Читать книгу Por algo habrá sido - Jorge Pastor Asuaje - Страница 42

El Pato

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“¡Helena, Helena!… ¡Saverio, Saverio!…” la paz campesina de Acquaformosa se deshizo en dos gritos. “Saverio e morto” alcanzó a decir o a pensar Helena. Durante esos tres años había querido acostumbrarse a la idea pero no había podido. Se lo decía a veces en vos baja para ella misma, repitiendo lo que decían a sus espaldas las vecinas del pueblo y lo que le decía alguna amiga para convencerla de que era tiempo de rehacer su vida. Helena era joven y simpática y había conocido a un joven de Lungro que la había deslumbrado con su personalidad avasallante y su sonrisa irresistible. Las camisas negras desfilaban por todas las aldeas de Calabria y decidieron casarse para formar un hogar próspero y lleno de hijos. El “Duce” prometía un futuro de abundancia a todos los italianos; los izquierdistas, aseguraba, eran los responsables de que Italia no ocupara el lugar de gran potencia mundial que le correspondía desde los tiempos de Julio Cesar. Fascista convencido, Saverio salía por las noches con los grupos de choque de la aldea y la infaltable botella de aceite de castor, porque el comunismo más que un problema ideológico, más que un problema mental, era un problema intestinal. Con un cuarto litro de aceite alcanzaba para que los bolcheviques, los socialistas, los anarquistas y todos esos que tenia ideas raras evacuaran hasta la última gota de rebeldía y pudieran ingerir la sustanciosa doctrina mussoliniana, la única que podía salvar a Italia y al mundo, poniendo las cosas en su lugar: las putas en los burdeles y las vírgenes en sus casas; la mujer cuidando los hijos y el hombre en el trabajo; los obreros en las fábricas y los patrones en la oficina; los pobres abajo y los ricos arriba, como había sido siempre, como debía ser. Y en Acquaformosa Saverio De Marco estaba arriba, era un hombre importante. Estaba todo lo arriba que puede estar un comerciante de aldea y era tan importante como puede serlo el cantinero del pueblo, el dueño del lugar al que todos los varones de la aldea deben concurrir en algún momento del día.

Cuando a Saverio le tocó alistarse en el ejército, se fue con el entusiasmo y la confianza de los vencedores. La guerra, más que un peligro inminente, era la posibilidad de dar un salto hacia delante en la escala social, volviendo al pueblo con el pecho lleno de medallas y un alto grado militar en las hombreras. Pero la guerra se hacía larga y las noticias cada vez más escasas, las potencias del eje se batían en retirada y los italianos eran la carne de cañón de una alianza que ya solo se mantenía a fuerza de coacción. Hubo una carta con muchos besos y abrazos, la promesa de muchas cartas más y un pronto retorno a la aldea, pero fue la última. Habían pasado más de tres años y la guerra ya había terminado; ahora volvían a flamear en el pueblo las banderas rojas y Helena no sabía si vestirse de negro o seguir alentando la frágil llama de la esperanza.

- ¡Helena, Helena!, los gritos la sacaron de la concentración en la costura.

- ¿Cosa sucede?. Helena salió al balcón alarmada. Todos los días desde aquella última carta, cada minuto, cada segundo, había estado esperando un grito, ese grito, pero ahora no podía reconocerlo. El miedo a la decepción la llevaba a pensar en cualquier otra cosa, a no pensar en nada.

¡Saverio, Saverio e tornato!

Helena estiró los ojos, estiró el alma. Entre la turba eufórica que avanzaba por la calle alcanzó a ver el brillo de esos ojos, el tímido avance de la calvicie en la frente despejada. El milagro se consumaba. En sus brazos estaba el hombre amado, tres años de prisión habían quedado en Alemania.

De la felicidad del encuentro a los pocos meses nació una niña; le pusieron Giovanna, pero pronto empezaron a pensar en como sonaría ese nombre en otro idioma. Los sueños de grandeza imperial romana se habían derrumbado y en Calabria solo quedaban los escombros de las ambiciones derruidas. La vergüenza de la derrota dolía en los huesos casi tanto como el hambre. Saverio Demarco ya no era rico, ya no era importante. Después de tanto añorar el regreso a la patria amada, ahora se convencía de que era mejor dejarla: ya tenía otra patria, su patria era Helena, su patria era Juana, su patria eran ellas. Una patria andante que cruzó el océano entre los llantos de la despedida y la ilusión de un mundo nuevo.

Los parientes contaban maravillas de la Argentina; en una época en que la prosperidad de las naciones se medía por el tamaño de los bifes que servían los restaurantes y por los metros de tierra que podía comprar un inmigrante. A Saverio, sin embargo, no lo obsesionaba el sueño de la casa propia que desvelaba a la mayoría de sus paisanos. Más que la codicia por los bienes materiales, pesaba la ilusión de ver cumplido en un hijo el frustrado sueño de “dotore”; en Italia la educación secundaria y, más aún, la universidad, era todavía un privilegio de las clases altas, y de la clase media de las grandes ciudades. En su opción por el fascismo había, como en muchos otros, un dejo de resentimiento. El marxismo, además de cuestionar el estado de cosas y la acumulación de riquezas, tenía el defecto de ser una teoría muy compleja, sólo podían entenderla bien los ilustrados, los que tenían algo más que una simple escuela primaria. Al menos, eso pensaban muchos campesinos y pequeños burgueses de pueblo, como Saverio. Por eso, en vez de desesperarse por comprar un lote y levantar paredes, poniendo a toda la familia a trabajar de sol a sol para acumular la riqueza en ladrillos, prefirió convertirse en un inquilino crónico. Uno de los primeros destinos fue una pieza a una cuadra de la plaza Sarmiento, la salud de Helena ya empezaba a ser delicada y su principal preocupación fue instalarle una pileta para que pudiera lavar la ropa, escapando a la tiranía del fuentón de lata. En esa época, más o menos, se agrandó la familia: el hijo varón, el continuador de la estirpe, el que haría realidad los sueños familiares, por fin había llegado. A partir de allí en la casa había un nuevo rey.

Entre el rigor de un padre que quería hacer de él un gran hombre y los mimos de una madre de carácter sereno y espíritu firme, Ambrosio Francisco Demarco creció con toda la felicidad que podía tener un pibe de barrio, en un hogar sin abundancias ni grandes privaciones. Saverio, aunque añorando siempre sus tiempos de bonanza calabresa, se resignaba con cierta satisfacción a la rutina diaria de los dos trabajos: obrero en la metalúrgica y pañolero en la escuela de policía de la provincia, donde su ideología no tenía que hacer grandes sacrificios para amoldarse. Los Demarco no se daban lujos, ni siquiera salían de vacaciones, pero la plata alcanzaba para que Helena se quedara en la casa y los hijos tuvieran la mejor educación. La de Juana no importaba tanto, ella se casaría y si conseguía un muchacho bueno, con tener cualquier título secundario era suficiente; pero la de Ambrosito si, tenía que ser la mejor. Y la mejor secundaria, lo decían todos, era el Colegio Nacional. Además, el Pelado y Velazco también querían ir, así que no iba a estar solo. Pero el examen de ingreso era muy difícil, eso decían.

Cuando se enteró de que Ambrosito había entrado, Saverio sintió entonces que todos los sacrificios hechos desde la partida de Calabria tenían sentido.

Por algo habrá sido

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