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I. CONCEPTO DE CONSUMIDOR EN DERECHO ESPAÑOL

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El primero de los conceptos de consumidor o usuario que debemos determinar es el que corresponde al Derecho español. El ordenamiento jurídico de la Unión Europea establece una serie de políticas comunes, y deja a los Estados Miembros la determinación de los tiempos y de los medios que deben elegir para que se cumplan los objetivos de las políticas comunes adoptadas. Es cierto que por encima del Derecho de los Estados miembros se encuentra y se aplica el principio de primacía del Derecho de la Unión sobre cada uno de los Derechos de los Estados Miembros, pero salvo en los supuesto de hecho en que se produzca una colisión entre la norma de la Unión y la del Estado Miembros, y ello es aplicable también a la jurisprudencia, se aplicará el Derecho estatal. Y sólo si se infringe el Derecho unitario se deberá aplicar éste, porque en eso precisamente consiste el principio de la primacía. Además, en el caso de que lo que se tenga que aplicar es un reglamento de la Unión, aquí la norma estatal queda descartada desde el primer momento, y la única que puede tener efectividad es el Reglamento de la Unión Europea. Y con mayor autoridad esto se predica de una norma de uno de los Tratados vigentes en la Unión Europea.

La consecuencia de todo esto es que el concepto básico de consumidor y usuario que deben aplicar las Autoridades administrativas y judiciales españolas es que establece la Ley española, ya que la protección de los Consumidores se realiza en España a través de las Leyes estatales, leyes autonómicas, y normas de la Unión Europea. Y, quien dice Ley, dice norma del máximo rango, en este caso el artículo 51 de la Constitución Española, y el artículo 169 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Y en concreto la legislación específica, que es la que se contiene en el Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, RDL 1/2007, de 16 de noviembre, que modificó, en muchos aspectos de manera sustancial, la Ley 26/1984, de 19 de julio, en particular si es más concreto o extiende mejor la protección a los consumidores que los Tratados en vigor o las Directivas que han alcanzado la fecha máxima prevista para su trasposición.

Ello no obstante, y como quedará claro en la última parte de este capítulo, la principal característica del Derecho de la Unión Europea, es el carácter informador de la legislación de los países miembros y de la interpretación que las Autoridades, sobre todo las judiciales, han de dar a la Ley nacional, que en definitiva es la que es alegada ante los Tribunales en defecto de norma de Tratado directamente aplicable o de un Reglamento de la Unión. Por ello, aunque el punto de partida es el concepto de Consumidor o Usuario contenido en la Ley española, el punto de llegada habrá de ser el concepto legal español interpretado a la luz del concepto de la Directiva 93/13/CEE, y de las Sentencias dictadas por el Tribunal de Luxemburgo. Aquel que sea capaz de hacer correctamente esa subsunción de los hechos del asunto en concreto en la norma aplicable tendrá en sus manos la clave para determinar el concepto de Consumidor o Usuario en este momento concreto.

La protección que establece el Derecho español contra las cláusulas abusivas es actualmente dual. Antes de la publicación de la Ley de Defensa de los Consumidores de 1984, la única protección que se dispensaba al firmante de un contrato afecto de cláusulas inequitativas la proporcionaban los Tribunales al aplicar elCódigo civil, y en concreto su artículo 1254, que establece el principio de Autonomía de la voluntad, y declarar que en algún caso concreto no era de aplicación por infringir alguno de los derechos recogidos en una Ley concreta, generalmente mercantil, y tras la entrada en vigor de la Constitución, el 28 de diciembre de 1978, mediante el descarte directo de las normas que se oponían a ella, y en concreto a alguno de los derechos fundamentales, y las cláusulas de los contratos que incurría en la misma tacha.

Con motivo de preparar la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea se aprobó la Ley 26/1984, de 19 de julio, y el concepto de consumidor y usuario que se adoptó fue uno muy similar al que regía en las Directivas anteriores a 1984, que eran muy escasas, y que trataban de establecer una protección a los usuarios de servicios financieros y fondos de inversión o de pensiones. En este sentido, la evolución del concepto de consumidor siempre tuvo bastante más que ver con los productos financieros que con los industriales, aunque se acabó aplicando a éstos porque el consumidor está necesitado de protección también este campo.

En el año 1993, y no sin fuertes discusiones y una activa batalla que se libró en Bruselas entre los lobbies empresariales, financieros y los que defendían los intereses de los consumidores, se aprobó la Directiva 93/13/CEE, del que deriva el concepto de consumidor y el de usuario que ha ido siendo interpretado por el Tribunal con sede en Luxemburgo en sucesivas Sentencias, y que daba a los Estados Miembros un plazo límite para incorporarla a su Derecho que concluía el 31 de diciembre de 1994.

El Reino de España no modificó su legislación en la materia en un primer momento, y por ello, con casi cuatro años de retraso, aprobó la Ley 7/1998, de Condiciones Generales de Contratación. En ella optó, con buen criterio, por defender no sólo los derechos de los consumidores y usuarios, sino los de todos los agentes que intervienen en lo que se ha dado en llamar el tráfico mercantil seriado. A partir de su aprobación, es posible alegar con éxito por parte de una empresa individual o con forma social el carácter abusivo de una norma concreta, porque su texto o la conducta de la contraparte constituyen un abuso que torna inequitativa la relación contractual.

Además de ello, la interpretación jurisprudencial unitaria continuó desarrollando estos conceptos a medida que se le iban planteando sucesivas cuestiones prejudiciales, e incluso procedimientos por incumplimiento por parte de los Estados Miembros, por la no trasposición o por la trasposición incorrecta de la Directiva 93/13/CEE. Uno de ellos fue el Reino de España, que se vio condenado por Sentencia de fecha 9 de septiembre de 2004 por haber incumplido las obligaciones que le incumbían en virtud de la citada directiva porque no había adaptado correctamente a nuestro Derecho interno las disposiciones contenidas en sus artículos 5 y 6.2. Tras la publicación de esta Sentencia, la modificación de la Ley de Defensa de los Consumidores española se hizo inevitable.

Y esto se llevó a cabo en primer lugar a través de la publicación de la Ley 44/2006, de 29 de diciembre, que introdujo disposiciones interpretativas de los contratos que afectan a consumidores y que adaptaba la legislación a la Directiva, si bien lo hacía de nuevo de forma imperfecta, y por fin mediante la publicación del Texto Refundido de la Ley de 1984 por medio del Real Decreto Legislativo 1/2007, que modificó de modo decisivo la parte final de la Ley 26/1984, de 19 de julio, e introdujo los mecanismos necesarios para considerar que existen medios eficaces para que los consumidores y usuarios puedan defender sus derechos de manera eficaz. Infra veremos que ello es posible si se instan procedimientos declarativos ordinarios, pero que no siempre lo es cuando lo que se instan contra él son procedimientos ejecutivos. En este caso, la protección debida a la condición de consumidor se proporciona de manera incompleta, muy imperfecta y, en la mayoría de las ocasiones, ineficaz.

Y la consecuencia es que, si una persona, física, cumple con todos los requisitos para ser considerada un consumidor o usuario, y logra acreditarlo, se hace merecedor de un grado especial de protección a sus derechos e intereses, fundamentalmente en las relaciones contractuales escritas, con respecto a la contraparte, que desde ese momento adquiere la condición de profesional. Y, si por el contrario, no reúne todos los requisitos, o no es capaz de demostrar que en él concurren todos ellos, entonces recibe el grado de protección normal, que es el que proporciona la Ley de Condiciones Generales de la Contratación.

Y por ello tiene la consideración legal de consumidor o usuario las entidades que, a tenor de lo que establece el artículo 1.2 del Texto Refundido de la Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios, que en este punto concreto no modifica el texto establecido por la Ley anterior, aprobada en 1984, «… las personas físicas o jurídicas que adquieren, utilizan o disfrutan como destinatarios finales, bienes muebles o inmuebles, productos, servicios, actividades o funciones, cualquiera que sea su naturaleza pública o privada, individual o colectiva de quienes los producen, suministran o expiden».

Y por el contrario, y según establece el número 3 del mismo artículo 1, « No tendrán la consideración de consumidores o usuarios quienes, sin constituirse en destinatarios finales, adquieran, almacenen, utilicen o consuman bienes o servicios, con el fin de integrarlos en procesos de producción, transformación, comercialización o prestación a terceros».

El legislador español hace, por tanto, una elección fundamental, que a la hora de la aplicación de los preceptos legales va a tener como consecuencia práctica la consideración de una persona o empresa tiene derecho a gozar de la protección incrementada si es la consumidora final de los bienes o de los servicios que adquiere o solicita. Y, sin embargo, si sólo es una intermediaria, según la definición clásica de la compraventa mercantil, adaptada ahora a la prestación de servicios, de «comprar para revender, obteniendo el derecho a apropiarse de la diferencia», quedará excluida a priori de la protección incrementada que proporciona el Derecho de los consumidores.

El concepto de consumidor o usuario reducido al agente económico que se constituye en último receptor de los bienes o servicios que adquiere o solicita, y que coincide con el concepto anglosajón de consumer, no coincide exactamente con el concepto que ha ido delineando el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en sus Sentencias, y por ello será preciso acoplar un concepto al otro, para poder delimitar el ámbito de protección del que cada uno va a disfrutar.

Las notas que caracterizan el concepto de consumidor son, en primer lugar, la personalidad en Derecho. Es curioso que la definición de la Ley Española no excluya a las personas jurídicas. De forma paladina establece que son objeto de protección tanto las personas físicas como jurídicas. Las empresas dotadas de personalidad jurídica, así como los empresarios individuales, se integran dentro del concepto de consumidores siempre que no sean intermediarios en el tráfico mercantil, puesto que son los consumidores finales del producto que han adquirido. Un caso muy sencillo para comprender el concepto de consumidor es el de una Sociedad de Responsabilidad Limitada que se dedica a la reprografía, y que adquiere de otra al mismo tiempo maquinas reproductoras y folios, que dedica en su mayoría a la reventa. Si el litigio versa sobre la adquisición de los paquetes de folios, no tendrá derecho a la protección incrementada. Pero si versa sobre una de las máquinas reproductoras, sí que tendrá derecho a ellas. Paradojas del comercio contemporáneo. Por ello, el consejo jurídico oportuno, en caso de tenerse que interponer ambas acciones, sería la de separarlas, mediante la interposición de dos menadas diferentes.

La definición que establece el artículo 1del TRLGDCU pretende ser omnicomprensivo respecto de los bienes y servicios cubiertos. Por ello incluye tanto a los bienes muebles como a los inmuebles, tanto a los productos como a los servicios, actividades o funciones. Y no excluye ni siquiera a las empresas de naturaleza pública, las equipara a las privadas, y tampoco a las de titularidad colectiva, que seguirán el mismo régimen que si la tuvieran individual.

Por tanto, el único dato a tener en cuenta a la hora de calificar a un agente económico, ya sea persona física o jurídica, de consumidor o no, es si es el consumidor final del producto a servicio adquirido. Si lo es, es calificado inmediatamente de consumidor o usuario. Y si no lo es, es excluido de esta consideración. Por eso la Sentencia de la Sala I del Tribunal Supremo de fecha 12 de diciembre de 1991 (RJ 1991, 8996), que es la primera que se enfrentó con este concepto, ha sido tan criticada, y con razón. En el caso concreto se trataba de que la parte demandante había adquirido una prensa excéntrica para dedicarla al corte frío de llanta para forja. Tras diversas vicisitudes, se llegó a la demanda judicial, y en ésta la empresa adquirente alegó su condición de consumidora, porque la prensa excéntrica había sido adquirida para ser usada, y no revendida. Pero no lo entendió así el Tribunal. Afirmó que estaba fuera de toda duda que la empresa adquirente estaba excluida de la protección de la Ley General de Consumidores, y desestimó su recurso.

En esta Sentencia, que es anterior a la promulgación de la Ley de Condiciones Generales de Contratación, e incluso a la aprobación de la Directiva 93/13/CEE, que no ampara a personas jurídicas, podemos apreciar la pulsión entre el concepto de consumidor final y el de adquirente intermediador, y el de persona física o jurídica que está en condiciones reales de defenderse y la que debe presuponerse que no. Y ante esta tesitura, el legislador optó por seguir un camino, y el Tribunal Supremo siguió otro diferente. Y estas posturas coinciden con las que se derivan de la caracterización jurídica precisa para ser considerado consumidor o no. La postura del Tribunal Supremo acabó coincidiendo con la del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. El único que sufrió con ello fue el adquirente de la prensa excéntrica, y tal vez su asesor jurídico, quien no pudo imaginar una interpretación contra legem tan descarada. La reacción del órgano jurisdiccional era difícilmente previsible.

La segunda de las notas que caracterizan la definición de consumidor es la nota negativa. Define a las personas, físicas o jurídicas, que no son los consumidores finales porque no han adquirido los bienes o solicitado los servicios para ser los consumidores o los prestatarios finales, sino que lo han hecho para someterlos a una de estas cuatro finalidades diferentes.

También esta definición pretende ser omnicomprensiva, y cuando menos es muy extensa. La concepción primordial que expresa es que, en el tráfico mercantil, las empresas deben responder de la utilidad completa del producto que fabrican, ofrecen al mercado e introducen en la corriente, stream, del comercio, ante el consumidor final. Si éste es el supuesto de hecho, las cláusulas del contrato y las prácticas de la empresa vendedora o prestamista del servicio debe ser impecable, ya que de ello depende la confianza del consumidor, y en último término, la reputación del fabricante. Y respecto de la prestación de servicios, es muy conveniente aplicar el mismo principio, pues va en ello empeñada la reputación de la entidad, que en este caso será bancaria, financiera, de seguros, de asesoría o de gestión. Si no se responsabilizan del resultado final, la confianza del consumidor no sólo se resiente. Es que no tiene sentido que exista.

Pero que si no se trata de este caso, lo que busca la interpretación acorde el Tribunal Supremo civil español y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea es que las empresas están autorizadas a pelear en sus litigios con las leyes, con los contratos con las cláusulas negociadas, con las cláusulas de adhesión, con los cumplimientos parciales y con los incumplimientos, ya sean provocados por la contraparte o no. Y esa es la regla que deberá ser tenida en cuenta a la hora de diseñar la estrategia jurídica de defensa en cada caso concreto, pues es la única conveniente a la defensa de los intereses en juego.

Otra cuestión que afecta al concepto de consumidor, y a su correlativo de profesional, y que no debe quedar sin análisis, es la de la persona que contrata con un profesional que luego resulta que no es profesional. Es el caso del intrusismo, del cuasi intrusismo, o del simple individuo que pretende salir al paso de una situación personal complicada que le afecta. Es el caso del individuo que ofrece una serie de bienes, y lo que es más frecuente, la prestación de un servicio o de una serie de servicios, y que no es un profesional verdadero porque no cumple los requisitos para tener un establecimiento abierto al público o prestar unos servicios normalizados.

La redacción del precepto legal no deja lugar a dudas. El que actúa como un profesional, se hace responsable de lo que lo ofrece, y en caso de incumplimiento total o parcial, ha de asumir las responsabilidades de un profesional, aunque no esté cualificado para ello. La protección de los consumidores está concebida para protegerles no sólo en el caso del tráfico reglado de bienes y servicios, sino también de los individuos que pretendan aparentar una condición que no les corresponde, bien porque no han tenido la oportunidad de acceder a ella, bien porque la han adquirido y la han perdido, por cualquiera de las circunstancias que hacen que esto suceda.

Y no debe pensarse que este supuesto de hecho, que hace pensar más bien en los profesionales que ofrecen sus servicios para las pequeñas reparaciones u obras en los domicilios particulares que en las entidades bancarias o de crédito, está tan lejos de la realidad cotidiana. Si uno se pone a pensar en los vulgarmente conocidos como chiringuitos financieros, si uno se pone a pensar en la proliferación que han experimentado en la actualidad, se ha de conceder que la protección a los consumidores debe mantenerse, y aún extremarse, en estos casos. Y la constatación de que la legislación de consumidores no les excluye es suficiente para reforzar la confianza que se siente necesaria para operar en el Mercado de valores.

Y para terminar, la consecuencia de ser considerado consumidor, a la luz del Derecho español, es que la contraparte es considerada la parte profesional. Esto conlleva la obligación que se le impone de cumplir con las normas imperativas que protegen a los consumidores, y que son principalmente las de transparencia e información completa, e incluso la de clasificación de los clientes según su perfil de inversor.

Y también son útiles las consecuencias que de la ostentación de la condición de consumidor se derivan en las cuestiones de interpretación de las cláusulas de los contratos que no han sido objeto de una negociación individualizada, es decir, cláusula por cláusula. Como es natural, las cláusulas que no sean perfectamente equitativas deberán ser interpretadas de modo que no tengan ese efecto desequilibrador de la relación contractual en perjuicio de la parte que tiene la condición de consumidor o usuario.

Este no es en modo alguno un concepto innovador. No hace sino reproducir la antigua regla de la Filosofía griega que definía la Epikeia como el restablecimiento de la Justicia, debemos interpretar que la material, a través de la modificación de la injusticia que se produciría si se aplicaran los términos puros, y duros, del contrato. En esto se diferenciaba del concepto del Derecho romano clásico. Este concepto, representado por la Aequitas, no es equivalente al concepto griego de Epikeia. Los propios juristas romanos la definían como Iustitia dulcore misericordiae temperata, es decir, la Justicia es templada, atemperada con la dulzura de la misericordia.

El cambio de perspectiva es evidente. En el caso del concepto griego, las Autoridades públicas, y en último término, los jueces, están obligados a intervenir para hacer justicia. En el romano, un pueblo de mente mucho más estricta, no en vano fueron capaces de instauran un Imperio que duró, éste sí, mil años más o menos, de una forma o de otra, Las autoridades públicas debían mantenerse fuertes y rígidas. Y los iudices podían cambiar de sentido la Sentencia aplicando la misericordia… o no.

Esa es una diferencia que no se puede obviar de ninguna manera.

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