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Los mersas

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Había, incluso, un calificativo para designar todo aquello que ofendía el gusto burgués: lo “mersa”. Había lugares “mersa”, ropa “mersa” y hasta autos “mersa”. No dependía de su valor económico sino de su status social, que era una cosa muy distinta. Porque lo “mersa” no era tanto lo que usaban los pobres, sino los que, teniendo un buen poder adquisitivo, hacían gala de una ostentación lesiva a la susceptibilidad de la clase media. El Torino, por ejemplo, para algunos era un auto “mersa”, un auto de comerciantes prósperos pero sin “categoría”: carniceros, verduleros, panaderos o mecánicos. No era lo mismo que decir joyeros, libreros o tenderos, por ejemplo. Aunque nunca me lo dijeron, yo sé que para los del centro yo era un “mersa”.

Mi gusto de siempre por los colores llamativos, de indudable ascendencia caribeña, y por ende africana, no reparaba mucho en esas convenciones estéticas de los chicos del centro; a veces incluso hasta les llamaba la atención a mis compañeros de la novena de Gimnasia que, en general, de finos no tenían nada. Pero era (lo sigo siendo) muy variable en mi forma de vestir y a veces hasta me vestía decorosamente. También usaba, lo más chocho, un saco con martingala que había sido de mi primo Roberto; la martingala hacía años se había dejado de usar y yo parecía arrancado del túnel del tiempo. El Gordo, El Pato y Omar eran, en cambio, mucho más conservadores para vestir, pero en una sintonía que los diferenciaba de los chicos del centro; ellos, como yo, también eran “mersas”.

El Gordo y El Pato vivían cerca de la plaza Sarmiento, como a doce cuadras de mi casa. Omar vivía más lejos, del otro lado de la vía, pasando la 72, por el club Julián Aguirre. Tenían un defecto los tres: eran hinchas de Gimnasia. El Gordo tenía ojos más bien claros, pelo castaño claro y una nariz gruesa y respingada en medio de una cara cuadrada. Omar tenía el pelo castaño oscuro, una cara larga y la tez amarronada; era muy flaco; las piernas desgarbadas y una nuca angulosa eran sus características físicas más distintivas. El Pato también era flaco y un poco chueco, con las piernas combadas hacia fuera; tenía el pelo castaño oscuro, ondulado, una nariz aguileña levemente desviada y una mirada apagada que por momentos se iluminaba de una picardía desbordante.

El gordo era el más extrovertido, pero también el más infantil, con unos cambios de carácter desconcertantes. Omar y el Pato eran muy callados, sobre todo en clase; aunque con una gran diferencia: Omar era naturalmente introvertido; el Pato no hablaba porque no quería; cuando quería, era jodón y ocurrente.

Un día, estábamos jodiendo Omar, el Pato, el Gordo y yo con el tema de Estudiantes; ellos me cargaban pero no tenían más remedio que tragársela. Omar había dibujado una Copa del Mundo y el Pato quería que se la mostrara, Omar se resistía y en un momento dado el Pato se calentó, se la quiso sacar y forcejearon como si estuviera en juego un botín fabuloso o un arma en una película de vaqueros. La copa quedó hecha trizas y la larga amistad de ellos años también. Orgullosos los dos, no volvieron a hablarse en toda la vida.

Por algo habrá sido

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