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Los del barrio y los del centro

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Cuando uno se aleja, la geografía del barrio se va ampliando. Desde el centro, el barrio ya no es únicamente la zona de la canchita, ni siquiera la de las tres o cuatro canchitas juntas. No, el barrio empieza a ser todo lo que está más o menos para ese lado de la ciudad. El punto de referencia del mío se desplazó de la canchita a la Plaza Castelli, el Seminario y la Escuela Cuarenta y dos.

En el Nacional, la mayoría vivía en el centro, lejos de los baldíos y las canchitas, y no todos se daban con cualquiera. La ocupación de los padres, el lugar donde vivían, el auto que tenían, la escuela de donde venían, la forma de vestirse y otra cantidad de cosas trazaban líneas invisibles, separando los grupos. Fui conociendo nombres, lugares y costumbres totalmente nuevas para mí. Algunos jugaban al rugby, y no era como el fútbol, que se jugaba en cualquier lado, no. El rugby se jugaba en clubes desconocidos para uno y los que jugaban no te invitaban a que fueras a jugar con ellos. Algunos eran socios del “Jockey” y ser socio del “Jockey” en aquella época tenía todo un significado. El Jockey Club de La Plata no era ese edificio arruinado donde ahora se dan clases multitudinarias de periodismo, de humanidades y de un montón de cosas más. No, en esa época el Jockey todavía era el Jockey, el lugar de encuentro por antonomasia de nuestra falsa aristocracia. Porque en La Plata nunca hubo oligarcas en serio, de esos que manejaban el país desde sus grandes estancias y sus palacetes. Pero si muchos que se las daban de tales, algunos con una posición económica realmente holgada y otros que vivían endeudados y comían fideos todos los días pero “eran socios del Jockey” y, por lo tanto, una casta superior.

Al Jockey iban, según decían, las “mejores minas”, esas rubias que se tostaban al lado de la pileta por no poder ir a Pinamar; esas que pasaban sin mirar, poniendo cara de asco, moviendo de diestra a siniestra el culito levantado por los zapatos de plataforma, que estaban de moda y que ¡papito!, hacían que las que no estaban tan buena parecieran estarlo y a las otras dieran ganas de violarlas en plena calle. Ganas no más, porque uno vivía soñando con esos “hembrunes”, pero terminaba jugando al billar en los fondos del Bar Rivadavia; arrepentido de no haber ido al Deportivo La Plata o a alguno de esos lugares que para los del centro eran reducto de la “negrada”; allí, las mujeres en realidad eran más lindas que las insulsas del Jockey. Pero claro, cojerse a una guacha del Jockey era de alguna forma romperle el culo a todo ese mundo despreciativo, que lo marginaba a uno por no tener los requisitos indispensables para ser aceptado en el jet-set pueblerino.

Respecto a mis compañeros, el hecho de haber vivido en Francia, de hablar correctamente el francés y de haber recorrido una buena parte del mundo me daba íntimamente un cierto aire de superioridad; pero yo no me sentía identificado para nada con los del centro, me parecían unos maricones porque algunos usaban el pelo medio largo y con esa pinta no podían jugar bien al fútbol.

Mi actitud, sin embargo, debo reconocerlo, era contradictoria. Si bien por una cuestión geográfica, de gustos y de idiosincrasia, era más de barrio que del centro; quería ser aceptado también en esos círculos, o al menos no ser rechazado. Con algunos no tenía la menor afinidad y no me interesaba tampoco tenerla, pero ante otros trataba de mostrar rasgos de “urbanidad” que me hicieran más accesible a sus prejuicios.

Las diferencias entre los del centro y los de los barrios eran notorias, principalmente, en el vestir. Los del centro, que no eran únicamente los que vivían en el centro de la ciudad, si no también los que vivían lejísimo a lo mejor, en City Bell o Villa Elisa, pero compartían ciertas convenciones sociales: la sobriedad en el vestir, la más importante de todas. Calidad en las telas y poca estridencia en los colores, nada que estuviera pasado de moda o que rompiera la armonía del conjunto. El uso de saco y corbata en los varones era obligatorio todavía, y la mayoría optaba por la muy británica y flemática combinación de blazer azul con pantalón gris. Los de los barrios, en cambio, no teníamos la misma noción de la armonía estética. En primer lugar porque uno se ponía lo que podía y no lo que quería; pero también porque el gusto era, y lo sigue siendo, marcadamente diferente. Para colmo, en la segunda parte de la década del sesenta se habían puesto de modas las medias rojas, amarillas, verdes, turquesa, todos colores llamativos, combinadas en algunos casos en rombos o motivos parecidos. También estaban de moda las camisas escandalosas y después, encima, se pusieron de moda las corbatas floreadas. Claro, vestidos de sport, con camisa, pantalón y mocasines, esas combinaciones podían no ser armoniosas; pero con saco y corbata a veces eran decididamente abominables. Alguno llegaba a combinar un saco escocés, a cuadritos marrones y verdes; con una camisa a rayas rojas, azules y amarillas; una corbata violenta y anaranjada, un pantalón azul a cuadritos, una medias rosadas y mocasines marrones. Composición digna de los mejores diseñadores de grandes tiendas “Me Cago en la Elegancia”.

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