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I. LA CAPACIDAD DE IMPONER CONDICIONES GENERALES DE CONTRATACIÓN DE MANERA UNILATERAL

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La capacidad de imponer las condiciones que han de regir la relación jurídica bilateral que ha de unir a la parte que ofrece un producto o servicio al público en general y la persona concreta que está interesada en adquirir ese producto o servicio, que se le ofrece normalizado, de tal manera que apenas se diferencia la prestación que se ofrece a un cliente de la prestación que se ofrece al siguiente, que acude a la oficina bancaria por ejemplo quince minutos más tarde, es la que determina la firma del contrato escrito, y se encuentra en la base de los contratos de adhesión. Los contratos de este tipo están pensados para que la entidad que los ofrece, y que en última instancia los suscribe, pueda organizar sus departamentos, pueda calcular de forma eficaz el resultado de la comercialización del producto crediticio o financiero, los márgenes bruto y neto del mismo, y en última instancia, la conveniencia o no de lanzar el producto al mercado, y la de aquilatar las condiciones que deben incluir los contratos para ser rentables para la entidad, y para competir en conjunto con los productos similares de las entidades de la competencia, de tal manera que el producto sea por un lado rentable, y por otro, competitivo. Si la entidad acierta con el clausulado, el producto financiero o crediticio triunfa, y es adquirido por un número suficiente de clientes, por lo que alcanza el éxito. Y si falla una de estas dos circunstancias, entonces fracasa.

Esta es la visión que del clausulado de los contratos de adhesión tiene la entidad financiera. Desde el punto del suscriptor de contrato tipo, la perspectiva es diametralmente opuesta. El clausulado de los contratos de adhesión es conocido por los contratantes de los mismos como la letra pequeña. Y goza de muy mala fama. Esta mala fama sólo puede ser calificada de dos formas. La primera, de muy merecida. Y la segunda, de merecidísima. El numero de cláusulas que deberían ser enviadas a la blacklist es inmensa, y cualquiera de ellas puede resultar abusiva en un momento dado. Una sola de esas cláusulas puede determinar que un contrato cuyo resultado económico sea justo y equitativo si no se activa, deje de serlo porque la consecuencia jurídica del ejercicio contenido en una de las cláusulas, un ejemplo manifiesto de ella sería la posibilidad de rescisión del conjunto de la relación contractual en base a un incumplimiento menor y no querido por la parte que contrata el producto o servicio financiero, aboca a la relación a la pérdida del objeto o producto adquirido, y a la obligación ex contractu de pagar una fuerte indemnización a través de la aplicación de una cláusula penal, que está concebida y calificada como de valoración preestablecida de los daños y perjuicios que la entidad financiera manifiesta que se le han ocasionado.

Bajo este doble y contrapuesto punto de vista, se puede determinar que el sinalagma funcional de las relaciones contractuales privadas se crea en el momento en que se firma el contrato, que desde ese instante se constituye en ley entre las partes, y nos encontramos con que una de las partes está en condiciones de imponer el clausulado, que viene ya impreso, y que al cliente bancario no se le permite modificar y que no se discute, la leguminosa cuyo recuerdo aparece en la memoria de los lectores neutrales de dichos contratos es la lenteja, famosa por el episodio bíblico de Esaú y Jacob, y desde primer momento provoca la implicación psicológica de estos observadores a favor de los firmantes que no están en condiciones de negociar las cláusulas, y que posteriormente no están en condiciones de cumplir el contrato, por lo que dichas cláusulas, que entonces se revelan desproporcionadas, son objeto de aplicación por parte de la entidad bancaria, o lo son por parte de la Autoridad judicial, mediante la petición que la parte demandante efectúa en el procedimiento correspondiente, que ella elige entre las diversas posibilidades de que a menudo dispone.

Pero a pesar de su merecida mala fama, no debemos pensar que las cláusulas contenidas en los contratos de adhesión son por este solo hecho inequitativas. Son las que determinan los perfiles de las relaciones contractuales, y su inclusión indiscriminada tiene un importante efecto beneficioso sobre el conjunto de la contratación crediticia y financiera. Permite clarificar las obligaciones de ambas partes, eso sí, barriendo para la casa de la entidad, y provoca la reducción de los tipos de interés contractual no penalizado, de manera que la otra parte del contrato de adhesión, aquella que sí se negocia, y que es la que determina el coste concreto que para el cliente tiene la operación, que es el que está preparado a priori para soportar, y que determina la competitividad del producto crediticio o financiero que se le ofrece en la oficina y que compite con los productos similares de las demás entidades, sea más bajo de lo que sería en caso de ausencia de competencia, en caso de existencia de monopolio o de prácticas concertadas oligopolísticas, como sucedía antes de la aplicación de Derecho de la Comunidad Económica Europea. El problema de fondo no está en la proposición de cláusulas uniformes unilateralmente propuestas. El verdadero problema está en el abuso.

El concepto de abuso de derecho se ha vuelto crucial en el derecho actual de los países que forman la OCDE, aunque tiene la máxima antigüedad, ya que a éstos llegó de la mano del Derecho romano clásico, que no del antiguo, que instauró la regla ius utendi et abutendi, y a éste por medio de la asunción de los principios del Derecho babilonio, a través del Edicto del pretor peregrino. En España, se establece en el artículo 7.2 del Código civil, y tiene relación con el artículo 6.4, que regula el fraude a la Ley. El fraude a la Ley es un abuso de derecho cualificado, más peligroso que el simple abuso de derecho, y por ello mucho más denostado. Pero el concepto de abuso de derecho también está prohibido por el ordenamiento jurídico español, y por ello las personas físicas y las entidades privadas deben evitar incurrir en él, y en último término, las Autoridades administrativas, y sobre todo las judiciales, están obligadas a determinar su existencia cuando se produzca, y a anular dichas cláusulas y corregir sus efectos, para restablecer la equidad en las relación, y en definitiva llegar a la Justicia material. Es, como ya hemos dicho un anhelo de la Humanidad en su conjunto. Y de esta forma se lleva a la práctica.

En este capítulo se van a analizar los efectos jurídicos de las Condiciones Generales de Contratación en las relaciones en las que ninguna de las dos partes puede beneficiarse de la condición de consumidor o usuario. Si uno de los dos contratantes reúne todos los requisitos para ser declarado consumidor por la Autoridad que dirime la controversia, entonces y desde ese momento se ve beneficiado por un nivel de protección especial, mucho más intenso, y se encuentra protegido por el ordenamiento jurídico de manera mucho más efectiva. Está sobreprotegido por las normas estatales, en este caso las españolas, y por las normas de la Unión Europea. Las normas españolas son el Texto Refundido de la Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios, TRLGDCU, R-D/L 1/2007, de 16 de noviembre, que sustituyó a la Ley General de Defensa de los Consumidores y Usuarios, Ley 26/1984, de 19 de julio, y la norma comunitaria, la Directiva 93/13/CEE, del Consejo, de 5 de abril. La Ley que nos interesa al tratar el tema específico que nos ocupa, es la Ley 7/1998, de Condiciones Generales de Contratación, de 13 de abril, que es la que conforma el marco básico que regula los contratos de adhesión.

En definitiva, el Derecho privado, intentando equilibrar la carga que supone la diferente potencia económica y social entre operadores, normalmente sociedades, que por ello están excluidas de la protección incrementada que presta el Derecho de los Consumidores, uniformizado hasta cierto punto por la Unión Europea, y que excluye a las sociedades por decisión jurisprudencial, y que por ello reserva este grado a las personas física, y no a todas ellas, establece por Ley una serie de condiciones que los contratos deben contener, y sobre todo y particularmente, veta otra serie de cláusulas y prácticas, cuya inclusión o efecto veta a las partes, y sobre todo a una de ellas.

La consecuencia lógica de este sistema de protecciones, que se van incrementando progresivamente es que en primer lugar se ha determinar si una cláusula incluida en una contrato y propuesta por una parte a todos sus contratantes, clientes o proveedores, es abusiva de por sí, y en este caso se tiene por no puesta. Si no es abusiva de por sí, se ha de determinar si en el caso concreto que se lleva ante la Autoridad administrativa, arbitral o judicial, produce efectos inequitativos por abusivos en el caso concreto. Si se determina que no, o que no necesariamente, se ha de analizar si la parte que alega la condición de abusiva de la cláusula ha de ser considerado un consumidor o usuario, o no. Si lo es, entonces se le proporciona un nivel de protección a sus derechos superior o mayor. En este momento, la cuestión se plantea en la disyuntiva de si en el caso concreto que provoca la controversia, los derechos del consumidor han sido respetados convenientemente, no en la teoría, sino en la práctica, o no lo han sido. Si la Autoridad administrativa, el árbitro o el Tribunal, determina que lo han sido, declara la cláusula nula por abusiva, determina que no debe tener efecto en la relación jurídica contractual concreta, elimina el efecto perjudicial producido, determina en su caso la devolución recíproca de prestaciones, y por fin compensa el perjuicio con la determinación y cuantificación de los daños y perjuicios provocados. Y si entiende que nada de esto se ha producido, da la razón a la entidad crediticia o financiera, y mantiene la validez del contrato en su integridad.

Se aprecia que esta segunda valoración, la que se deriva de si se debe o no entrar a valorar si corresponde determinar si la parte afectada por la abusividad que alega, debe contar con el nivel de protección legal incrementado que corresponde al consumidor o usuario, es por lógica posterior a la determinación de si se ha infringido o no el nivel de protección general, que se aplica a todos los sujetos a relaciones jurídicas indiscriminadamente, y por ello es materia del capítulo anterior y de los siguientes.

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