diagnosticados de trastornos de conducta (2010), por ejemplo, la intervención prevista está referida tanto a los menores tratados/internos en centros de salud mental, en situación de tutela ex-lege o guarda de las Entidades Públicas de Protección de Menores.
Precisamente es esa confusión de perfiles la que consideró el Defensor del Pueblo en 2009 que debía evitarse: “Pero además, hemos comprobado que en los centros para menores en situación de dificultad social tutelados por la Administración, están siendo tratados adolescentes cuyas características responden a perfiles muy distintos, de manera que conviven en esos recursos menores con problemas conductuales, junto a niños que han cometido actos ilícitos y a los que, por ser menores de 14 años, no pueden aplicárseles los procedimientos de la justicia juvenil, y menores que cumplen medidas de reforma pero que además precisan un tratamiento terapéutico. Es ésta una situación que tanto los poderes públicos como las entidades gestoras de los centros deberían evitar a toda costa, y ante la que no puede permanecer impasible una Institución como el Defensor del Pueblo, en su condición de garante de los derechos de los menores”16. Y añade más adelante el Informe: “La difícil situación de desprotección en que se hallan estos adolescentes que muchas veces padecen además trastornos psíquicos, y el hecho de que algunos de ellos hayan cometido actos ilícitos, ha llevado a los legisladores autonómicos y a las administraciones a establecer un ambiguo sistema de protección para estos menores en el que a veces se entrelazan o confunden las medidas de reforma y las de protección. El resultado es que hay adolescentes que están siendo tratados en centros de acogimiento residencial inadecuados para ellos, error gravísimo que tanto los poderes públicos como las entidades que gestionan esos establecimientos deberían evitar a toda costa”17. Ciertamente las administraciones públicas han de adoptar las medidas de protección necesarias para prevenir y neutralizar situaciones de inadaptación, marginación, o exclusión social que pudieran desembocar en actos de delincuencia juvenil. Pero este ámbito de la prevención de la delincuencia nada tiene que ver con el tratamiento que debe dispensarse a los trastornos de conducta, ya que resulta excesivo suponer que todos los menores que cometen un acto de naturaleza ilícita padezcan trastornos psíquicos o viceversa18.
Si se pretende una protección especializada que responda a las necesidades del niño, es preciso distinguir los perfiles para atender a esas necesidades. La necesidad de centros especializados se puso de manifiesto por el Defensor del Pueblo en su informe de 2009: no resulta admisible que niños con perfiles totalmente distintos estén siendo tratados en los mismos dispositivos de protección y sometidos a idénticos proyectos de intervención educativa/terapéutica. Por ello, instamos a las administraciones públicas a la creación de nuevos recursos, intermedios y de acogida, diversificados y planificados en función de las verdaderas necesidades de atención que requieren los menores en situaciones de dificultad social y con problemas de conducta19.