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Semifinales

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Habían pasado veinte años desde que Brasil y Uruguay se habían enfrentado en Río de Janeiro, en el estadio “mais grande do mundo”, ante una multitud de doscientos mil espectadores preparados para festejar un triunfo que nunca llegó. La hazaña uruguaya de ese día es tema para otro capítulo, pero el trauma que dejó en los brasileños no terminó de borrarse nunca. Y en el setenta todavía estaba muy fresco, a pesar de que en esos veinte años los “canarinhos” habían ganado dos campeonatos mundiales y los uruguayos, grandes a nivel de clubes, habían desaparecido de los primeros planos a nivel de selecciones. Y para refrescarlo más apareció otra vez Luís Cubillas, sorprendiendo a defensores mucho más veloces físicamente y mucho más lentos mentalmente. Desde una posición muy cerrada alcanzó a pegarle con un raro efecto a la pelota, que lentamente pasó delante del arquero Felix y se metió en la valla. La imagen mítica de Obdulio Varela, el gran responsable de aquel triunfo del 50, se agigantaba en Guadalajara.

Pero este Brasil no era el mismo del Maracaná y, sobre todo, este Uruguay no era el mismo de aquella tarde. Los cinco genios de adelante no aparecían, la defensa oriental estaba muy firme, pero atrás de ellos había un número cinco que no había brillado hasta ese momento, tenía la discreción y la simplicidad de los buenos administradores. Su función, como un jefe de suministros, como el comandante de una división de logística, era cuidar que la pelota llegara mansa y tranquila a los pies de los genios, con la mayor frecuencia posible; pero en ese momento Brasil necesitaba un mariscal de campo, un gerente general y Clodoaldo entonces se subió al puesto de mando, entró al despacho de la gerencia y con un derechazo preciso le recordó al mundo que la historia es sólo historia .

En el segundo tiempo los dioses volvieron de sus vacaciones. Rivelino derrumbó de un zurdazo mortal las ilusiones celestes y Jairzinho se encargó de sepultarlas con una repetición de sus goles a Checoslovaquia. Ese segundo tiempo, además, fue la hora del Rey, el momento de mayor esplendor de Pelé en todo su fabuloso campeonato, con dos jugadas de su sello. Un remate de primera ante un saque de Mazurkiewitz, que cualquiera que no hubiese sido Pelé hubiese mandado a las nubes, pero él la mandó al medio del arco y el arquero la embolsó, porque era Mazurkiewitz, con otro hubiese sido gol. Y esa otra jugada, la que todavía repiten los documentales, dejándola pasar por adelante del arquero y yéndola a buscar por atrás. Menos mal que no fue gol, ahí nomás le hubiesen dado la copa a Brasil y se habría terminado el torneo.

La otra semifinal, en el Azteca, también quedó en la historia, tal vez como el partido más emotivo que jamás se haya visto. Italia y Alemania tuvieron que ir al alargue para desempatar, pero lo que pasó es mejor que no lo cuente yo, es mejor leer a Diego Lucero, en la mejor nota periodístico deportiva que he leído en mi vida.

Por algo habrá sido

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