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La final

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La coronación de Brasil en la final contra Italia tal vez haya sido la fiesta máxima del fútbol de todos los tiempos. Porque todos la estaban esperando, porque era el triunfo del arte contra la fuerza bruta, de la habilidad contra la potencia, de la música contra el ruido.

Como sucede con las grandes fiestas en palacio, la inauguración estuvo a cargo del Rey. La jugada fue muy sencilla: Rivelino recibió un lateral por la izquierda y con toda la precisa potencia de su zurda envió un centro al medio del área italiana El defensor saltó muy alto, porque era un gran defensor, pero no llegó, no podía haber llegado nunca, la pelota estaba fuera de las alturas terrenales, estaba en el inaccesible espacio de los dioses, ese al que sólo podía llegar Pelé con su salto y con su frente. Hacía un rato que había empezado el partido y parecía que a partir de allí era sólo cuestión de contar cuantos goles más vendrían.

Pero Italia es Italia, en la tierra y en el fútbol, y nunca se la puede dar por derrotada. Un rato después Buoninsegna aprovechaba la fragilidad de los guardianes del cielo y ponía el empate. Eso irritó a los dioses. Al volver del descanso salieron decididos a castigar la insolencia de los mortales.

De los cinco colosos de la delantera sólo uno no había hecho ningún gol: Gerson, el clarividente de la zurda. Y decidieron que fuera él quien se encargara de ejecutar la sentencia. La misma pierna que había servido para colocar pases magistrales descerrajó la descarga mortal. Entre el palo izquierdo y el brazo de Albertosi, la pelota horadó el corazón de la víctima.

El resto tuvo la lujuria de un festín. Entre Gerson, Pelé y Jairzinho pusieron el tercero para recordarle a Italia que estaba muerta, y al final llegó el tiro de gracia con una bala de oro. El almanaque se había adelantado y el carnaval estaba desatado sobre el Azteca. Y en carnaval todos tienen derecho a divertirse, a abandonar momentáneamente su función social para salir a bailar a la calle. Los que hasta entonces se habían reprimido cumpliendo su abnegada tarea de funcionarios de la corona, se vistieron de gala y se sumaron a la fiesta.

El metódico Clodoaldo se desbordó en una bacanal de amagues, requiebros y gambetas, y como un viejo adelantado de la corona portuguesa, le ofreció a su rey el regalo más fastuoso que había conseguido. Y el rey, una vez más, tuvo un gesto de grandeza. Llamó al capitán de su armada, que avanzó galopando en su corcel entre las rendidas tropas itálicas, y le ofreció, inerme, la víctima del sacrificio para que tuviera el honor de degollarla. Carlos Alberto entonces descargó un derechazo infernal, para que todo su pueblo festeje. Fue como al fin de las viejas batallas indias, cuando el guerrero mostraba la cabeza del jefe vencido en una mano y la espada en la otra, para que nadie tuviera dudas de que la victoria había sido absoluta.

Allí terminó el banquete de los dioses y empezó la fiesta de los mortales.

Por algo habrá sido

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