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Un pedazo de Italia

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Las tardes nubladas de invierno en la casa del Pato parecían escenas de una película del neorrealismo italiano. Porque hasta la casa se parecía por dentro a las casas que aparecen en esas películas, con la cálida austeridad de los muebles de madera y los tejidos de crochet adornando las mesitas. En la Argentina había, y todavía quedan, muchas casas así, en las que vive un pedazo de la tierra lejana adentro; sobre todo en las quintas, en las casas de campo, porque allí los inmigrantes pudieron aislar esa recreación de la patria. Tanto que cuando uno sale piensa que se va a encontrar con un huerto piamontés o con una playa mediterránea y lo que está es la pampa, anónima y eterna, extendiéndose más allá de las parras y los frutales.

Helena nos preparaba el té con tostadas y miel, nos sentábamos a comer y nos hablaba de Italia. Helena era como las aldeanas que aparecen en las viejas películas italianas. Vestía un luto sempiterno y caminaba dificultosamente con dos piernas delgadísimas, magulladas por una enfermedad inclemente. Pero nos hacía viajar: nos hacia recorrer sus pueblitos calabreses y el ancho mar que la separaba de la casa natal. Aunque de joven también había adherido al fascismo, era mucho más abierta que Saverio y no se cerraba en la discusión.

A medida que nuestra relación con el Pato fue creciendo en afecto, y cuando ese cariño se fue galvanizando en el compromiso de la militancia en común, mi relación con la familia del Pato también fue aumentando, hasta que llegó a convertirse en mi segunda familia. Después de caer preso por segunda vez, cuando ir a la casa de mi vieja se tornó inseguro, adquirí la costumbre de ir todos los domingos a almorzar con ellos y cada vez que iba y venía de su casa, caminando por las calles desiertas, dormidas en el descanso dominical, me envolvía un ataque de lirismo. Sentía estar caminando hacia la eternidad, como si la relación con ellos no tuviera una frontera en el tiempo. Caminaba pensando en el pasado de los De Marco y en el futuro que nos esperaba, en un futuro en el cual serían los felices abuelos de un dirigente de la revolución, como seguramente lo sería algún día Ambrosio, y como lo sería, obviamente, también yo. Eso los redimiría de sus sufrimientos pasados y de los que estaban por venir. La revolución sería la panacea para todas las enfermedades del cuerpo y del alma: Helena podría caminar bien y hasta se sacaría el luto, Saverio se convencería de que el socialismo era lo mejor para los trabajadores e incluso Juana, la hermana del Pato, siempre tan callada, tendría un lugar protagónico en la nueva sociedad que nos esperaba, era cuestión de unos años, nada más. La idea de un futuro distinto ni se me ocurría. Ni se nos ocurría. La tragedia, como única salida, no estaba en los cálculos de nadie.

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