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La calle

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En el casco urbano de La Plata, hasta la década del 70 la mayoría de las calles eran de tierra, también la nuestra. Para tomar el tranvía, antes, o para tomar el colectivo, después, había que salir hasta la diagonal 74. Nosotros estábamos cerca y nuestra vereda era el paso obligado de los vecinos de varias cuadras. Esa era la “clientela” de mi abuelo.

Varias veces al día, cuando se cansaba de trabajar en la tierra, caminaba con las muletas hasta la vereda y se sentaba sobre la parecita del frente, delante de su quinta y bajo los dos paraísos de la calle. Allí atendía sus “consultas”: a las mujeres, cuando pasaban para hacer un mandado o para tomar el micro, les contaba chistes verdes; a los muchachos les contaba secretos de prostíbulo y de garito; con los hombres más grandes discutía de política y deportes; a todos, grandes y chicos, les hacia alguna joda y ellos les respondían. Por eso la mayoría hacía escala allí; un racimo de muchachos del barrio solía juntarse a escuchar sus anécdotas y sus picardías, que nunca contaba delante nuestro.

Mientras la 28 fue de tierra, los paraísos de la vereda formaron un arco natural, ideal para ensayar la pegada, para tirar centros o jugar al “ metegol va al arco”. Eran dos árboles medianos, plantados a unos tres metros uno de otro, atrás estaba la vieja vereda de ladrillos y adelante un cuadradito de tierra, justito para las atajadas del arquero. Alejandro, mi hermano menor, demostró tener buenas condiciones para ese puesto.

Pero con el asfalto se terminó todo: los tiros al arco, los centros y los partidos de metegol. Hasta la gente que iba a tomar el colectivo ya pasaba más rápido por la vereda.

Por algo habrá sido

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