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II. La metodología del terrorismo

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El terrorismo es ficción de guerra en la medida en que este supone ficción de poder. La guerra es una actividad política, una herramienta al servicio de esta; y el terrorismo también, por más que sea una actividad política ilegítima. La guerra dice haciendo y la política hace diciendo, ambas son un performativo constatativo. Los límites entre ambas son borrosos de modo que ninguna es condición de posibilidad sobre la otra2. El terrorismo obra así con la lógica de la guerra en tanto que sucedáneo de esta.

Y en tanto que sucedáneo, “el terrorismo es teatro”3, esto es, una actividad política que se escenifica mediante el espectáculo de un cierto derramamiento de sangre. Y al igual que el teatro, el terrorismo busca público para sus representaciones que sólo tienen sentido cuando aquel asiste. “No quiere mucha gente muerta, sino mucha gente mirando”4. Su práctica encarna la propia de un publicista; un mensaje, el simbolismo y la cualidad de lo inesperado, la sorpresa para atraer la atención del público objetivo, de sus distintos segmentos y audiencia. Desde esta perspectiva, la propaganda es más importante incluso que al propio atentado5.

Para ello trata de crear grandes dosis de dramatismo conforme al axioma de morbosidad más actualidad es igual a audiencia. El crimen es excitación y espectáculo y la sociedad espectáculo y excitación; por eso, los dos extremos se alían potenciando el sensacionalismo de la vida6. Este dramatismo emociona, en palabras de Ramonet7 “si la emoción que siente viendo el telediario es verdadera, la noticia es verdadera”8. La posverdad tiene sus raíces en ello. Al telediario no se va a buscar realmente tanto la verdad como la emoción.

Utilizando las palabras Glucksmann respecto de la guerra, esta “… es un choque de discursos, que no gana el mejor…sino el que abarca el campo de batalla… no sólo establece las condiciones de toda comunicación: es en sí misma, comunicación”9.

Como resultado de la necesidad por estar presente que tiene todo acto de comunicación, puede acabar generando una auténtica espiral de dramatismo, perdiendo entre sus acciones su sentido político. No obstante, la eficacia de este recurso queda fuera de toda duda. De ahí que se recurra a él.

A modo de ejemplo y como afirmara un líder palestino, “los primeros secuestros (aéreos) fueron más eficaces que 20 años de súplicas ante las NN.UU. para concienciar al mundo y despertar a los medios de comunicación y a la opinión pública”. 18 meses después de los atentados en los Juegos Olímpicos de Munich, Yassir Arafat fue invitado a dirigirse a la Asamblea General de la ONU10 y lo hizo armado con una pistola. Los Estados, pese a lo que declaran, ceden más ante la violencia que ante la razón porque su esencia es el poder.

La clave del terrorismo se encuentra así en la explotación de los medios de comunicación. Y es que el poder es ante todo imagen; su secreto es que se utiliza poco –su empleo tiene un costo en términos de legitimidad–, que es potencia no acto, por eso los medios sirven a la reducción del uso de poder y al parejo incremento en su eficacia en la medida en que son capaces de magnificarlo y direccionarlo en función de la audiencia escogida. Su principal atributo es erigirse y ser constructor de la verdad, de modo que este se ejerce a través de su producción. Solo tiene el poder el que tiene la verdad; y en este plano de disputa el terrorismo tiene las opciones de que no dispone en el ámbito militar. Pues esta se comprende mejor sí es simple; el terrorismo tiene así ventaja desde la perspectiva de la comunicación política.

Estamos ante una “violencia expresiva,”11 esto es, en relación directa con sus fines, con la que se pretende realizar pedagogía a modo de “propaganda por el hecho”12, de ahí que la violencia sea recurrente, reiterada en el tiempo: su objetivo es cambiar las conciencias. La lucha del terrorismo es así una lucha por la verdad, por la legitimidad de su causa ya que no puede derrotar directamente al Estado pues no tiene capacidad para ello. El terrorismo no pretende tanto destruir como deslegitimar. Fuerza es violencia sin legitimidad. La autoridad puede ser la violencia que se ejerce con ella. La lucha tiene su centro de gravedad en la legitimidad. Y el método para tal logro es una suerte de pedagogía que, inevitablemente, requiere de tiempo. Estamos ante una suerte de “guerra prolongada”; o mejor aún de una ficción o imagen de ella.

La verdad debe explicitarse y la forma más barata e indiscutible de hacerlo es a través de una imagen que, en tanto que verídica y factual, ayuda a no pensar. Esta es una obra de arte, construida ad hoc y pese a sus apariencias, emocional; el escenógrafo terrorista es o pretende ser un artista, un selector de la realidad, que omite el contexto o lo transforma en la medida en que este no le resulta favorable y cosifica a las víctimas hurtándoles la humanidad al simplificarlas y presentarlas como meros objetos cuya presencia en la representación se justifica por algún atributo: uniforme, función social, actividad criminal… Volvemos otra vez a la plástica de su origen mitológico. El terrorismo tiene un punto de arte. Este también existe en la perversidad.

El discurso que acompaña a la puesta en escena pretende que sus actos eludan la responsabilidad y, al mismo tiempo obtener beneficios de su maldad. Dos en uno: El problema y su solución, verdugos y víctimas, asesinos y médicos todo al mismo tiempo. Para ello se sirven de la conmoción que provoca con su proceder en la medida en que violenta los esquemas preestablecidos. La violencia sin sentido pone a prueba la capacidad de entendimiento y el sentimiento de seguridad de la sociedad.

La repetición de la consigna en forma de atentados y un esfuerzo prolongado en el tiempo servirán para plantear un debate, difundir las tesis terroristas y socavar las convicciones de la contraparte. La duda se encuentra en las esencias de Occidente. Se intenta comprender lo sucedido y con ello al agresor por lo que, cuando esto sucede, el terrorismo está haciendo pedagogía. La persistencia mediática, la repetición, servirá para el adoctrinamiento. Los medios en su permanente búsqueda de la neutralidad y la equidistancia, contribuirán a la familiarización con las ideas de los grupos terroristas, pero sobre todo, banalizaran las palabras y permitirán que se adopte su lenguaje.

Su pretendida objetividad sirve así a la implantación de los debates que el terrorismo propugna. En un primer estadio lucha para tratar de imponer sus debates, por hacer común su causa, por dar a conocer su punto de vista. Y después para tratar de ganarlos.

Su objetivo, recordémoslo, es cambiar las conciencias y las referencias de aproximación a la realidad de todo un grupo social. Los actos de impacto emocional son muy pedagógicos y útiles para tal propósito. Con cada atentado se pretende una pedagogía que pasa primero por conmocionar a la sociedad para convocar a la audiencia y, en su presencia poder plantear sus ideas, fijar las reglas e imponer las palabras a utilizar. Y después tratará de ganarlos.

El crimen constituye una exhibición de confianza y fe en una causa que contrasta con una sociedad postmoderna y postheroica, con una época de ideas y conceptos débiles. Y es que la muerte violenta ha desaparecido de nuestras sociedades. Paradójicamente, la tasa de suicidio es, en los países occidentales (excepto EE.UU en que ambas se igualan), de 10 a 20 veces más alta que el asesinato13. En este marco, no sólo dar la vida por una causa sino sobre todo ser capaz de quitarla o hacer ambas cosas al mismo tiempo, con la catarsis que implica, son elementos que por su radicalidad y en ese juego espejos, paradójicamente, contribuyen a la legitimidad de la causa.

Por eso y por las contradicciones que aúna, uno de los elementos fundamentales del terrorismo es una eficaz estrategia mediática; su diseño es esencial. Los medios dotan a este de una visibilidad que no corresponde a su poder real. Visibilidad y poder son términos sentidos como equivalentes. Por eso entre el terrorismo y los medios se desarrolla una relación simbiótica de un profundo calado ético: los medios quieren noticias y el terrorismo quiere serlo. Esto sitúa a Occidente frente al espejo de sus propias contradicciones.

Y el terrorismo, como norma general, golpea en las contradicciones de las sociedades, en las líneas de fractura, buscando que estas reverberen y, de esta manera actúan laminando las instituciones. La lucha contra el terrorismo afecta al núcleo duro de sus valores y al sistema de balances y contrapesos que es la democracia.

El mensaje no es la violencia sino que, muy diferente, se encuentra codificado bajo la clave de violencia. La violencia es un medio, una metodología para la comunicación, no el centro del debate que se sitúa en la ideología a la que se apoya con el terrorismo y que se representa en la función que pretende encarnar el atentado. La violencia se usa homeopáticamente, esto es, en pequeñas dosis captadas siempre por las cámaras, con el efecto multiplicador que de ello se deriva, permitiendo que el terrorismo sea presentado como un humanismo –en la medida en que limita su uso– y, simultáneamente, alcanzando los objetivos de impacto pretendidos.

Desarrolla una estrategia de provocación con la que busca la manipulación emocional de los decisores políticos, bien directamente bien de forma inducida, esto es, a través de la presión social fruto del ambiente de alarma, consternación y angustia que deliberadamente provoca. De esta manera, pretende conseguir la sobrepolitización de su proceder, y con ella una respuesta inadecuada al reto planteado. Se trata de imponer al Estado la necesidad de una reacción y provocar respuestas emocionales, irracionales y cortoplacistas que no respondan a la estrategia preconcebida. El peligro del terrorismo se sitúa de este modo en la respuesta que le se da.

El valor de una acción no lo miden sus efectos físicos (100 muertos en una oscura selva tienen menos efectos que uno en una ciudad; por eso es un fenómeno urbano) o sus daños materiales; el criterio definitivo de valoración se establece en términos de impacto mediático primero y psíquico después; y finalmente en el eco político que provoca. Parafraseando a Dany Cohn-Bendit14, el terrorismo toma como rehén la imaginación del mundo entero. No trata de controlar físicamente un territorio o grupo social sino de hacerlo mentalmente, de hacerse presente en la vida cotidiana cuestionando con ello la eficacia del Estado en tanto que proveedor de seguridad y, de este modo también, la legitimidad que detenta.

Así, el terrorismo de actores individuales –los llamados lobos solitarios– ha provocado en Europa desde 2001 menos de 700 muertos; el valor militar de su proceder es escaso; no suponen una amenaza sustancial por más que de su actuación se derive un gran drama humano.

Y es que una guerra es una sinfonía cuyo “leit motiv” es que tiene sentido, eso sí, un sentido político; mientras los atentados perpetrados por los lobos solitarios son poco más que meros ruidos inconexos. No obstante, su impacto político y en términos de seguridad ha sido extraordinariamente elevado. El costo para la seguridad de los aeropuertos tras los atentados del 11-S es muy superior a los daños materiales producidos en aquel.

Volvemos pues al terrorismo como actividad ficticia. Pero, como vemos, tampoco puede considerársele una cuestión menor, dado el daño que es capaz de hacer a las estructuras de gobernación de las sociedades. El terrorismo no puede destruir una sociedad pero si puede cambiar un gobierno y subvertir el orden constitucional de un país además de dañar seriamente su economía. Un atentado, al menos sin armas de destrucción masiva, no hunde físicamente un Estado pero la propaganda posterior sí puede hacerlo.

Se trata, a fin de cuentas, de una violencia simbólica con la que se golpea mediáticamente en las líneas de fractura, en las costuras de la sociedad, en puntos que la historia y experiencia del pasado han convertido en multiplicadores del dolor, la incertidumbre y la ansiedad y que son perfectamente identificables por los terroristas en tanto que, muchas veces, miembros del mismo corpus social. El terrorismo bien dirigido, aunque parezca lo contrario y con sus excepciones puntuales, siempre viene de dentro. A modo de ejemplo, Mustafá Setmarian, uno de los líderes militares al-Qaeda, es español.

Con tal proceder trata de que la sociedad obligue a sus decisores a una respuesta inmediata que satisfaga sus demandas de corte emocional y que, por tanto, no fuese la más adecuada al dilema en el largo plazo. Esto, a su vez, le dotaría del estatus de víctima que, singular, significativa y recurrentemente, reclama con su proceder. El terrorismo, recordémoslo de nuevo, normalmente solo puede prosperar con las respuestas que se le dan.

Es la conocida estrategia o espiral de acción-reacción, una dinámica basada en la provocación con la que se trata de sumergir al Estado privándole de toda iniciativa y que resulta tan de uso por el terrorismo sobre la base histórica de su indudable funcionalidad práctica. Es el juego de cambio de roles que se produce en la imaginación y como resultado de una perturbación que se trata de comprender y que por ello fuerza la duda.

La lucha contra el terrorismo en el marco del sistema de seguridad nacional

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