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Aquellos versos de Darío

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“En medio del humo que lanza el tabaco…”, los ventanales son altísimos, “ve el viejo el lejano, brumoso país”, el sol del otoño se amansa en las copas de los árboles, “adonde una tarde, caliente y dorada”, la luz de la siesta es un suspiro de oro, “tendidas las velas partió el bergantín”, que inunda la penumbra del aula con una caricia de eternidad. Darío prosigue su estrofa y el tiempo detiene su curso, la hora de literatura de primer año novena división no terminará a las cuatro y cinco, la profesora Ocampo seguirá recitando el soneto por los siglos de los siglos, en las tardes del alma. Aún hoy no sé lo que es una senestesia ni un hipérbaton, como no lo supe entonces, como no podré saberlo nunca. Siempre recordé, en cambio, aquellos versos de Rubén Darío, sin saber siquiera el nombre del poema ni el libro al que pertenecían. Nunca más volví a leerlo hasta muchos años después, en la facultad, cuando fui a rendir el último examen para recibirme de periodista. Fue un reencuentro y una revancha; no sólo pude descomponerlo y analizar todas y cada una de las figuras poéticas, sino que hasta inventé algunas inexistentes en el texto pero suficientes como para apabullar a una profesora tan absorta como inconsistente. Allí terminé desestimando definitivamente el valor de esos análisis literarios: no se puede confiar en el rigor de una ciencia que alguien tan poco serio como yo es capaz de manejar a su antojo.

Por algo habrá sido

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