Читать книгу Por algo habrá sido - Jorge Pastor Asuaje - Страница 41

Manchester

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Ese día, a la hora en que Estudiantes jugaba en Manchester, teníamos clase de Historia con la profesora De Barba, una mujer muy seria pero que daba unas clases muy amenas. A mí me encomendaron la misión de pedirle que nos dejara escuchar el partido (la televisión vía satélite todavía no se usaba). Se lo planteé de una manera tan solemne y ceremoniosa que toda la vida me cargaron por eso: “No quisiéramos pecar de irrespetuosos…” dicen que dije. Siempre fui vueltero para pedir las cosas. Hasta a la profesora le pareció exagerado. Como agarramos la transmisión empezada, la incertidumbre era terrible, habíamos escuchado el grito del gol de Verón, pero nos costaba creerlo; por otro lado llegaban versiones de afuera; que Polletti se había atajado un penal, que lo habían echado a Bilardo…El relato radial le da siempre a la acción más emoción de la que tiene; el oído trata de adivinar lo que no puede ver la vista y cada inflexión de la voz es una señal para acercar o alejar el corazón de la angustia; a medida que pasan los minutos la ansiedad se transforma en desesperación. Alrededor de una radiecito a transistores estaba toda la división acurrucada: los de Gimnasia sufriendo porque íbamos ganando y los de Estudiantes sufriendo más todavía, porque había que aguantar hasta el final.

Los ingleses se venían con todo su orgullo herido: Bereford y Withelocke renacían para invadir el área estudiantil, el almirante Nelson cañoneaba el arco pincharrata desde Trafalgar, la reina Victoria despachaba a los lanceros de Bengala contra los muchachos de Zubeldía, Ricardo Corazón de León galopaba con sus cruzados delante de Pachamé, Francis Drake prometía colgar a Bilardo del palo mayor de su barco, Montgomery comandaba a las tropas del desierto para morir masacrados en la trampa del offside, Paul MaCartney le pegaba a Medina con la guitarra eléctrica y Ringo Starr le tiraba a Malbernat con los palillos de la batería, Sean Connery recibía la orden de asesinar a Madero y Jack el destripador prometía destazar a Aguirre Suárez; pero el tiempo pasaba y Estudiantes resistía. Medina enlazaba las piernas de Morgan con sus boleadoras tucumanas. Malbernat empapaba en aceite hirviendo a George Best, Togneri estaqueaba a Bobby Charlton en el medio de la cancha, Aguirre Suárez deshacía a machetazos los avances de Denis Law, Pachamé ensartaba con la chuza a los volantes, y cuando todos parecían desbordados, Madero hacía enrojecer de envidia a lores ingleses: en el medio del lodazal de la batalla surgía con su frac impecable, su galera negra y su bastón de marfil, llevándose la pelota con la gracia de quien saca a bailar a una dama en palacio, tomándola con un suave movimiento de su blanco guante izquierdo.

La Copa del Mundo brillaba acariciada por la neblina húmeda de Old Trafford; Muñoz gritaba que le habían pegado y el reloj marcaba que faltaba un siglo divido en cinco minutos, un poco menos, sesenta años, sesenta y tres, esa era la edad que tenía Estudiantes en ese momento.

Salvo las épocas de gloria de la delantera de los profesores en el 31, cuando llegó a ser tercero, y la época dorada de Antonio, Infante y Pellegrina, en la que estuvo varias veces entre los primeros, desde entonces se había debatido siempre entre la mediocridad de la mitad de tabla y las turbulencias del descenso. Cuando yo me hice hincha, una maniobra inconfesable de la AFA lo había salvado de irse a la B. Una tarde del 66, Muñoz relataba el Mundial de Londres y despotricaba contra Nobby Styles; un volante inglés petiso, provocador, tramposo y protestón, que siempre estaba presionando a los árbitros; aunque no hacía falta que a esos árbitros los presionaran para favorecer a Inglaterra. Entonces pensé “qué lindo que a éste lo agarrara Bilardo”. Era casi un imposible, Estudiantes no había salido nunca siquiera campeón argentino y pensar que algún día fuese a jugar la copa del mundo era un delirio. Sin embargo, en el 67 fue campeón Metropolitano y a mediados del 68 Campeón de América; el equipo de Nobby Styles, por su parte, ganó la Copa de Campeones de Europa. El encuentro impensable se produjo: en el primer partido Bilardo consiguió hacerlo echar a Nobby Styles y Estudiantes le ganó uno a cero al Manchester en la Bombonera. Parecía muy poca diferencia para aguantar de visitante; que le iban a hacer cinco, que le iban a hacer diez. Pero pasaba la hora y seguía ganando otra vez uno a cero. Apenas unos minutos lo separaban de un objetivo que no habían conseguido ni las libras esterlinas, ni los marcos alemanes, ni los francos franceses.

Ya habían pasado más de cincuenta años de aquellos cinco minutos finales, el enésimo centro cayó en el área de Estudiantes y Morgan recobró de pronto todo el conocimiento en emboscadas, engaños y triquiñuelas que había aprendido su famoso antepasado, tres siglos antes en las Antillas: bajó la pelota con la mano de manera casi imperceptible y desde una clara posición fuera de juego convirtió el gol del empate. En un minuto el mundo podía derrumbarse. Y ese minuto si duró cien años, o tal vez más, toda la distancia entre el abismo y la gloria. Y fue la gloria. ¡Campeón del Mundo! Estudiantes era Campeón del Mundo Cuando terminó nos fuimos a festejar a calle siete, hasta los de Gimnasia fueron. Nunca la calle siete estuvo así en todo el siglo: repleta y eufórica desde Plaza Italia a Plaza Rocha. Y, quien sabe, tal vez nunca más vuelva a estarlo. Por suerte, mi abuelo pudo verlo.

Por algo habrá sido

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