Читать книгу Los centros de protección específicos de menores con problemas de conducta - Isabel Lázaro González - Страница 15
I. INTRODUCCIÓN
ОглавлениеEn los últimos cuarenta años el sistema de protección de menores en nuestro país ha evolucionado más que en los últimos siglos.
Se nos vienen a la cabeza instituciones caritativas como hospicios, orfanatos, casas cuna, etc., que acogían a menores abandonados o huérfanos. O las figuras del Padre de Huérfanos de Zaragoza (s. XV) o Los Toribios de Sevilla, (s. XVIII), destinados a recoger a menores vagabundos y que se dedicaban al pillaje. Pero no es hasta entrado el s. XX cuando el sistema de protección de menores pasó de tener un carácter meramente privado en el que las órdenes religiosas asumían esta función (principalmente las Hijas de la Caridad, la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, los Salesianos o los Dominicos), a que fueran las Administraciones Públicas quienes la ostentaran. El Estado, las Diputaciones Provinciales y los Ayuntamientos se repartieron las competencias de la gestión de los hospicios y las inclusas, haciéndose cargo de la beneficencia general. Ello creó, a su vez, la conciencia de la necesidad de aprobar leyes de protección de menores. Así, se dicta la Ley de Protección a la Infancia de 1904, por la que se crean en 1908 las Juntas Provinciales y Locales de Protección a la Infancia y el Consejo Superior de Protección de la Infancia y Represión de la Mendicidad, de quien dependía la Obra de Protección de Menores; en 1918 la Ley de los Tribunales para Niños; y en 1929 la Ley el Tribunal Tutelar de Menores, posteriormente modificada en 1948, y que tenía un doble carácter, era una norma de protección y reforma a la vez. Todas estas normas compartían una esencia benéfica y filantrópica, que gravitaba sobre la idea de que los menores que carecieren de familia o su atención era deficitaria, debían ser atendidos en una institución que pudiera cubrir sus necesidades más elementales en sustitución de su familia1.
No obstante lo anterior, a partir de la Segunda Guerra Mundial se empezaron a conocer los efectos perjudiciales que, para el adecuado desarrollo del niño, podía causar la vida en un internado sin la presencia de la figura materna u otros miembros de la unidad familiar, así como las secuelas producidas por la ausencia de contacto en el entorno psicosocial, acuñándose el término “síndrome de hospitalismo”2.
Empero, hasta 1977 no son abordados los aspecto relacionados con las necesidades psicológicas, afectivas, intelectuales y sociales de los menores en centros y ello gracias a la Resolución del Consejo de Europa (77) 33, de 3 de noviembre, sobre acogimiento de menores, donde, además, se trataban cuestiones tales como las dimensiones de los centros, el contacto con el exterior, el personal cualificado que debía trabajar en estos centros, etc.3.
En lo que respecta a nuestro país, el actual sistema de protección de menores vino de la mano de la importantísima reforma en materia de Derecho de Menores tras la promulgación de la Constitución de 1978. En su artículo 39 se recoge que los poderes públicos han de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia y la protección integral de los hijos, independientemente de su filiación. Si bien es cierto que el punto de inflexión se produjo tras la aprobación de la Ley 21/1987, de 11 de noviembre, por la que se modifican determinados artículos del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de adopción, en la que, entre otras cuestiones, se introdujeron las conocidas como situaciones de riesgo y desamparo, lo que provocó definitivamente la desaparición el concepto de abandono de menores. De hecho, por primera vez se contempló que, atendiendo a la urgencia del caso, se podía acordar una tutela automática por parte de la Entidad Pública, si bien es cierto que sistema de protección seguía siendo esencialmente judicial.
Tras la ratificación por parte de España de la Convención de Derechos del Niño de Naciones Unidas, de 20 de noviembre de 1989, y la promulgación posterior de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor (LOPJM), el sistema de protección de menores pasó a tener un carácter fundamentalmente administrativo. Se implementaron figuras como la tutela ex lege y se apostó por el acogimiento (ya fuera, provisional, simple o preadoptivo), prevaleciendo el acogimiento familiar frente al residencial. Se intentaba reservar la institucionalización sólo para aquellos menores a los que no se les encontraba una familia o presentaban problemas de personalidad y/o conducta especiales, reconvirtiéndose las macro-instituciones (caracterizadas por la acogida indiscriminada de los menores, como instituciones cerradas y autosuficientes) a microresidencias u hogares, buscando la normalización de su situación, en lo que resultara posible (acudiendo a la escuela cercana al domicilio, en pisos ubicados en contextos que facilitaran la integración comunitaria, etc.) y previéndose que el acogimiento residencial fuera el menor tiempo posible, salvo que lo contrario conviniera al interés del menor4.
Hasta los años ochenta las medidas residenciales para menores se caracterizaban por acogidas de casuística heterogénea, de carácter benéfico y aislamiento de los recursos de la comunidad, cuyo principal organismo de protección seguía siendo la Obra de Protección de Menores. Tras la aprobación de la Ley 21/1987, de 11 de noviembre, se optó por el modelo familiar, que partía de la idea de que los menores debían estar en hogares de tipo familiar y con personas cercanas de referencia educativa, en aras a lograr el mejor espacio de crianza posible; y a partir de la promulgación de la LOPJM se evolucionó hacia el modelo especializado, focalizándose los esfuerzos en la reunificación familiar u otras alternativas familiares con carácter estable5.
De hecho, la necesaria atención a problemas emergentes como la llegada de menores extranjeros no acompañados (MENAS), el incremento de los casos de violencia familiar ejercida por los hijos o la necesidad de atención terapéutica de menores con problemas emocionales y de salud mental provocó una crisis en el sistema e importantes cambios en la estructura y objetivos de los hogares de acogida6.
Así las cosas, los menores con problemas de conducta fueron considerados como un nuevo perfil de usuarios de los servicios de protección, en tanto que no eran menores en una situación de riesgo o desamparo strictu sensu. Se trataba, se trata, de menores con graves problemas de adaptación en su entorno familiar y educativo (con bajo rendimiento en la escuela, irritabilidad, comportamientos disruptivos, desajustados, contraventores de las normas básicas de la convivencia, que podían lesionarse ellos y a terceros, incluso abusar de determinadas sustancias), que requerían de una respuesta educativa adecuada a sus necesidades (modelo terapéutico o socialización)7.
El sistema de protección asumió la tutela o guarda de estos menores como propia, y no así la autoridad sanitaria, abogándose por la constitución del acogimiento residencial8. Ello no ha dejado de ser controvertido, pues muchas veces se ha constatado que estos adolescentes, además, padecen trastornos psíquicos, requiriéndose, en cualquier caso, actuaciones planificadas, coordinadas desde el punto de vista sanitario, educativo y social9.
Se advirtió que cuando los padres solicitaban apoyo se topaban con la inoperatividad o descoordinación de las instituciones educativas y sanitarias, lo que llevaba a las familias a recurrir a la entidad pública de protección para ceder la guarda e ingresar a sus hijos en un centro especializado10.
Desde luego, lo anterior fue poniendo de manifiesto un panorama desalentador en relación a estos menores que, además, había que contextualizarlo desde la perspectiva de nuestra organización territorial y la asunción de competencias por parte de las Comunidades Autónomas en el desarrollo del sistema de protección de menores y en la gestión de estos recursos, en virtud del art. 148.1.20.° de la Constitución Española. Ello aparejó, a su vez, que las distintas autonomías establecieran su propia legislación en materia de protección de menores.
En este sentido, cabe señalar que, si bien en un primer momento la legislación autonómica de protección de menores no tuvo en cuenta la situación de los menores con problemas de conducta, posteriormente sí se contempló, pero con puntos de vista bien distintos. Mientras en una Comunidad Autónoma se ponía el acento en la conducta antisocial del menor, en otra se hacía en relación a la situación de inadaptación o sobre los graves problemas de socialización. Incluso, dependiendo de cada Comunidad Autónoma, las acciones de prevención y asistencia podían ser asumidas por la Administración autonómico directamente o ser derivadas a los Servicios Sociales municipales de Atención Primaria. Ello trajo consigo que se adoleciera de una respuesta adecuada a las necesidades propias de este colectivo, a pesar de los distintos proyectos que se aprobaban y desarrollaban. No se tenía en cuenta la diversidad de perfiles a los que se tenía que atender. A ello se unía que la derivación al centro residencial venía condicionada en función de las vacantes existentes en el momento del ingreso, no en virtud de las necesidades de cada menor. Así, ni tan siquiera existió una planificación previa por parte de la Administración que atendiera a las necesidades de estos menores: existieron numerosos centros, proyectos, profesionales diversos, sin que existiera una homogeneidad, incluso en la propia Comunidad Autónoma. De hecho, en relación a los sistemas de trabajo en las mismas autonomías se podían distinguir distintos métodos de trabajo (sistema de puntos asociado a premios y privilegios o recompensas o proyectos individualizados), aunque todos ellos buscaban la formación integral para que el menor pudiera lograr su nivel óptimo de suficiencia individual y social11.
Se evidenció, no sin alarma, cómo funcionaban algunos de los centros, cuyos proyectos iban destinados específicamente a esta población. Se aprobaron reglamentos de convivencia rigurosos. Se comprobó que existían celdas de aislamiento (sin ventilación ni comunicación y cuya utilización no tenía motivación alguna), se administraban fármacos (pero sin atender las prescripciones establecidas en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica), se utilizaba la contención física (vulnerándose el derecho fundamental a la integridad física y psicológica) y el derecho a la participación de estos menores en su proyecto personal era nulo12.
Desde el punto de vista normativo la disparidad también era y es constatable. De hecho, en algunos casos ni tan siquiera se preveía le ingreso de estos menores en centros especializados13. Y cuando expresamente existía un precepto relativo al ingreso de estos menores nos podíamos encontrar tres escenarios: bastaba con la emisión de una resolución motivada por parte de la Administración, debiendo ser comunicado el Ministerio Fiscal14; se exigía el previo consentimiento del menor y de sus responsables parentales y en caso de no existir se solicitaba la autorización judicial pertinente15; o la Administración solicitaba directamente la autorización judicial directa16.
No dejaba de ser llamativo, más aún si cabe, cómo se contemplaba la atención a estos menores. En algunas autonomías se efectuaba como si se tratara de los menores sujetos a una medida de reforma17.
De hecho, se subrayó cuán dudoso podía ser que una Comunidad Autónoma incidiera en la regulación relativa a los derechos fundamentales a través de una norma de rango reglamentario. A ello se unía, además, que se trata de una materia reservada a la competencia estatal y que esta normativa autonómica dispersa no garantizaba las condiciones básicas en el ejercicio de estos derechos fundamentales. En alguno de los casos se admitía que al menor se le pudieran imponer limitaciones o restricciones, sin que se precisara la circunstancia que las justificara, el procedimiento o la autoridad competente para ello, o que no se comunicara el hecho a los progenitores, al Ministerio Fiscal o a la autoridad judicial. Así las cosas, estos menores tenían menos garantías jurídicas que los menores infractores ingresados en un centro para la ejecución de medidas, pues a éstos les quedaba asegurada la vigilancia judicial de la ejecución de las medidas impuestas y la posibilidad de presentar el correspondiente recurso ante la imposición de una sanción disciplinaria (arts. 44 y 60.7 Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, de responsabilidad penal de los menores (LORPM)), no respetándose, además, ninguna de las garantías que prevén las Reglas de Naciones Unidas para la protección de menores privados de libertad. En definitiva, no se tenía en cuenta que el ingreso de una persona en un centro sujeto a una relación de sujeción especial no implica que ésta quede despojada de la titularidad de sus derechos fundamentales sin justificación alguna18.
En definitiva, se comprobó que los modelos de intervención que se estaban desarrollando no estaban cumpliendo los objetivos que deberían perseguirse, no existían garantías de los derechos de los menores y se estaban limitando sus posibilidades de desarrollo integral, en aras a favorecer su autonomía y a afrontar su futuro, pues llegaban a abandonar el centro sin que hubieran superado un programa de intervención terapéutica19.