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I. EVOLUCIÓN DIFERENCIADA DE LOS SERVICIOS BANCARIOS Y FINANCIEROS ENTRE EL NÚCLEO FUNDADOR DE LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA Y ESPAÑA. COMPETENCIA VERSUS OLIGOPOLIO

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El propósito del presente capítulo no es el de que la obra contenga una exposición teórica doctrinal de cómo se ha formado el actual Derecho bancario español, y de cuáles van a ser las consecuencias prácticas de la evolución histórica que deliberadamente se hace comenzar en la Edad moderna, justo al comienzo del siglo XV de la Era cristiana. Muy al contrario, es tan sólo el esbozo de las razones por las cuáles el tratamiento de los contratos bancarios y de las relaciones financieras actuales son las que son, y del inmenso cambio que se ha operado desde el momento en el que se produjo la integración de la Economía española, y también de la portuguesa, que tiene por fecha el uno de enero de 1987, es decir, del que van a cumplirse treinta años durante la próxima Nochevieja. La integración ha sido muy rápida, y las consecuencias sobra las dos Economías peninsulares, radicales e irreversibles.

España es un país que alcanzó el final de la Edad Media con un proyecto de Unidad que la colocaba en una posición en la que podía obtener una ventaja que le iba a proporcionar la posibilidad de adelantar a los demás países de su entorno si conseguía ser el primero en completarla, y de aprovechar esa ventaja para convertirse en el más desarrollado durante un tiempo, hasta el momento en el que los demás países también estuvieran en condiciones de completar su unidad, y entonces poder competir con ella con ventaja.

Ello fue debido a que contó con una dinastía que tenía esa idea, y que estaba dispuesta a llevarla a término mediante la conquista del poder en las Coronas que en aquel momento estaban establecidas, y que eran las de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal. Al ser la primera entidad política que consiguió tener una masa crítica al inicio de la Edad Moderna, partió con ventaja a la hora de extender sus fronteras, por tierra, en el interior de Europa, y por mar, colonizando inmensos territorios.

Además, esta unidad temprana coincidió con una serie de descubrimientos tecnológicos, que a su vez fueron utilizados para llevar a cabo los descubrimientos geográficos, de tal manera que es la Corona de los Trastámaras, que luego heredarán y completarán los Austrias, la que se encuentra en condiciones de crear un Imperio que pueda remedar al de la antigua Roma, que siempre sirvió de modelo a todos los Estados occidentales de la Edad moderna, y que no podía crearse, y sobre todo mantenerse, sin una fortísima acumulación de capital, que es la que podría permitir las innumerables expediciones de descubrimiento de las tierras de los Continentes americano y oceánico, y del comercio con los territorios ya conocidos de Asia y de África, sobre la base de un comercio en el que las monarquías occidentales adquirían los productos minerales y naturales de gran valor, como las maderas preciosas, y entregaban a cambio productos que se obtenía en las metrópolis con un precio de coste muy inferior.

Cronológicamente, el primero de los Imperios modernos que se formó fue el portugués, e inmediatamente después lo fue el español, que tenía también una ventana que pretendía la dominación del centro de Europa, y que había obtenido un asentamiento territorial en él. Esto finalmente tuvo una influencia decisiva en el auge y posterior decadencia del primero de los imperios de la Edad moderna que consiguió ejercer la supremacía, y que lógicamente fue el primero en ser atacado por los demás, lo que por fin le haría caer en franca decadencia.

Dentro de las monarquías que se dieron en el Occidente de Europa, hubo unas que tuvieron éxito, y otras que no. Las que no tuvieron éxito fueron engullidas por las vecinas, y las que sí lo obtuvieron formaron Imperios. Lucharon las unas contra las otras en el centro de Europa, y se repartieron, no sin alguna violencia que estallaba periódicamente entre unos imperios y otros, las tierras que contaban con sistemas políticos, económicos y militares que no podían competir con ellas, y las sometieron.

Esa forma de relacionarse entre monarquías imperiales, consistente en obtener inmensos recurso en el exterior de Europa y también constantes episodios de guerra y tregua en el centro de la misma, acabó por provocar la decadencia sucesiva de unos imperios, comenzando por lo primeros que habían alcanzado el éxito, y su sustitución por los que habían alcanzado la unidad más tarde. Tras el imperio español vino el francés, y al mostrar éste debilidad, el británico. Durante todos estos trescientos años también se mantuvo en pie el imperio holandés. Las monarquías que no alcanzaron su unidad al comienzo de la Edad moderna no estuvieron en condiciones de formar imperios.

La razón más importante por la que el imperio de la Corona unificada que reinaba en España, y que a partir del año 1975 lo ha vuelto a hacer, entró en decadencia fue porque no fue capaz de entender que la estructura bélica debía sostenerse únicamente con el excedente económico y financiero que se produjera dentro de las fronteras del mismo, que incluía las innumerables posesiones ultramarinas. Al contrario, los monarcas de la dinastía de los Habsburgo obtenían tantas riquezas como podían mediante la exacción fiscal excesiva dentro de los territorios adscritos a la Corona de Castilla y de las aportaciones en metales preciosos provenientes de las posesiones coloniales, y con ellas costeaban el pozo sin fondo en que consistían las guerras en territorio de Sacro Imperio Germánico e Italia, todo ello con la agravante de que los banqueros que financiaban las expediciones estaban asentados fuera de la Península.

Y lo que es peor, todo el equipamiento y los pertrechos de las tropas que defendían esas posesiones, que disminuían en extensión de forma constante y lenta, lo cual acabó siendo mucho más perjudicial, eran adquiridos a las monarquías que combatían contra el Imperio español, fundamentalmente Inglaterra y Holanda, con lo que éstas eran cada vez más fuertes, y la Corona española cada vez más débil.

Como esta situación se prolongó durante más de siglos, la decadencia se tornó inevitable, y el primer síntoma que la evidenció fue la separación de Portugal. En el año 1641 una línea secundaria de la dinastía autóctona que había sido desplazada por los reyes españoles mediante la política de alianzas que dio su fruto tres generaciones después de que la planteara Fernando el Católico consiguió separarse de la principal, y con ella arrastró a todo el Imperio portugués. Este siguió su camino de forma independiente, y no se disolvió hasta el último cuarto del siglo XX. Si consiguió preservar su unidad durante ciento sesenta años más de lo que lo hizo el español no fue porque mantuviera un sistema productivo más eficiente, sino porque pudo librarse de entrar y sufragar las guerras en las que los imperios centrales y los pequeños Estados del centro de Europa se vieron involucrados.

La decadencia del imperio español tuvo como consecuencia la falta de competitividad al máximo nivel del sistema productivo español, y por ello cuando los dos nuevos imperios emergentes, el francés y el inglés, y también el holandés en menor medida, siguieron la evolución ascendente que supuso el mercantilismo, España, y también Portugal, estaban mal preparados para seguir esta incómoda senda, porque la ventaja a la hora de obtener acumulaciones importantes de capital, y también a la de crear empresas y sociedades que pudieran ser las más competitivas en el conjunto de Occidente, y que se encontraba dificultada por los innumerables privilegios de todo tipo que todavía sobrevivían y que conseguían con éxito perpetuarse, estaba siempre en la mano de estas naciones. Y por ello, se llegó a la fase previa a la Revolución liberal habiéndose perdido una distancia considerable con respecto a las monarquías que pugnaban por sustituir a las potencias hegemónicas anteriores.

Durante todo el siglo XIX tanto España como Portugal continuaron su labor de adaptación a los cambios científicos y tecnológicos que se iban produciendo en las naciones occidentales más desarrolladas, pero la distancia, en lugar de acortarse, cada vez se hizo más larga. Además, el sistema financiero de ambos países era estrecho, y no podía acrecentarse. Por ello estaba protegido por el poder político. Se dedicaba a financiar pequeñas empresas y muy pocas infraestructuras. Los escasos experimentos que pretendían permitir la importación de capitales en empresas importantes, como el tendido de líneas férreas, acometidas por capital belga, no tuvieron un final exitoso, y por ello perdieron continuidad. En consecuencia, la banca de los Estados peninsulares continuó siendo raquítica e impotente, si la comparamos con las de Francia, Inglaterra y Bélgica.

Y la situación todavía se agravó más cuando, en la década de 1860, se produjeron la Unificaciones de las naciones alemana e italiana, que formaron Estados unitarios, si bien en Alemania faltó la incorporación de Austria, y la competencia se incrementó, tanto a nivel económico como militar, porque hubo que hacer frente a las reclamaciones que estos dos nuevos países unificados hicieron de la posibilidad de tener colonias en África, Asia u Oceanía. A esta ola de nuevo colonialismo se unió también Bélgica, de forma tardía pero eficaz, siempre considerándolo desde el punto de vista de los países colonizadores, que por ello acabaron siendo calificados de colonialistas.

En definitiva, cuando comienza la Primera Guerra Mundial, que en los círculos que en primer lugar propugnaron la unidad de Europa la consideran la Primera Guerra Civil Europea, es decir, la guerra del catorce, y al que pertenecía el Conde Koudenhove-Kalergi, y el Ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Aristide Briand, ambas naciones, España y Portugal, se hallaban aisladas, y sus economía no podían competir con las centroeuropeas, y por ello debían rechazar el liberalismo, y actuar a través de políticas proteccionistas, sobre todo arancelarias. Y el sistema financiero se encontraba en la misma situación, o peor. Esta es la razón por la que tras acabar la guerra, en 1918 ambos sistemas políticos se desequilibraron, y dieron lugar a dictaduras autoritarias, que permanecieron, con un pequeño paréntesis en España, sólo duró un quinquenio, hasta el año que abrió el último cuarto del siglo XX.

En la Postguerra de la Segunda Guerra Mundial, WWII, que para los nuevos seguidores de las viejas ideas fue considerada la Segunda Guerra Civil Europea, tanto España como Portugal fueron unas naciones que quedaron aisladas y bloqueadas, con unos sistemas económicos y sociales obsoletos y no competitivos, tanto a nivel europeos como mundial, y ello provocó que se perpetuaran los dos sistemas políticos excéntricos en la política occidental. Y esa falta de competitividad les forzó a mantener el proteccionismo, que adquirió la denominación de autarquía, y que acabó por incrementar la diferencia entre las economías edificadas por regímenes democráticos y las dos dictaduras, que además debían mantener unas costosas operaciones de mantenimiento de colonias, muy extensas en el caso de Portugal, bastante menores en el de España, y que hizo inevitable que el retraso económico, el gap que sufríamos, se extendiera y agudizada.

Una de las clases de instituciones que más afectada se vio por el proteccionismo y la negación de la posibilidad de apertura de nuevas empresas fueron las instituciones bancarias. El sistema de fichas limitadas, cuya creación de nuevas entidades estaba prohibida en principios, pero que podían ser compradas en un mercado intervenido, y por tanto no libre, e incluso sujeto a vetos, determinó el hecho de que la cuantía de los recursos, la acumulación de capital y la protección de todas y cada una de las entidades en funcionamiento derivara en un régimen de oligopolio que funcionaba a través de prácticas de kartell, eran los Siete Grandes, y sus presidentes se reunían a comer en uno de los hoteles de Madrid con periodicidad mensual. Una conducta de ese cariz entre los Presidentes de las entidades europeas hubiera provocado una investigación de la Comisión Europea, y una fuerte multa por ententes prohibidas.

La situación comenzó a cambiar en la década de los cincuenta, primero con el plan de estabilización, y más tarde con el Acuerdo con la Comunidad Económica Europea, de 1970. Con él, los países entonces miembros, los seis originarios, apostaron por entrar en el mercado español, y porque España, al concluir el régimen dictatorial, probablemente a través del hecho biológico, restablecería un régimen constitucional liberal, y porque, al final del proceso y de un período de transición, España, al igual que los otros dos países del Sur de Europa que se regían por sistemas dictatoriales, estarían preparados para su integración en el proyecto europeo, que al poco tiempo se expandiría territorialmente.

La apuesta europea se vio culminada por el éxito, y primero Grecia, y luego España y Portugal, tras una década de preparación, que fueron en cualquier caso no fueron desaprovechados, ingresaron en la Comunidad Económica Europea, el mismo día y a la misma hora, y se comprometieron a desmantelar todas las medidas proteccionistas, en la misma medida en que también lo hicieran los otros diez Estados Miembros, durante el período transitorio, que en el caso del sistema financiero y bancario fue el máximo posible. Un efecto colateral no premeditado pero inevitable y positivo para ambos países, fue que España entro en Portugal, y viceversa.

Sin embargo, las empresas españolas más protegidas habían actuado con eficiencia, y estaban preparadas para dar el salto en el vacío y no estrellarse contra el pavimento. Se adaptaron a las nuevas reglas, y en particular se produjeron las necesarias fusiones entre entidades bancarias, y cambiaron los hábitos comerciales tanto como fue necesario. La pronosticada catástrofe financiera, así como la pérdida de independencia de los bancos españoles no se produjo. La nueva etapa, que no contaba con precedente alguno en España, había echado a andar.

Por tanto, con anterioridad al ingreso en la CEE, el uno de Enero del año 1987, había unas reglas, que en lo referido a la propiedad del capital de los bancos, por una parte protegían a unas determinadas personas o familias, cuyos apellidos eran muy conocidos. Y por otra, perjudicaban a todos los demás, y ello desde dos puntos de vista. Por una parte, no todo el que se lo propusiera podía crear una institución bancaria. Y por otro lado, y éste es el importante, los beneficios excesivos derivado de la renta del oligopolio, redundaban en perjuicio de todos los ciudadanos.

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